Mi artículo sobre la amistad entre el desafiante Juan Benet y Eduardo Chamorro, y su libro memorable y reincidente. En CaoCultura:
<<‘Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas’. Debo haber leído ya este libro unas tres veces. Algo intrigante, gozoso, hipnótico me vuelve a llamar cada cierto tiempo para que retome de nuevo sus páginas; ignoro si el cebo reside en el memorable protagonista, en el estilo, la estructura, la voz del narrador o en la amalgama de todos esos elementos. Quizá se deba a que no es sólo un riquísimo sumatorio de los veinticinco años de amistad entre Eduardo Chamorro y Juan Benet. No es tampoco una biografía ni un trabajo crítico sobre la obra de este último, sino una evocación que mezcla -en una deslumbrante coctelera- el retrato jovial y paradójico de esa figura excepcional de mente y lengua afiladas, el relato del ambiente literario de Madrid entre los años setenta y ochenta con reflexiones de altura sobre la poética benetiana. Un auténtico alarde.
Aquí comparece el Juan Benet más ocurrente que impertinente, el escritor anglófilo que germinó a la sombra de Faulkner, con su cuerpo filiforme, su flequillo cano e inminente, sus maneras expeditivas, su recepción minoritaria (al menos hasta quedar finalista de un pactado premio Planeta tras demostrarse, como un reto personal, que era capaz de escribir un libro ‘normal’, algo que hizo en un mes). También sus pasiones: el whisky, la música de Schubert, Brahms y Wagner, las estrategias militares, la subversión cómica pero solemne, la cartografía. El espectáculo de su inteligencia, que podía virar de lo acre a lo divertido e hilarante y de lo absurdo a lo afectuoso, dependiendo del contertulio; su singularidad, que convirtió a este seductor nato capaz de desconcertantes opiniones e impertinencias, en una suerte de mandarín generacional, suscitó y suscita aún la adhesión o el rechazo, pero nunca la indiferencia.
Estamos ante un libro a la vez exigente y divertido, al mismo tiempo agilísimo y con algunos parlamentos cuyo espesor arrancaría sollozos al lector más bragado. El discurso de Chamorro es, como el del propio Benet, frondoso, mercurial, de estímulo inagotable, pulverizador de las convenciones narrativas (“somos criaturas sinedócquicas”). En sus nutritivas páginas comparecen conversaciones desopilantes, amigos fieles (Vicente Molina Foix, Antonio Martínez Sarrión, Javier Marías, Juan García Hortelano, Félix de Azúa, Jaime Salinas, Francisco Regueiro, Javier Pradera, Rosa Montero, etc.), un viaje a Estambul con Benet y Rosa Regàs vivísimamente narrado, una imagen despiadada de Álvaro Pombo, el pub Dickens y el Oliver, charadas y funciones teatrales caseras, actitudes y propuestas casi patafísicas (la ley del doble frenesí, el arte de pedir el té a distancia, modos de comer bombillas), el forcejeo entre el Tiempo y el Caos, entre el conocimiento y el misterio, entre la ciencia y el mito, disquisiciones acerca del artificio, del disfraz, del miedo o de la muerte. Resulta evidente que aquellas reuniones y fiestas en la casa de Benet de la calle Pisuerga, “un lugar de complicidad en el disparate”, redimían toda la grisura y la caspa de aquellos años. “Allí no había jerarquía ni respeto ni promoción (…) No nos gustaba discutir. Lo que nos gustaba era charlar de lo que fuera, siempre y cuando permitiera el adorno de la displicencia”. Y, por encima y por debajo de todo, la mordacidad de un Benet que no condescendía con los necios ni con las vacas sagradas (Galdós, Joyce, Dostoievski, el realismo y el costumbrismo). Cáustico incluso consigo mismo: “Soy un ingeniero responsable y un escritor irresponsable”.
Pese a todo, Eduardo Chamorro se permite hacer profundas calas en la diversa obra benetiana (novelas, cuentos, ensayos, teatro), en esa gran ficción metafísica de su amigo, aparentemente oscura o turbia -como él quiso-, “todo un intento de descifrar lo intangible a cuenta de lo tangible”, en la presencia y el poder evocador de la desolación. Es de admirar, en los escritos de Benet, la soberana ambición literaria, el logro de la indeterminación existencial, del sentimiento de lo enigmático en sus atmósferas, del racionalismo y minuciosidad verbales, del hermetismo de la textura, de la identidad fantasmal de sus personajes. Al recorrer las largas oraciones se siente físicamente la densidad, como si el lector caminara sobre dunas, piedras o escombros.
Lástima que las propiedades de territorio tan peculiar no inviten demasiado a lectores desacostumbrados a lo diferente, a la complejidad, a la persuasión retórica del ‘grand style’, y más habituados a textos cada vez más elementales, por no hablar de la omnipresencia idiotizadora de las pantallas. Lástima que la muerte, con su fijación “propia de gente ineducada e incómoda”, nos despojara tan pronto (a los 65 años por un tumor cerebral) de esa figura tan difícil de encasillar: el creador de Región (aquel mundo propio donde era amo y señor, aquella novela que supuso una ruptura del panorama literario español por su rareza, innovación, vocabulario e incorporación del pensamiento a la narrativa), el ingeniero de caminos, canales y puertos que no logró vivir de la literatura, un desafiante interlocutor, un espíritu libre de estampa británica (automóvil incluido) infrecuente por estos pagos, una inteligencia extraordinaria y una ironía demoledora, uno de los autores capitales del siglo XX español.
Estoy seguro de que, dentro de unos años, volveré a picar el anzuelo y abrir ‘Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas’, un libro que no se acaba nunca porque se renueva en cada lectura y, sobre todo, porque proporciona invariablemente el alborozado reencuentro con una irradiación, la que emiten las personas lúcidas, agudas e intensas. Como sin duda le ocurre a la otra cara de la moneda: la más exhaustiva y rigurosa biografía de Benet, ‘El plural es una lata’, escrita con tesón documentalista y agilidad galopante por J. Benito Fernández. En ambas obras (también en Benet. ‘La ambición y el estilo’, de Rafael García Maldonado, un tanto elemental y personalista enfoque de la trayectoria vital e intelectual del autor de textos impenetrables) vive para siempre el Juan Benet poliédrico, provocador, de amplias lecturas y conocimientos enciclopédicos, que prefería hacer “cualquier cosa antes que escribir”, que creía que “la literatura debe arrancar al público de su costumbre”, arrogante, tierno, malicioso, atérmico, “con ese aire de recién duchado que se le ponía cuando estaba animado y contento”>>.