He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 15 de mayo de 2016

Boletín del Centro Artístico

Colaboración para el Nº 1 del Boletín del Centro Artístico, centenaria revista cultural que se publicó en tres épocas diferentes, entre 1886 y 1924.
En este número con el que inaugura su nueva y cuarta época, aparecen destacadas firmas como Antonio Carvajal, Rafael Guillén, Justo Navarro, David Zaafra, Antonio Enrique, Juanjo Guarnido, Juan de Loxa, Fernando de Villena, Álvaro Salvador o Manuel Titos.








LA ONDINA DE LA SIERRA 


Las cabras ramonean en la ribera del Genil. Bajo la ropa tendida en las fachadas, las casas de vecinos van poniendo de muestra sus vahos de lana y orinal, de tocino añejo, de gallinero, de hojas de col. Un organillero de manubrio se para, a pie firme, en el Campo del Príncipe esperando que la generosidad caiga de los balcones. Comadres, viudas, novias, guardan membrillos entre el lino de arcones y cómodas. Los rapacejos juegan a la taba, a la pídola, a las cajillas de fósforos, a clavar monedas de perra chica en cañas de azúcar, a lanzar piedras con honda en las arboledas de la Alhambra. Descalzos o con abarcas, los calzones remendados, la voz estruendosa, se pasan el día de aperreo, reuniendo chichones y cardenales, en batallas de poco más o menos frente a los Escolapios, en patuleas por los callejones del Realejo, en expediciones nocturnas al Carmen de los Mártires. Un pendolista escribe en plena calle, mediante pago de una moneda de a medio real de las antiguas isabelinas, las cartas a los que no conocen las letras. En las sombras de la Carrera de la Virgen, robustas nodrizas de cabeza inclinada amamantan a críos arrebozados en mantillas blancas. La campana del baratillero se suma a los trinos joviales en las jaulas y a la musiquilla de las cucharas en los platos de peltre. En el escaparate de ultramarinos de la señá Angustias, junto a los arenques, el picón, la gaseosa de boliche y las damajuanas de vino costa, se anuncian los Hipofosfitos Climent que curan la anemia y la tisis. Con los carros y serones cargados, los arrieros de Cenes y Güéjar se apean a tomar un aguardiente en el ventorrillo del tío Grajo. Zagalones sin oficio regular juegan en el matute de la Pescadería, venden carne de contrabando en el Humilladero, arman camorra a las puertas del Casino o acuden a la querencia de mujeres en la calle de San Matías. Durante su ronda, una pareja de guardias, mostachudos, peritos en bofetones, sueñan con caballos luceros y con culos de costureras. Provistos de candelas y martillos, varios gitanos arreglan trébedes, ollas de cobre y tenazas de a cuarta en la escalinata de la iglesia de San Cecilio. Un aprendiz de talabartero, corriendo de vuelta al taller, se come en un dos por tres media docena de higos chumbos que acaba de comprarle, pelados, a la Tobala. En el Paseo del Violón, uno de esos hombres de blusón que llevan de un lado para otro romances de ciego o las Aleluyas de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, ha colocado su puesto con gran revuelo. Acude gente de todas partes, ansiosa por contemplar los pendones con imágenes de tremebundos delitos de sangre y sucesos asombrosos. Ante un público boquiabierto, el hombre del blusón, acompañado por su hija que ha de pasar después el platillo, cuenta hoy el último crimen de la sirena de la Sierra, que vive en la laguna de Vacares. Con su caña larga, comienza a leer en el pendón la crónica de un amolador del Barranco del Abogado que, curioso de saber cómo era la nieve, subió a mulillo el largo y pino tramo hasta Sierra Nevada. Tras haber dejado atrás las parvas, los huertos, los senderos a través de las pinedas y el peligro de precipicios y quebraduras, llegó allí donde las montañas verdecían y las lagunas, transparentes de tan azulinas, parecían un venero de diamantes. El incauto amolador, que había oído hablar de las propiedades salutíferas de aquellas aguas, quedó en cueros vivos y se bañó en la de Vacares. Con sus dotes naturales para las historias, el hombre del blusón sabe sopesar las emociones del auditorio como un matarife su faca. Sabe hacer que los granadinos que ahora aprietan filas frente a los toscos dibujos de los pendones sientan, o un repeluzno de estremecimiento, o una ardentía de fragua, según el tono y los descansos de la narración. El caso es que la ondina, tan hermosa como temible, ojos negros a la oriental y cabellos salvajes, nadó incitante hacia la orilla, atrayendo al pobre amolador con sus encantos, apenas cubiertos con un vellón de oveja. Entonces, estando en ese punto, la concurrencia deja de respirar mientras ve angustiada, con sus propios ojos, cómo aquel ser malvado y hechicero hunde sus dientes en las entrañas del amolador, le arranca brazos y piernas, lo come vivo sin esperar siquiera a arrastrarlo a las profundidades de la laguna. Luego, el hombre del blusón cuenta la búsqueda por los guardias de la sirena de aguas serranas, removiéndolas con regatones de hierro a la luz del día y a la lumbre de las antorchas, que bien pudiera delatarla el particular fulgor de su cuerpo. Y cuando la gente cree que se han acabado los hechos terribles y sensacionales, el hombre del blusón, con intencionado falsete, muy despacio, deja caer sobre aquella bendita y asustada audiencia el golpe, definitivo, de otra mano de almirez: cada primavera, en las orillas de la laguna de Vacares, y sólo a una hora señalada, aparecen en forma de hombres los huesos anónimos de todos los que han sido devorados por la ondina de la Sierra, carboneros, leñadores, frailes, neveros, pastores, alguaciles, vagabundos que andan con gusto por los caminos más apartados. 


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