He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

miércoles, 30 de junio de 2021

"La máquina de languidecer" en Cambridge

Lorena Escudero, embajadora del microrrelato español en Cambridge, habla sobre La máquina de languidecer y traduce al inglés uno de sus textos, Hábitat. La foto está tomada frente al reloj de Corpus Christi, con el cronófago (monstruo que devora el tiempo).

https://microfictionincambridge.wordpress.com/2021/06/20/la-maquina-de-languidecer-angel-olgoso/

"Cada una de las 100 microficciones de este libro es un lúdico e inquietante momento, mezcla de belleza y horror, un salto de la realidad a lo fantástico. Su conjunto nos sumerge en un ritmo que a menudo nos deja sin respiración, donde cada historia es un engranaje de la máquina de languidecer que, mientras tanto, continúa impasible su avance".

(Lorena Escudero)




martes, 22 de junio de 2021

Presentación de "Cenizas", de Alfonso Salazar

El martes 15 de junio, a las 19’00 h. en la Corrala de Santiago, Alfonso Salazar y Ángel Olgoso -presentados por Javier Bozalongo- “esparcieron” las Cenizas del primero, libro de relatos publicado por la editorial Sonámbulos.



PRESENTACIÓN DE CENIZAS, DE ALFONSO SALAZAR

Ángel Olgoso


Ya era hora de que Alfonso Salazar se decidiera a disparar sobre el género del cuento. Todos hemos disfrutado la frescura de sus novelas negras y de su poesía visual, pero el hecho de que su propuesta más seria (según su propia expresión) la haya dirigido hacia el relato resulta del todo admirable, en especial para los amantes de un género tradicionalmente menospreciado que hoy, con la publicación de este libro en una editorial tan elegante y rigurosa como Sonámbulos, están de enhorabuena.


Cenizas es un libro extraordinario, de un realismo simbólico, con piezas tersas y bien trabadas, escritas con pulso magistral y con un plástico y rítmico fraseo por un conocedor de las hechuras clásicas, un libro muy trabajado sin que se note, un volumen redondo e inevitablemente crepuscular, que desprende un aire de vida en retirada, donde el destino semeja una araña que tejiera implacable una tela de muerte en el pecho de los protagonistas. Por fortuna, Alfonso sabe paliar el lado macabro, casi agónico, de sus historias con el contrapunto vívido del humor, la ternura o la melancolía. La galería de estas lecturas no se abre a jardines salvajes, a mansiones misteriosas, a frondas agitadas por la brisa de los mares del Sur o al vaporoso río de los sueños; no entra en ellas a raudales un sol ebrio, tampoco esa luz órfica, fantasmal, en noches de escalofrío, ni esa otra luz de farolillos llorados por una lluvia que difumina la realidad. Los soportales de este libro se abren a panoramas más cercanos, a un territorio eminentemente ibérico, a un verismo de mercerías y pensiones, rellanos y hospitales, desguaces y gasolineras, pandillas y braceros, borracheras y coches que se estrellan, pobres ilusos y cuartelillos de la Guardia Civil, altercados en la playa y cementerios ineludibles, un piso en Hortaleza y el aroma de azahar en los bancales del valle de Lecrín, conversaciones triviales y dignidades marchitas, camareros y fotocopias, malos presagios y encrucijadas, barrios y jornales, “tragedias que se quedan marcadas adentro”, ya que los humanos -como escribió Cunqueiro- no dejamos de ser una flor que crece al borde del camino y que puede acabar sepultada bajo las ruedas de un coche o coronando un hermoso ramo.


Alguien dijo también que el mundo es un manicomio de cuerdos, levantado con una cucharadita de seriedad y otra de jocosidad. Si sumamos a esta argamasa materiales como el absurdo, el azar y un humor literalmente negro, obtenemos una certera radiografía de este libro. Sus personajes, al igual que todos nosotros, caminan hacia la nada llevando dentro de sí un incendio y propagándolo. Algunos son incinerados tras la muerte, pero muchos se chamuscan poco a poco, se van cremando en vida. De hecho, y el rotundo y despojado título lo anuncia explícitamente, la ceniza es el cuerpo extraño alrededor del cual crece la perla de cada uno de sus cuentos. Como por ejemplo la nube de cenizas en que se convierte la protagonista del relato Amadísima, “una misionera de bobinas, dedales y botones”. Como la ceniza de los perdedores en el relato Una docena de filosofías hundidas, esa ceniza de la vergüenza de los hijos de los vencidos, esa ceniza de las mentiras para sobrevivir. Como las cenizas del recuerdo en la límpida evocación del amor y la juventud, eternos en su fugacidad, que es el relato No sé qué estrellas son esas. Como la ceniza y unos cuantos muelles que quedan del muñeco quemado en una pira para conjurar los miedos y el silencio de los pueblos pequeños en el relato La voz del ventrílocuo. Como los restos de una vida ardiendo en una papelera en el relato Heredera. Como la ceniza de los naipes del mago Aristóteles Arreola en el relato Vuelta de Cuba. Como el paradero final de las cenizas del vetusto escritor en el relato Enterrar al padre, paradero gestionado por la venganza. O como esos estados residuales en el relato Mil pesetas: de la capa de polvo de unos zapatos ajados por la precariedad hasta la ceniza de un billete de diez mil pesetas con el que se enciende dispendiosamente un puro habano.


No cabe duda de que, en estos cuentos, Alfonso Salazar sabe cebar los anzuelos de la historia y consigue el ideal de todo creador: suspender las leyes naturales del tiempo y el espacio (leyes que Lovecraft calificaba no sin razón de mortificantes) mientras engarza lugares, pensamientos, objetos, anhelos, desavenencias y relaciones personales a una realidad incontrolable que dinamita cualquier convicción, convirtiendo dichas certezas en desechos terribles de nuestro pasado. El lenguaje aquilatado y las voces narrativas refuerzan la sensación inmersiva del lector. Véanse esos tour de force del costumbrismo y del registro oral en el relato Estelas en el mar y del monólogo del taxista en el relato Sueños cumplidos, así como el lenguaje de los atestados, minucioso y deliciosamente arcaico, en el relato Pirómano. Encontramos además equívocos y escenas que hubieran encantado a Berlanga o a Rafael Azcona, como en el relato La mortaja, donde un vestido rojo de faralaes demuestra que la vida es en ocasiones un astracán siniestro, pura serendipia. A destacar también la efectividad con que Alfonso narra -en el relato Anemoticónico- los vínculos emocionales previos y posteriores tras una muerte inesperada, atento a los detalles, a las volutas inasibles de los pensamientos y a las migas de pan de los emoticonos. O el memorable relato El mejor poeta de su generación, cuyo protagonista “ya no es un pichón de escritor”, sino que anhela formar parte de esa larga cadena que llega al eslabón primigenio de Homero, a través de la cual se va pasando de mano en mano el dardo de fuego de la palabra.


Cada uno de los diecisiete cuentos del libro están ligados a la categoría de ceniza y enfocan, de manera delicada o violenta, sobre esa “herencia gris” de la cita inicial de Javier Egea, sobre las cenizas que todos custodiamos, impalpables todavía, apuntan a la esencia verdaderamente íntima que ignoramos dónde acabará, a la raíz, el núcleo, el tallo, el centro exacto de nuestro ser, del vórtice humano, a las cenizas futuras, ajenas a nuestra experiencia presente y cambiante del mundo, aguardándonos impertérritas e inmisericordes, cuando seamos apenas médula, caparazones vacíos, hollejos sin peso, remolinos de fosfato, umbría.


La literatura, que es incómoda o no lo es, trata de arrojar luz sobre el sentido de todo esto, sobre la finitud, sobre para qué hemos nacido y por qué tenemos que morir, sobre la reducción de nuestra errática materia a simples restos mortales. Y la imaginación (de la que se sirve la literatura, junto con el esmero formal y la misteriosa conmoción estética, para constituirse como tal) quizá no sea sino un rodeo para llegar a la verdad, que parece escapar siempre a nuestro control. Con este título, Cenizas, con este primer y magnífico libro de relatos acerca del destino final de cada existencia, todo belleza y terror, acerca de nuestra azarosa fragilidad, de nuestra identidad concluyente, a la vez despojo yacente y grácil reliquia, al tiempo hechizo y pavor, acerca de nuestra redención o nuestra condena, con este libro Alfonso Salazar ha demostrado ser un talento a la espera de un tema, estableciendo un tono para cada texto que no puede ser otro más que ése, y logra dar por cabales las palabras del cineasta ruso Andréi Tarkovski: “Cuando una obra nos conmueve, escuchamos en nuestro interior la misma llamada de la verdad que impulsó al artista a crearla”.




lunes, 21 de junio de 2021

Entrevista para "Prensado en frío"

 El poeta Javier Gilabert entrevista a Ángel Olgoso en la sección “Prensado en frío” de SecretOlivo, a propósito de Devoraluces.




ENTREVISTA PARA “PRENSADO EN FRÍO”

Ángel Olgoso deja tras de sí una colección que supera los 700  y con Devoraluces (Reino de Cordelia, 2021) pone el punto final de su obra entendida como ficción pura. Además, este último volumen nos lo entrega cargado de luz, a modo de celebración de la mera existencia. Lo recibimos en la Prensa de secretOlivo como se merece…


Javier Gilabert (J.G.): ¿Por qué este libro y por qué ahora?

Ángel Olgoso (A.O.): Devoraluces es, esencialmente, una afirmación vital. Supongo que nació como una defensa lógica contra la fragilidad humana y la fugacidad de todo. Y lo hizo en el momento adecuado y con la compañía adecuada. A cierta edad, resulta inevitable resaltar el ardor efímero de sentirse vivo frente a la amenaza del paso del tiempo, de la muerte o de un mundo con frecuencia oscuro y ruin. Por eso Devoraluces tiene esta dimensión celebratoria, quiere ser un libro benigno, abierto a los sentidos, poético, donde el lenguaje intenta festonear algo hermoso en cada renglón. En una ocasión, el amigo Miguel A. Zapata calificó mi obra como “una nave cargada de estrellas y calaveras”: a medida que estas últimas se van acumulando en el platillo de la realidad, más necesidad de luz hay en el otro platillo de la balanza, el de la creación, para compensar. A estas alturas, uno ya no se puede permitir el lujo de prescindir de los elementos de gratitud y dicha de la existencia, de sus fulguraciones sensuales, de sus misterios incapturables.


J.G.: ¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?

A.O.: Necesitaba un cambio de enfoque, dejar de pulsar (después de cuarenta años y casi 700 relatos) esa nota un tanto sombría, espectral o de humor negro, propia de un huésped de las tinieblas, de una estética romántica de vapores de plata en los que flota la luna, melancólica como el vuelo de una mariposa nocturna. Y en eso conocí en 2013 a la poeta y artista chilena Marina Tapia. Y su influencia benéfica potenció creativamente los textos de Devoraluces, este diálogo literario con la esporádica alegría de vivir, con los raros momentos de plenitud, con los sentimientos más positivos. A la dulce colisión con Marina se sumó, como otro propulsor decisivo, el reto involuntario del escritor y crítico Jesús Cotta: en su reseña de La máquina de languidecer se lamentaba de que a pesar de estar maravillado con mis relatos, estos se asomaban a un mundo oscuro y en ocasiones espantoso, invitándome a escribir textos “donde de pronto se haga la luz allí donde había solo oscuridad”. Recogí el guante.


J.G.: ¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?

A.O.: En Devoraluces el lector podrá encontrar algunas de las infinitas manifestaciones de la luz, desde el fulgor misterioso de las luciérnagas hasta las sencillas claridades que otorgan la bondad, la esperanza, la alegría o la compasión, pasando por la lumbre eterna de las historias y los sueños y por los incendios arrasadores de la creación artística y de la pasión amorosa. Todos necesitamos en nuestra vida una gota de luz que contrarreste esa noche que trae la miseria, la mezquindad, el dolor o la crueldad. Todos compartimos esa capacidad tan humana de maravillarse. Y me gusta pensar que la experiencia literaria nos ayuda a ver el mundo como un milagro.


J.G.: ¿Qué efecto esperas que tenga el libro en ell@s?

A.O.: Ojalá Devoraluces fuera recibido como un bálsamo para estos tiempos sombríos. Quisiera despertar en los lectores -según palabras de Cioran-“el deseo de una claridad ajena a la luz y de unas tinieblas que no dependan de la noche”, que el embeleso formal y la belleza prendan un chispazo emocional singular, que saquen al lector de sí mismo, que lo acaricien, lo arrullen o lo engullan ¿Qué efecto concretamente? Me viene a la cabeza una frase de Édouard Levé que le va a este libro como anillo al dedo: “Estaría bien conseguir un abrigo de luciérnagas”.


J.G.: ¿En qué medida veremos en él —o no— al Ángel Olgoso de tus anteriores obras?

A.O.: Como te comentaba antes, ahora hay un énfasis en la gentileza de la vida, en su lado acogedor, en los bienes elementales, en esa magia que a veces fluye como una gracia inesperada. Reconozco que mis libros anteriores eran más perturbadores, que buscaban explícitamente inquietar, pero podían causar una sensación de desesperanza. Otra novedad es que regreso al manantial primigenio del cuento para homenajearlo y despedirme de él (Homero, Las mil y una noches, Cervantes, etc.). No obstante, aunque en Devoraluces permanecen aún el sobrepujar de la imaginación, la lucha a muerte por el esmero de las palabras, el aliento poético y sensorial y el tratamiento atmosférico de la materia narrativa, algunos de sus textos dejan de surcar las resplandecientes aguas de la ensoñación y de las quimeras, y comienzan ya a apuntar más abajo, a ras de tierra: quizá voy necesitando los excitantes de la realidad (siempre destilados, nunca en crudo) para ponerme al rojo vivo. En cualquier caso, en todos mis libros continúo explorando literariamente el mundo como quería Bioy Casares, más allá de lo visible y lo elocuente.


J.G.: ¿Supone este libro un punto de inflexión en tu producción como relatista? ¿O quizá un punto y final? ¿Y a partir de ahora, qué?

A.O.: En efecto, Devoraluces es el punto final de mi obra entendida como ficción pura. En otros libros anteriores habían comenzado ya a infiltrarse algunas piezas de un universo fragmentario y multidimensional, que diría Vila-Matas, entre lo metafísico, lo ensayístico y lo confesional, pero ya tengo listo el primer volumen de esta nueva etapa más libérrima, titulado Madera de deriva. Siento cierto hartazgo de la ficción y, al mismo tiempo, mucha curiosidad y ganas de explorar este territorio fronterizo, mediante otros registros pero sin dejar totalmente de lado los mundos sumergidos y fascinantes de la imaginación. Si recapitulo, compruebo que me he dado a luz literariamente tres veces: en La Salle con la poesía (año 1973), en Cúllar Vega con los relatos (año 1978) y en La Zubia con los textos híbridos (año 2020). A pesar de tantos partos, estoy decidido a seguir intentando transfigurar de alguna manera esta condenada realidad.


J.G.: Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres relatos de ‘Devoraluces’, ¿cuáles serían?

A.O.: Intentaría salir del aprieto citando por ejemplo Villa Diodati, un relato fruto de una exhaustiva documentación de varios años, en el que la propia casa realiza una apasionada crónica de aquellas noches fundacionales y del delirio artístico que en 1816, el año sin verano, llevó a la creación de Frankenstein y del vampiro. También me quedaría con el especial, por íntimo, Émula de la llama, una especie de Cantar de los Cantares del frenesí erótico, de la delectación de los placeres, expuesto por orden alfabético. Y, por último, destacaría Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies, que es la concreción de un sueño de adolescencia: escribir libros de relatos compuestos únicamente por sus títulos, concentrando historias invisibles en las pocas palabras de su encabezamiento, como un blasón que contuviera todo el sabor del argumento, un reino de posibilidades que el lector podría completar después a su gusto y libremente.


J.G.: Por último, como lector, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?

A.O.: Como comprenderás, Javier, me encantaría que “prensaseis” a Marina Tapia, una creadora de nacimiento, genuina, integral, en la que confluye el fuego divino de la poesía con otros múltiples dones. Una de esas personas únicas que -como decía Villaespesa- “abren en la tragedia muda/ de tanta fatalidad/ un paréntesis de oro”. Creo, sinceramente, que frecuentarla a ella y a sus poemas sería un enriquecedor privilegio para los lectores.

jueves, 17 de junio de 2021

"Conjugación" en La Internacional Microcuentista

La Internacional Microcuentista ha organizado una Semana de protesta del 14 al 19 de junio de 2021. Entre los primeros microrrelatos sobre política, resistencia y activismo hay textos de Eduardo Galeano (Dicen las paredes), Ángel Olgoso (Conjugación) y Luisa Valenzuela (Este tipo es una mina).







lunes, 14 de junio de 2021

Reseña de Devoraluces en Infolibre

Da gusto comenzar la semana con una reseña tan completa y entusiasta de “Devoraluces” como la que ha publicado el escritor Pedro M. Domene en Infolibre.es.


                                        

EL MONSTRUO QUE SE ALIMENTABA DE LITERATURA

Pedro M. Domene 


Ángel Olgoso (Granada, 1961) plantea prodigiosos momentos en su forma narrativa, su expresión es milimétrica, su estilo es depurado y logra un efecto concreto y curioso porque la mayoría de sus relatos provocan una emoción, con esa facilidad que solo es capaz de regalar la pluma de los escritores verdaderamente grandes. Y si añadimos la precisión, la destreza y la fascinación que produce en el lector la maestría de su lenguaje, una característica esencial que se complementa con esa variada temática recurrente que encabeza la denuncia de un mundo imperfecto, los vaivenes y mixtificaciones de la Historia, su concepto de la imaginación y el mundo de las alucinaciones, el anverso y el reverso de lo visible, el misticismo de lo real, e incluso lo irreal, las evidentes carencias de los humanos y, en muchas de sus colecciones, un acusado lirismo, o quizá un intimismo aún más logrado.

La nueva entrega de Ángel Olgoso, Devoraluces (2021), reúne 14 piezas de diversa extensión y, una vez más, ofrece una amplia variedad temática y de registros que dejan esa huella personal del granadino. Los relatos enfrentan al lector a toda una serie de curiosos homenajes intertextuales respecto a obras universales como Las mil y una noches, el Quijote o la Odisea, y se convierte en un curioso viaje a la esencia misma de la literatura occidental por la que el mítico Ulises se pasea por distintas obras hasta llegar al siglo XX. Además, nos sumerge en una interesante y original revisión de la literatura erótica en una suerte de Cantar de los cantares que irá desgranando en microtextos, para terminar su recorrido con una exquisita poética sobre el cuento breve, una reflexión con la que el autor, pretendidamente, dejará atrás la ficción breve entendida como invención para entrar, según propósito, en una nueva etapa creativa.

Dentro del viaje al que nos invita, Olgoso propone en cada relato otro periplo dentro del mismo viaje, una suerte de bitácora de la mente fantástica del autor y de su extensa travesía vital, casi una sublimación íntima y apasionada de sí mismo y de su oficio a lo largo de una veintena de propuestas e historias, desde Los días subterráneos (1991) a Astrolabio (2020), que subliman el concepto de relato breve en su expresión más concreta. Y para más señas, con Devoraluces emprendemos el viaje por el complejo mundo del arte, tanto textual como visual, sin olvidar algunos apuntes biográficos que nos regalan referencias al mundo del cine, auténticos guiños de un cinéfilo, como se aprecia en el relato “Hajdú”, un personaje cuyos ojillos maliciosos recordaban a Charles Laughton, el elegante cinismo de George Sanders y la esnob pedantería de Clifton Webb.

Aunque en el primer relato, “Las luciérnagas”, ya se nos ofrece un viaje por la memoria, por los recuerdos del corazón, que nos acercan a una geografía ya perdida y a unos sentidos ya lejanos en el tiempo, aunque cercanos en las emociones y los sentimientos. Sobresale una memoria íntima y el homenaje a un tiempo ido, presente cuando es nombrado, y se rememoran esos lugares reconocidos por la nostalgia: la Vega, Charca de la Viña, Cruz de los Cigarrones, Cerrillo del Tesoro, El Salado, Acequia Gorda. El relato “Fulgor”, de la mano de Matteo y El Pajarillo, nos apunta el devenir de un senderista y su pasión por la naturaleza y los caminos que es la literatura y la vida. El eje literario de “La Rosa de los vientos” nos implica en un prolongado homenaje bibliográfico donde aflora el inquieto lector que Olgoso lleva dentro, y nos guía por las aguas procelosas de la literatura, un itinerario que conduce Ulises, alter ego del autor. El relato se llena de nombres que resuenan como una letanía, Polifemo, Cíclope, Crotón, Ligia, Laertes, Paris, Ítaca, Homero, o los más cercanos, Nautilus, Capitán Nemo y Julio Verne, Moby Dick y Melville, Swan y En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, Scrooge o el Cuento de Navidad, de Charles Dickens, James M. Barrie y la tripulación pirata de Peter Pan, Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, Basil Hallward y Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, Tom Sawyer y sus aventuras, de Mark Twain, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Davy Byrne y James Joyce, el niño Oskar Matzerath y El tambor de hojalata, de Günter Grass, Lázaro de Tormes, o don Quijote. Con el relato “Pelikan” nos lleva hasta la metáfora de un campo de concentración, y el siguiente, “Villa Diodati”, se convierte en una evidente propuesta metaliteraria que nos devuelve el protagonismo de Lord Byron, Percy B. Shelley y Mary Wollstonecraft en aquel palacio suizo, de tenebroso ambiente romántico, recreando el episodio como si se tratara de un momento literario único y fundacional de todo un género literario: el Romanticismo, porque Olgoso le tributa su particular homenaje de testigo privilegiado, y nos esperan escenas visionarias de futuros títulos universales.

El granadino, según afirma, no quiere ser “el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo”, y desde las primeras páginas nos lleva a las lindes del misterio y de la fantasía, acompañados de una palabra compuesta Devoraluces que parece estar escrita al trasluz, cual espejo en que mirarnos. El título, como una metáfora, nos lleva a la mitología griega y a sus monstruos con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, aunque, también, viajamos al Siglo de las Luces, a la Ilustración y sus fantasmas/mitos o al romanticismo de los seres góticos. Todo un esplendor de luz y también de sombras incluso el título, con esa palabra nueva compuesta de verbo más sustantivo: podría significar en lo más hondo el nombre de un monstruo bueno, que se alimenta de rayos de sol y de destellos de vida, o de esas migajas que desprenden nuestros sentidos.

“La ilusión del horizonte” es, casi, un viaje de precisas y sutiles enumeraciones, de frases cortas y simples, de abundantes puntos, de reiterada ausencia de comas y una enumeración de imágenes en un solo párrafo. “Okitsu” se traduce como una ofrenda verbal y nos transporta a los rituales de la infancia con esas palabras y el momento en que se aprendieron, abundan las oraciones extensas y compuestas, y un uso más frecuente de comas frente a los puntos, quedando dividido en dos amplios párrafos. “La arena de las historias” cuenta, de la mano del sultán Schariar y Schahrasad, una singular recreación de Las mil y una noches y subraya la oralidad de los cuentos, y deja testimonio de esa intertextualidad que rezuma el fértil reloj/desierto/vergel de Devoraluces. En “El calendario quimérico de lo que podía haber sido”, su néfesch nos sumerge en la luz y en la oscuridad; y, en el siguiente relato, “Medio real” transmutado en Cide Hamete Benengeli, y por añadidura en don Quijote de la Mancha y en Miguel de Cervantes, el autor nos traslada a Toledo y paseamos por sus calles. “Émula de la llama” es un curioso relato que encabezan dos citas, una de Petrarca y otra de Paul Klee. De exquisita textualidad, se convierte en un poemario de amor dedicado a Marina Tapia donde va “su voz destilándose en el alambique sagrado de la poesía”, un total de 22 poemas, 2 en verso y el resto en prosa, cuyos títulos inician otro viaje más, el del “erotismo en aluvión”: “Aljibe”, “Aspiración”, “Bocajarro”, “Calendario”, “Diapasón”, “Estrellamar”, “Gusto”, “Lactar”, “Lamer”, “Literatura”, “Maravilla”, “Nupcias”, “Oído”, “Olfato”, “Orbes”, “Parque”, “Patria”, “Puerta”, “Sudor”, “Tacto”, “Vista”, y un epílogo, “Apelativo”. Y es aquí donde sucede el milagro y el autor reconoce: “no acierto a definir la literatura; te has mezclado con ella”.

En “Odres nuevos” nos lleva a la Guerra Civil con Társila y Elisio, con Águeda y Amador, donde “durante tres años, a los hombres se les había ido cayendo la ceniza del corazón”. Y en la “Coda” final, que titula, “Nomenclatura Boghini para los dedos de los pies”, reúne hasta 30 entradas breves y elabora un auténtico ensayo de crítica literaria, reflexiones, deseos, explicaciones sobre la escritura, vuelven los homenajes/deudas/agradecimientos. Esos textos se convierten en metaliteratura en su estado más puro, porque frente a la página en blanco, se ejercita en conceptos de sintaxis y de gramática, y el autor se desdobla en un “constante principio de incertidumbre”, y enumera toda una lista de intertextualidad de biblioteca, y se recuerdan los nombres de Borges, Leopardi, Nicanor Parra, Benjamin, Hannah Arendt, Gombrowicz, Thoreau, Blake, Chateaubriand, Savater, Aramburu, Flaubert, Raymond Roussel o García Márquez.

Un libro como Devoraluces se merece un pormenorizado recorrido por sus páginas, porque, además, cada uno de estos cuentos podría reclamar aquel título de un relato que nunca se escribió, como al final leemos de la mano de Olgoso, y bien deberían titularse “los mejores relatos del mundo”.

domingo, 13 de junio de 2021

Reseña de Devoraluces en Quimera

Muy agradecido al escritor César Rodríguez de Sepúlveda por la luminosa y entusiasta reseña que ha engastado maravillosamente con las páginas de "Devoraluces". Su lectura certera y atenta a los detalles es de las que contagian amor por la cultura, de las que confortan y alimentan, de las que logran desvanecer la pesadez del día como una ola que retrocediese con la resaca. Ha aparecido en el número 450 (junio 2021) de la revista Quimera.





DEVORALUCES

César Rodríguez de Sepúlveda

Aunque la ilustración de sobrecubierta sea un grabado de Blake que dice, en el original, "así lloró la voz del ángel", aquí la voz de Ángel (Olgoso) no solo no tiene nada de lacrimosa, sino todo lo contrario: es puro júbilo, pura celebración, puro goce. Se afirma en la contracubierta que con este libro pone su autor "proa a un territorio luminoso", lo cual es absolutamente cierto, sin perjuicio de que se encuentre también en el libro el Ángel Olgoso que conocemos y admiramos desde hace años. Sigue firmemente en pie la apuesta del autor por lo breve, por la insinuación, por lo incompleto. Con más rotundidad si cabe, como atestigua la ensalada de textos con que se cierra el libro, la "Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies" (muy olgosiano esto de sembrar misterios con los títulos). La "Nomenclatura", a manera de fragmentaria poética, es la orgullosa declaración de independencia de un escritor que reivindica la libertad de imaginar: "el mejor texto es el perímetro virgen, el que tiene los atributos de la bruma, el espacio de vivir lo imaginario que puede expandirse como el universo, como un puño antes de ser mano abierta". Mejor imaginar que narrar, dice en otro momento, porque el acto de contar acaba por resultar repetitivo, rutinario, perdido ese fulgor inicial del encuentro de un mundo nuevo. Desde luego, sí algo no falta en la obra de Ángel Olgoso (uno, modestamente, ha leído unos cuantos libros suyos) es el ejercicio continuado de una desbordante imaginación. Imaginación que, incluso enjaulada en textos breves o hiperbreves (o quizá precisamente por ello), irradia una capacidad de sugerencia casi infinita.

En los textos que componen este libro encontramos estimulantes viajes por la historia de la literatura ("La Rosa de los Vientos", perfectamente orientada); cuentos que muestran otra perspectiva de los textos canónicos ("Medio real", "La arena de las historias"); una casa que espía a sus románticos habitantes ("Villa Diodati", que me ha recordado una preciosa novela de Mujica Láinez); miradas sarcásticas ("La ilusión del horizonte"); himnos al placer de imaginar ("Fulgor"); y artificios borgianos ("El calendario quimérico de lo que podría haber sido"). De todo hay en este gran bazar, en esta juguetería mágica, en esta selva exuberante de la imaginación. ¿El "modus operandi "? El del demiurgo que se divierte poniendo en marcha mundos fascinantes para abandonarlos en cuanto, muy bien pulidos, empiezan a brillar con luz propia. ¿Para qué seguir caminos ya trazados cuando es posible abrir, una y otra vez, otros nuevos?

El Olgoso inventor de mundos extraordinarios es también el genial orfebre de una prosa cautivadora, por lo precisa tanto como por lo sorprendente, por los hallazgos léxicos y por su fantástica y barroca arquitectura de enumeraciones y paralelismos, torres de Babel sintácticas como castillos de naipes que alcanzan altura sin perder su estabilidad.

Aunque, si todos los textos ofrecen una prosa extremadamente cuidada, hay uno en particular, que no es propiamente narrativa ni propiamente poesía, cuya osadía verbal es deslumbrante. En este texto extraordinario, "Émula de la llama" (título tomado de una silva del renacentista Francisco de Rioja), el tema es el erotismo vivido de forma intensa, exultante, expresado con una prosa tan arrebatadora que difícilmente se le encontrará un paralelo en nuestra literatura (pensaba en algún libro de Umbral, pero nada que ver: aquí la entrega gozosa desconoce los límites y el cálculo). La escritura del placer coincide y se identifica con el placer de la escritura, y es tan íntimo a veces lo que se nos cuenta que el lector puede llegar a sentir cierto reparo y preguntarse si no debería mejor cerrar la puerta y dejar solos a los amantes en su gozoso frenesí...

O sea, que están aquí, en buena compañía, el Ángel de las tinieblas y el Ángel enamorado, orbitando feliz en torno a su estrella, sediento de su luz. Y aquí están también el placer, y el amor, y la vida. Y la literatura. Feliz fiesta.


Reseña de Devoraluces en Qué Leer

 


jueves, 10 de junio de 2021

"Las huellas de los pájaros en el aire" en la revista Kopek

La exquisita revista literaria Kopek publica en su sección Creación el relato Las huellas de los pájaros en el aire, perteneciente a Breviario negro (Ed. Menoscuarto).



Recuerdo que graznaban las cornejas y que había una nubazón sobre el monte cuando encontramos al ángel. Los caminos del mundo lo arrojaron desnudo al final de la rambla, por la parte que da a nuestra vieja casuca. Parecía una bestia mansa y acorralada a la que le hubieran cortado los talones. Tenía, además, arañada su carne blanca de camelia, se le abuchaban las mejillas en busca de aire y aún agitaba el plumaje de las largas alas taheñas, que crujían delicadamente como la nieve bajo el primer sol de la mañana. Hermoso en su majestad derribada, su cara era de buena ley pero a sus grandes ojos pacíficos asomaba el bichito de luz de la soledad. El cabello, espeso y enredado, tenía el color de la cebada madura. Madre nos ordenó que metiéramos dentro a aquella criatura herida y amedrentada. Apenas podíamos con él los tres hermanos, tan pequeños éramos entonces. Desde el primer momento se levantó del suelo un olor fino a huesos de almendra, hasta que tumbamos al ángel en un recanto de la cocina, junto a la boca negra de la chimenea.

Recuerdo los días del hambre interminable. Ya no había leche con unto o uña de vaca, ni siquiera dulzonas vainas de algarroba. En ayunas, con escalofríos de calentura, andábamos al olor de cualquier animal que sirviera para unas magras. La alacena estaba vacía, las jaulas huérfanas. Recuerdo las rachas de cellisca, los días de no encontrar alma viva, le puertas cerradas a cal y canto. No pasaban cuadrillas de segadores, ni arrieros a lomo de mulo que nos lanzaran un cantero de pan duro. Tampoco se oía el algareo de los tratantes. Madre vestía siempre ropón de luto y tenía ojeras moradas de tanto desespero por el buche apellejado de sus tres hijos.

Recuerdo que Madre removió las brasas, calentó agua, la volcó en el lebrillo y, allí mismo, lavó al ángel como a un recién nacido al que se unge con aceite. Los reflejos de la lumbre y de las perolas de latón convertían las plumas mojadas en rojizas girándulas de fuego. Yo, el menor de todos, no podía apartar mis ojos de las alas, como cuando el hambre no estorbaba y se me iba la mañana en la áspera barrancada, mirando y remirando la piel brillante de las culebras, hocicado contra la manzanilla, la mejorana o las barbajas de pino. Madre sujetó la cabeza del ángel con una mano que no temblaba y, de un envión sin saña, le clavó en el cuello el afilado cuchillo de las matanzas. Madre no era de muchas hablas: a un gesto suyo, uno de mis hermanos arrimó una alcuza al canalillo de la herida para recoger la sangre. Rezumaba muy limpia, transparente como un jugo de perlas. Cuidando que no cuajara, la removíamos mientras cada uno bebía, impaciente, un cuartillo. Sabía -ahora puedo tasarla- a vino nuevo. Aquel trago, a poco de bajarnos, prendió la yesca de la gratitud en nuestros estómagos. Y la carne del ángel, clara y fresca como pulpa de fruta, dividida en partes iguales, aventaría los rescoldos del hambre durante semanas. Con la cabeza echada atrás, en sus ojos abiertos todavía amarilleaban unas centellitas de suave desconsuelo: Madre no había tenido corazón para cegarlo. Pero las alas, tras un último golpetazo desesperado, pronto aquietaron su rumor de hojarasca.

Recuerdo que con el cabello trenzamos nidos para atraer a las aves, y que se rellenaron almohadones con sus plumas lucientes. Recuerdo que fuimos espetando los bancales resecos con sus huesos, al modo de fierros blancos, y que se nos bendijo con renovadas cosechas. El hambre ya nunca vino tan apretada. Aunque se recele de las cosas que no son de creer, cualquier alimento es de buen labio para los necesitados. Sin embargo, desde que entramos a aquel peregrino distinto y gallardo bajo el techo de la cocina, desde que lo rematamos en una tierra ajena como cordero en medio de lobos, cargo con un fardel lleno de dudas: si aquel ángel que nos alimentó traía un mensaje a los hombres, si dejó algo de sí en los lugares por los que pasó, si embelleció la ingratitud con su inocencia. Aún hoy, oreado por tantos años en medio, me llega su fino aroma a huesos de almendra. Aún hoy guardo su cráneo seráfico, singular, esponjoso, en la vieja casuca a la que he vuelto para morir. Lo pongo sobre la madera deslucida de la mesa, sobre una tinaja, sobre una cómoda donde remuele la carcoma o sobre la paja de centeno del suelo de la cuadra, y no parece sino que aquella cabeza, de tan ligera, va a sostenerse en el aire, no parece sino que está a punto de elevarse y subir a pique con una gracia de pájaro volantón.

(Ángel Olgoso, Breviario negro, Ed. Menoscuarto, 2015)

martes, 8 de junio de 2021

Reseña de Devoraluces por Antonio Tamez-Elizondo

Comparto la extraordinaria reseña que en la Revista de Letras publica el escritor mexicano Antonio Tamez-Elizondo acerca de Devoraluces (Reino de Cordelia).


DE LA SOMBRA A LA LUZ

Antonio Tamez-Elizondo


Ocurre mucho, en especial cuando se desea animar a quienes pasan por un mal rato, asegurar que lo importante nunca ha sido el final de la historia, sino su trayecto. Es uno de esos suspiros de sabiduría popular que han perdido gran parte de su encanto, ya sea por culpa de la repetición o por no comulgar con el cinismo de los tiempos, aunque no significa que carezca de franqueza. Al menos en los terrenos de la ficción. Para los lectores, lo que importa no es que Frodo destruya el anillo en Mordor, sino cómo llega ahí desde la Comarca. Tampoco les importa mucho que el capitán Ahab logre vengarse del cachalote blanco, más bien que le dé la caza, o que Ulises llegue a Ítaca, sino los hechos por lo que tiene que pasar para encontrarse con su esposa y recuperar el trono de aquella isla.

    Sin entrometernos en las funciones más filosóficas y estéticas de la literatura, leemos, nos gusta creer, para vivir situaciones en las que normalmente no podemos, o no queremos, encontrarnos. Si el autor hizo bien su trabajo, nos mantendrá contentos por un puñado de páginas, y aquellos que tienen compasión en sus almas le perdonarán un desliz o dos si la conclusión no se compara al resto de la historia. Lo importante, se supone, es el camino.

    Todo esto está muy bien en lo teórico, pero lo cierto es que los finales no deben descuidarse. No son unos cuantos cristales de azúcar con la que se escarcha un pastel, sino el cierre de una labor que ha tomado esfuerzo para quien escribe y tiempo para quienes lo leen. Los hay para los que un mal final puede echar al lodo una experiencia por lo demás maravillosa. Ocurre sobre todo en historias en las que, Dios nos cuide, el protagonista cae de la cama y descubre que todo fue un sueño (y variantes de este pecado hay legión), o en cualquier otro final perezoso que apeste a los sudores de lo anti climático. Los escritores también se cansan, y es frecuente que pierdan el interés por encontrar un buen cierre al guion, novela o cuento en el que trabajan. Hay unos a los que incluso les da pereza encontrar una buena conclusión a su obra.

    Qué difícil es construir un buen cierre. Sobre todo, para quienes han llevado una carrera distinguida en este valle de letras. Requiere planeación, pensamiento, cálculo. La manera en la que se escribe el cuerpo de una narración puede llegar a ser de total espontaneidad, una conspiración entre musas y daimones, pero un buen final no es cosa del azar. Hay que considerarlo y mimarlo, darle la vuelta, observar cómo la luz ilumina cada una de sus caras. Ángel Olgoso trabajó durante cinco años en su más reciente libro, Devoraluces (Reino de Cordelia 2021), y el rumor que se escucha es que se trata de su última incursión en el cuento breve, género en el que ha demostrado una y otra vez ser una de las mejores firmas. La noticia cae como cubo de aceite hirviendo, y no es asunto de los chismosos inmiscuirnos en sus razones. De lo que sí se puede tener certeza es que, de ser verdad, Olgoso ha cerrado su obra con los mejores broches.

    También con un giro. Contrario a la tiniebla en sus colecciones pasadas, Devoraluces toma lugar en las horas diurnas de la ficción. El título engaña. Aquí la luz no se devora, más bien, se erige, como ocurre en Las luciérnagas, el primer relato, que da la sensación de una despedida a ese pasado de sombras y ficciones macabras. Llama la atención la cantidad de citas con las que abre el libro, trece en total, que funcionan como una especie de declaración de intenciones. En especial esa en la que Jesús Cotta invita a Olgoso a que, por favor, deje atrás tanta negrura para adentrarse en lo esperanzador.

    Lo cual no significa que caiga en el vacío del lugar común o la cursilería. Aquí ya no hay diablos, espectros, crueldades o sufrimiento metafísico, pero eso no quiere decir que dejen de asomarse por las comisuras de la luz que ahora nos concierne. La podredumbre sigue ahí, pero por el momento se mantiene a raya. Se intuye en la chusma curiosa que en Fulgor irrumpe en la felicidad del humilde Matteo. O en las reflexiones sobre el color azul que hace un superviviente de los campos de exterminio en Pelikan. Con la necesidad de un descanso a muchas de las atrocidades a las que en los últimos diez años nos hemos acostumbrado, relatos como estos parecen decir que sí, puede haber un mejor mañana, pero no conviene que bajemos la escolta.

    Algunos relatos son examinaciones de lo que ocurre cuando lo artístico se inmiscuye en terrenos de lo humano. Se observa, sobre todos, en Villa Diodati, el más extenso de los catorce reunidos, y que recuerda un poco a El año del verano que nunca llegó, de William Ospina. Entre el primer título y el segundo se comparten escenarios, personajes y un par de reflexiones, pero es ahí donde terminan los parecidos. Narrado desde el punto de vista de la pasillos y habitaciones, sus salas y sus jardines, la propia Villa Diodati espía los dramas y pecadillos de Byron, Shelly y Polidori, de los hombres y las mujeres que buscaron en el arte su propia luz interior mientras el resto del mundo se oscurecía por las cenizas que el volcán Tambora, allá en Indonesia, había escupido contra el cielo en el verano de 1816. «Cuando intenta conciliar el sueño», dice la Villa Diodati, «la señorita M. W. Godwin repara en que, del mismo modo que Franklin, Galvani o Volta en sus trabajos científicos, los artistas también persiguen descubrir el principio vital; poseen igual afán de engendrar algo novedoso, una nueva humanidad; traer el fantasma a la vida desde el dulce reino de lo siniestro, un monstruo sin pasado ni identidad, huérfano de especie.»

    Conocido es el gusto de Olgoso por Japón y su tradición cultural y literaria. Esto ya ha quedado comprobado en relatos anteriores, así como en Ukigumo, su colección de haikus, pero aquí aparece de nuevo en la forma de Okitsu, una estampa de aprecio por parte del narrador, tal vez el propio autor, hacia su padre. Las imágenes son fantásticas, tejidas de sueños, pero resalta la tristeza y melancolía en ellas. El deleite por estéticas orientales se repite en La arena de las historias, una inversión de fondo a Las mil y una noches. Es uno de esos juegos con la materia prima de la historia universal de la ficción, tan conocidos en las narraciones de Olgoso, y de los cuales aquí se encuentran otros dos. Por un lado, el cervantino Medio real, escrito en un estilo muy clásico, casi arcano, para fines de argumento y atmósfera. Luego está La rosa de los vientos, donde el Ulises de Homero hace un recorrido express por la literatura, encontrándose de paso, entre otros, con personajes de Julio Verne, Malcom Lowry y Herman Melville.

    Es posible que la joya de este libro sea El calendario quimérico de lo que podía haber sido, uno de esos relatos metafísicos que insinúan eternidades. Aquí el néfesch, una sutileza de la fuerza vital en el judaísmo, se presenta como una abstracción que encierra posibilidades, tiempos y universos. Un material con el que se podrían escribir varias enciclopedias, pero que la economía de palabras lleva a término elegante. Tan elegante como Odres nuevos, que, aunque toma lugar en un paisaje devastado por la miseria y la muerte, da espacio para que entre las ruinas surja un esbozo de erotismo, incluso ternura.

    Así como el tono más placentero de estos relatos es un vuelco al estilo acostumbrado por su autor, Devoraluces concluye con un cambio de registro. Ya no en la ficción, sino en el ensayo, o al menos en la hibridación de un cuento ensayado. Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies es una secuencia de argumentos para llevar a la microficción a su evolución última: contar historias meramente con sus títulos. «No pasa un día sin que sueñe con escribir un libro de relatos compuesto únicamente por sus títulos», confiesa Olgoso en la primera línea para después justificar semejante deseo. Y no es un mero capricho, pues tiene su lógica. «Si un cuento», escribe más adelante, «por ser género más antiguo que la novela, podrá vivir más allá de esta, entonces la rúbrica del título ha de perdurar sobre todos.»

    Y así concluye Ángel Olgoso su faceta de cuentista; o al menos eso es lo que se dice. ¿Qué podemos saber nosotros de las intenciones secretas de los demás? Lo cierto es que es difícil imaginarlo lejos de la escritura. Al contrario, se le puede ver en otras actividades propias de la carpintería del escritor. En algún universo paralelo, uno de esos contenidos en el néfesch, él pudo haber dedicado la primera parte de su carrera a la ensayística cultural y literaria antes de dar el paso a la ficción. Tal vez en este universo que compartimos ocurra el reverso.

    Con Devoraluces Reino de Cordelia conserva la misma calidad de su entrega anterior, la reedición ilustrada de Astrolabio. Es siempre un placer sentir el papel y la tinta con la que fabrican libros, los aromas que desprenden y la elegancia que aportan. Ligero y fácil de llevar, como sus relatos, si esto ha de ser lo último que Ángel Olgoso nos narrará como cuentista, fue todo un placer estar ahí para presenciar el final.


Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.