He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

sábado, 12 de marzo de 2022

Reseña de "Devoraluces" en Pliego Suelto, por Miguel A. Zapata

El escritor y querido amigo Miguel A. Zapata, auténtico baúl de prodigios literarios, a la vez vitriólico y encantador, publica su inmensa reseña de Devoraluces en la revista Pliego suelto. Su disección es, como siempre, generosa y profunda. 



LA 'DESPEDIDA' LITERARIA DE UN ESCRITOR: UNA RESEÑA DE DEVORALUCES, DE ÁNGEL OLGOSO

Miguel A. Zapata


A través del siguiente texto, el escritor Miguel A. Zapata analiza la colección de relatos 'Devoraluces' (Reino de Cordelia, 2021), de Ángel Olgoso (Granada, 1961), un libro que, de algún modo, puede interpretarse como una despedida del cuento canónico y que apunta a la exploración de otros géneros y subgéneros en futuras incursiones literarias. Olgoso es un autor de culto de la narrativa breve española y, recientemente, ha sido traducido al inglés, al alemán, al italiano, al griego, al rumano y al polaco.

La producción cuentística de Ángel Olgoso ocupa un lugar de privilegio entre lo mejor de la narrativa breve fantástica española reciente. Durante las últimas tres décadas, Olgoso ha dado a imprenta algunas de las más exquisitas y singulares aproximaciones a lo extraño y lo inaudito en nuestras letras. Ha transitado el cuento de terror clásico, el terror psicológico, el opúsculo truculento, la elucubración cientificista, el fantástico ortodoxo y también el heterodoxo.

Sus textos resultan fácilmente reconocibles por la impronta de un estilo erudito, libresco, brillante, barroco, no apto para paladares de degustación rápida, recogiendo el testigo de otros frecuentadores de mundos ajenos como Maupassant, Hoffmann, Lord Dunsany, Poe, Borges o Bioy Casares.

Despedida del cuento canónico. Por eso resultará capital para sus lectores lo que se anuncia en la contra de su último volumen publicado, editado con la exquisitez habitual por el pequeño (en proyección editorial, que no en calidad y producción) sello Reino de Cordelia. En ese texto de cierre se nos asegura que este será el último libro de cuentos de Olgoso, e inevitablemente la obra se leerá condicionada por esa certeza.

Partiendo de tal premisa, llama la atención la heterogeneidad de los textos, la aparente falta de esa cohesión, casi conceptual, que era marca de la casa en otras obras del autor como Los demonios del lugar, Astrolabio, La máquina de languidecer, Las frutas de la luna o Breviario negro.

Hay en Devoraluces un cierto regusto placentero a cajón de sastre en motivos argumentales, tonos y enfoques narrativos. Una intención juguetona de decantar entre el azar y la intuición cuentos, aforismos, prosa poética, microrrelatos y paratextos, lo que rompe esa tendencia habitual en los escritores de narrativa breve a la rigidez y linealidad discursiva en sus obras entendidas como producto unitario.

En Devoraluces gozamos a un Olgoso más libre, más flexible, más condescendiente con su vida y con su obra, liberado de muchos pesos íntimos y de determinadas inercias propias del escritor de largo recorrido. Si el resultado final resulta a sus lectores algo más deslavazado, disperso o falto de uniformidad que lo habitual en su medida obra, debe considerarse un paso adelante, una virtud propiciada por ese deseo de broche final de su autor para incursionar en territorios literarios más libres, como atestiguan sus alusiones a Roussel, Michaux, Gombrowicz, Thoreau o Aira.

Por primera vez, el autor parece despojarse de su tendencia natural al tono sombrío y al pesimismo como pupila única del mundo y sus cuitas. Olgoso parece encontrar por vez primera en la remembranza, el amor o las posibilidades infinitas de la voluntad humana un espacio para la luz, trabajado ello con la sutileza del adjetivo, la metáfora inusitada o el fogonazo revelador de una epifanía a contrapelo, como su admirado Huysmans proponía.

Con todo, su hallazgo no se limita a la liberación espiritual y al cambio de tercio argumental, sino que propicia una decantación matizada del lenguaje (como no podía ser de otra manera, tratándose de un estilista nato), sin perder por ello la esencia barroca y ubérrima de su estilo, que a veces se acentúa incluso con más vigor aún, como en un último tour de force, un puñetazo en la cara a los fanáticos de la literatura lacónica y funcionarial, que podrían perderse sin remedio en su prosa gozadora, culebreante y cegadora como el fractal de una lámpara de lágrimas en un esplendoroso salón versallesco.

Devoraluces. Así, en el primer cuento del libro, titulado “Las luciérnagas”, se teje una evocación de la infancia que resulta sorprendente en el autor, acostumbrado a tratar en sus obras a niños y niñas no como tiernos querubines proveedores de dulzuras sino como un estadio más en el itinerario de nuestras iniquidades. Aquí, la etapa iniciática de la vida humana se conceptúa como bálsamo que anticipa y a la vez sirve de apósito eficiente a la decadencia obligada de la madurez y la senectud.

La infancia será en estos párrafos la única justificación posible de cualquier biografía, condenada inevitablemente a la extinción. Y el recuerdo de las horas felices, de la búsqueda de una imagen sagrada e inmutable en los juegos pueriles como coartada contra la corrupción de los años.

La fábula “Fulgor” incide en esta luminosidad nueva (o desde un ángulo desusado) de Olgoso, al proponernos un personaje de irreprochable bonhomía que encara la adversidad con un optimismo contagioso, tanto como una pandemia de amor que atrajese hacia él a todos los habitantes de las tierras circundantes. Se plantea entonces una alegoría sobre el poder emancipador y salvífico de los buenos sentimientos.

Aun así, asoma, de forma casi elíptica, el Olgoso inquietante, indagador de perversiones en rincones insospechados, desconfiado siempre de la pureza de las emociones, al escamotearnos el encuentro final de Matteo con sus acólitos, cegados por el amor que este irradia. Quizá no sea posible contentar a tantos devotos con la simple bendición de un sentimiento que, intuimos, solo puede sobrevivir en la distancia más corta de la pareja o los lazos familiares más íntimos, no como buena nueva universalista y ecuménica.

Olgoso refuta, delicadamente, en este relato las grandes revelaciones espirituales de las masas postradas ante sus respectivos mesías o gurús, abogando por contra, como veremos más tarde en otros textos, por la inmensidad del sentimiento amoroso como discreto pas de deux.

“Villa Diodati” (textos ya incluidos en el volumen colectivo Diodati, la cuna del monstruo, de 2016) recoge en una gavilla de breves apólogos o relatos todo un homenaje a las míticas jornadas y noches de Mary Shelley, Percy Shelly, Byron y Polidori junto al Lago de Ginebra en el extraño verano de 1816, con la gestación de Frankenstein como hito.

Aquí, la monstruosidad literaria, uno de los vectores preferidos de la cuentística de Ángel Olgoso, sobrevuela los textos y se cuaja como un ensayo sobre la propia obra literaria: su gestación, su pathos, su virtus proveedora de libertad en la creación, su pervivencia atemporal en el corazón de cada artista, alegoría y carne narrada, aliento de espíritus jóvenes, bella transfiguración del monstruo oculto en impulso creador (“Solo aquello que hace temblar posee la virtud de lo vivo”, afirma el narrador).

Sucede aquí algo inusual en Olgoso, algo que presagiaba ya el cambio de tercio de su producción: el motivo fantástico no se desarrolla tanto como entidad autónoma ni como finalidad narrativa sino como epítome metafórico y abstracto del proceso constructivo del poeta, de la singularidad de su espíritu.

Los motivos olgosianos clásicos también se recogen en este volumen postrero, concretamente en el relato breve “El calendario quimérico de lo que podría haber sido”. El Nefesch se nos muestra como una suerte de Aleph de las vidas irrealizadas cuyo fin es concretar una teoría estática de la existencia entendida como suma de lo probado, lo probable y lo inaudito, una summa casi teológica de las tres grandes patas de la silla de la narrativa de Ángel Olgoso: lo racional, lo metafísico, lo patafísico. Es, en el fondo, un texto ensayístico sobre su propio quehacer literario con la forma sintética de una fábula.

Pero si hay en esta obra unos textos que ejemplifiquen de forma incontestable este giro de Olgoso hacia la luz son los que componen “Émula de la llama”, que despliegan un homenaje al amor redescubierto en todas sus facetas: emocional, sexual, sensorial y espiritual. El autor se abre al posible juicio del lector como nunca lo había hecho antes en sus escritos. Son estos opúsculos hermosos y radicales homenajes en prosa poética o verso libre a la persona amada, deshilachando las fronteras entre géneros, hibridándolos, al tiempo que se despliega también la maraña del afecto y la pasión por el otro, un acto de extrema condensación expresiva en contraposición a la progresiva liberación vital del autor.

Explícitamente sexual, sensual, a veces hermosamente pornográfico, el yo del autor brota de forma desprejuiciada, sin la cortapisa ni la máscara de la ficción, un confesionario lúbrico que es también un grito primario, redentor, como propusieron musicalmente John Lennon y Yoko Ono en aquella infinita primavera del amor y los cuerpos entre sábanas y pianos blancos.

Dice Olgoso, fusionando autor y narrador: “La literatura se me ha vuelto insípida desde que me alimento de ti”. Y no cabe duda de que esa segunda persona, ya no interpuesta sino interpelada directa y honestamente, es parte de la deriva literaria y luminosa de este libro.

Los relatos finales de “Coda” (con el extravagante subtítulo “Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies”) son, como epílogo fulgurante, un alegato ficcional a favor de la reducción o síntesis de la literatura a lo esencial, casi una declaración de intenciones para lo que tenga que venir o una reivindicación de sus textos más cercanos al tuétano.

En esa reductio propone Olgoso esquematizar, esqueletizar o decantar los textos en exclusiva hacia sus títulos.

En definitiva, una propuesta radical: el texto será lo insinuado, lo no dicho, lo propuesto apenas, la insinuación e infinitas posibilidades del concepto de narración más allá o más acá de lo desarrollado en el propio texto, una defensa de la enajenación o desaparición de las palabras en un mundo dominado por ellas.

Este alegato resulta paradójico por dos razones: contraviene la exuberancia estilística del propio autor y entroniza la brevedad esencial en párrafos largos, inacabables, enemigos de la pausa, ricos en adjetivaciones y frondosidades verbales.

Quizá anticipa aquí Ángel Olgoso (“El lenguaje no garantiza comunicación alguna”, afirma tajante) una irónica despedida, una más de sus habituales paradojas literarias, una despedida hacia otras voces, otros ámbitos, sembrando finalmente la duda de si el jardín de senderos que se bifurcan será algo nuevo o una nueva forma de surcar los mismos mares.

Una defensa de la zona fronteriza, de esa impura e indomeñable región que habita siempre la buena, la alta literatura y que el autor granadino ha frecuentado con maestría.