He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

sábado, 15 de mayo de 2021

Reseña de Devoraluces por José Ignacio García

Comparto la extraordinaria y entusiasta reseña de Devoraluces que el escritor y crítico José Ignacio García ha publicado en La Nueva Crónica (Diario leonés de información general)

 



LUZ


JOSÉ IGNACIO GARCÍA


«En tiempos de los reyes Sasánidas, las palabras eran todopoderosas y, como tales, de una gran persuasión a la hora de otorgar sus favores: enlazadas unas con otras se convertían en cuentos maravillosos; solas, en talismanes y fórmulas mágicas». Así comienza ‘La arena de las historias’, uno de los catorce prodigios literarios –en realidad (y en la fantasía) son infinitamente más– de los que da cuenta un índice que anuncia un libro hermoso y cuidado hasta el más mínimo detalle, desde su cubierta hasta el colofón.


Y no puede ser más certero ese inicio, porque así son los cuentos que integran ‘Devoraluces’: maravillosos, mágicos, plagados de palabras omnipotentes, de frases inmortales, de inicios con armonía de arpegio y de finales bañados en oro que dejan en el oído el tañido cantarín de una campanilla de cristal.


Decir que Ángel Olgoso juega en la liga de la excelsitud, no es decir nada nuevo. Pero quizás sí lo sea esta nueva óptica, esta manera de ofrecer a los lectores un aliento literario más luminoso, más alegre, más intimista, pero siempre evocador.


No hay un hilván conductor –ni falta que les hace– entre estos relatos deshilachados. Su autor nos lleva en todo momento por donde quiere, en un viaje vertiginoso por los confines de la imaginación, de la vida, de una forma de ver la literatura con la mirada que solo los genios la pueden ver y contar.


A lo largo y ancho de este océano de sensaciones, Olgoso deja ir en ocasiones a la deriva sus palabras, como si fueran barcos de papel arrastrados por un aliento poético de una belleza conmovedora y párrafos continuos que no dan tregua al lector; en otras sitúa la escena en teatros imprecisos, como el de esa guerra que podría ser cualquier guerra, con esa mujer que amamanta a un soldado moribundo, o el de ese cálido verano alumbrado de luciérnagas o el del hombre solitario y feliz que contagia su alegría a los habitantes de su comarca; en otras hace revivir la voz de Cervantes y la de las novelas de caballerías de los tiempos del Amadís de Gaula, o se convierte en un Ulises que recorre en su odisea particular libros eternos, autores y personajes imprescindibles de la literatura universal, o vive sueños en la India o forja ruedas e historias en Japón, o deja que sea la Villa Diodati, donde se encontraron en cierta ocasión Lord Byron, el matrimonio Shelley y el doctor Polidori, la que cuente con una prosa densa y maciza como sus paredes los secretos de los días que allí pasaron juntos, o le da la vuelta a Las mil y una noches, para desvelar la relación entre el sultán y su amada de una forma que a nadie antes se le hubiera ocurrido pronosticar.


Pero si hablamos de amor, mención especial merece ‘Émula de la llama’, relato en el que el lector se siente bamboleado por una doble sensación de ser al mismo tiempo cómplice de la felicidad e intruso en la intimidad de una de las más bellas relaciones de pareja que jamás ha presenciado a través de esa vidriera en que se convierte el papel, cuajada de confesiones, de confidencias, de sentimientos, de compromisos, de declaraciones, de vivencias, de verdad. Porque con su lenguaje de terciopelo unas veces y de lanza que perfora hasta el tuétano otras, Olgoso inocula en nuestras venas el virus de la pasión más desenfrenada, del erotismo más carnal y elegante, de la adoración más desmedida, la que convierte a la mujer amada en Maravilla, Luz y Patria a la vez.


Continuamente se le erizan los vellos al lector, se le saltan lágrimas emotivas, siente ganas de estrujar el libro entre sus brazos, de colmarlo de besos mientras «añora todas esas cosas que no ocurrieron jamás pero son siempre». Y así llega a un broche que marrota quilates, donde Olgoso nos regala a guisa de coda un amasijo de ingeniosos títulos que son microcuentos en si mismos: «Una bandada de uñas volando hacia el iris, Tres domingos por semana, Dos ciegos ante una ventana fumando la pipa de la paz de Bresninikov, Espada de granizo...», junto a un ideario que confronta con muchas de las anotaciones que uno ha ido garabateando con su caligrafía apresurada y masticable mientras leía…


Porque en ‘Devoraluces’ al lector le queda la sensación de encontrarse ante una literatura escrita para ser disfrutada más que comprendida, edificada con una semántica ampulosa no apta para todos los públicos, pero que anima a seguir adelante en aras de la belleza, en lugar de recurrir al diccionario cuando una palabra atora el texto. Y así el autor «es consciente de su deficiente hospitalidad para con el lector cómodo. Aunque tal vez el activo encuentre su impulso disculpable».


Se trata también de una literatura fronteriza entre la narración y la poesía. Se puede leer en voz alta o escuchar con la mirada ciega sin discernir del todo si se está paladeando la prosa más sublime o el verso más estremecedor, y así reconoce el narrador su «libertad para cambiar de género, para cruzar distintos soportes…», y afirma que «mientras el escritor se encuentra limitado por su poder creativo personal, por sus sentimientos y opiniones, por su biografía, el lector opera al azar, elige el modo en que la imaginación se pone en escena, desata sus potencias, acota el marco, opta por el formato, demostrando que solo merece la pena el viaje que se hace con los ojos cerrados».


Precisamente, podría cerrar esta recensión apelando a otro ramillete de palabras opacas y plebeyas extraídas de mi zurrón; pero utilizaré el socorrido recurso del verbo soberano y centelleante del propio autor nazarí, que lo resume todo cuando dice que «situemos al lector ante lo incógnito, ante una ventana abierta al vértigo, ante un libro sin espacio, sin tiempo y sin personajes, un libro indeterminado, de vacíos contornos, sin existencia efectiva, hecho de pedazos de ensueño, un libro etéreo, y tan inefable que encierra en sí mismo el mundo fenoménico sin guardar nada».


Todo eso y mucho más es este deslumbrante fanal de luz; este libro que palpita en cada imagen, en cada metáfora, en cada verso; esta nueva joya de la narrativa contemporánea, que perdurará como un arrayán siempre en flor.


Reseña de Devoraluces por Custodio Tejada

Es difícil encontrar palabras para agradecer a Custodio Tejada su impresionante reseña de Devoraluces: generosa, exhaustiva, laboriosa, a la vez panorámica y microscópica, llena de frases subrayables, iluminando rincones de los que ni el mismo autor era consciente. Os dejo con unos párrafos seleccionados. La reseña completa se puede leer en el siguiente enlace:

http://custodiotejada.blogspot.com/2021/04/devoraluces-de-angel-olgoso.html 
 



Aunque uno no puede ir de profeta, ni saber cuál será el juicio del tiempo, de la historia y de los lectores futuros, sí se puede aventurar y afirmar hoy que Ángel Olgoso es un firme candidato a “Clásico” en la Gala de la Literatura Española.

Al principio de la lectura de “Devoraluces” el jugador se puede “bugear” un poco, sobre todo si está acostumbrado al Ángel Olgoso más sombrío y fantástico. Pero antes de leerlo linealmente, hago unas catas aleatorias entre sus páginas y de repente descubro la “pulpa firme pero jugosa que se descubre cuando un melón es calado con brío por la navaja”. Cuando lees “Devoraluces” especialmente, pero también cuando lees cualquier otro libro suyo, sus palabras, como “amebas de luz”, te acercan al néfesch que las habita y actúan como sublimación/justificación o explicación de un temblor, el de Ángel Olgoso y su peculiar iconografía literaria. Sus relatos son iconos de una mente erudita, despierta y juguetona, de una imaginación privilegiada y un saber hacer casi alquímico.

El título sugerente de “Devoraluces”, como un ser quimérico a modo de destello de luciérnaga y “canto de alondra” que huele a despedida de Ave Fénix, nos señala la declaración de intenciones del autor: “No ser el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo” –nos revela en la página 134. Y así, desde el principio, nos lleva a las lindes del misterio y la fantasía a lomos de una palabra compuesta. “Devoraluces” está escrito al trasluz, como un “espejo ustorio”. ¿Pero… y si el libro fuera “una alegoría de la fertilidad” y de la felicidad? El título, como una metáfora, me lleva por sinestesia o serendipia, no lo sé bien, a la mitología griega y sus monstruos con cabeza de león-vientre de cabra-y cola de dragón, pero también al Siglo de las Luces, a la Ilustración y sus fantasmas/mitos o al romanticismo de los seres góticos. Con todo lo que allí hubo de luz, pero también de sombra, como un cepo a la espera de la herida brutal que secciona. Incluso hasta cierto punto el título, esa palabra nueva compuesta de verbo más sustantivo, pudiera significar en lo más hondo de su significado el nombre de un monstruo bueno, que se alimenta de rayos de sol y destellos de vida, pero también de las migajas que desprenden nuestros sentidos. Olgoso, aquí, no busca cualquier luz, sino la luz de la nostalgia, la luz primigenia, la de la vida hecha sugerencia o recuerdo que proyecta delicadas sombras chinescas en la mente de los lectores.

El autor, para alcanzar la Ítaca que nos propone, juega en sus renglones al “geoescodite”, y nos presenta unas maniobras de “realidad/virtualidad aumentada” e interactiva. Y así frecuenta distintos géneros, diferentes registros, y va de lo narrativo a lo poético (encontramos el poemario Émula de la llama como una isla en medio). Y ya sea en prosa, prosa poética o en verso, algunos de sus relatos son otros libros dentro del mismo libro, ensamblados con un efecto matrioska marca de la casa. Formando un “paisaje como gélida ágata” (p. 47), que a veces incluso nos deja cierto sabor gongorino entre los oídos. Si en Olgoso cada palabra es una puerta giratoria que más que abrir o cerrar lo que hace es sugerir, con la adjetivación lo que consigue es delimitar o expandir la capacidad de asombro o la dosis de misterio, extender su magia, practicar la alquimia del lenguaje. Un mundo simbólico e iconográfico, casi onírico impregna su palabrario, que es mucho más que un acuario de palabras o un acantilado repleto de cantos de sirenas. El territorio “Olgoso” es amplio, tanto que daría para hacer una gran retrospectiva. Con una veintena de libros publicados nos damos cuenta que estamos ante un escritor de gran recorrido, con una trayectoria que lo avala como “uno de los autores de referencia del relato breve y fantástico en español”. Sus relatos, como iconos de una fe antigua o como retazos de un grimorio, perduran en la imaginación del lector, en ese mundo paralelo que va y viene de la realidad a la escritura, de la imaginación a los sueños. Ahí está Wikipedia y demás artículos de opinión para profundizar en la figura alargada del autor y su bibliografía. Ángel Olgoso escribe “paladeando cada sílaba como si fuera esponjoso pan de azúcar”. “Las palabras pronunciadas” por su pluma se convierten en puertas a otras dimensiones, y como si fuera Hajdú en su propio cuento, despierta el mundo del lenguaje para postrarlo a tus pies de lector incansable y paciente.

Varios itinerarios surcan el libro, nos marcan un rumbo. Uno es las dedicatorias. Abre el libro con una dedicatoria principal, casi como un aljibe o un parterre: “Para Marina, mi compañera, mi luz”. Todos los relatos están dedicados a alguien, marcando una ruta sentimental y de agradecimientos. Otro itinerario son las citas y los nombres que menciona o invoca: Marco Aurelio, Leonardo Da Vinci, Xavier de Maistre, Conde de Lautréamont, Vincent Van Gogh, William Faulkner, Franz Kafka, Jorge Guillén, Claudio Rodríguez, Annie Dillard, Pere Gimferrer, Marina Tapia, Jesús Cotta, Petrarca, Paul Klee… Otro camino son los libros y los autores que campan por sus páginas, otro sería el hilo temporal o el orden de los textos… Nombres, dedicatorias y citas como “fanales de cuento de hadas” que proponen “un diálogo luciente de chiribitas” en el estómago lector.

Dentro del viaje general, cada relato es otro viaje dentro del mismo viaje, una especie de diario de a bordo de la mente fantástica del autor y de su travesía vital escritora/lectora, una sublimación íntima y apasionada de sí mismo y de su oficio para “ser amanecer y anochecer a un mismo tiempo” (p. 116). Los catorce textos son relatos proteicos, densos, que beben de todas las fuentes y que se convierten a su vez en fuente intertextual y biográfica, casi de telaraña o red. Las referencias al cine, como guiños de un cinéfilo, aparecen en sus relatos. “Hajdú… que tenía los ojillos maliciosos de Charles Laughton, el elegante cinismo de George Sanders y la esnob pedantería de Clifton Webb” (p.19), donde lo que no dicen las palabras lo añaden la imagen de dichos actores. Como un Messi del relato, nos da un centenar de fintas y regates (de personajes y libros, de quiebros y requiebros, de nombres y aventuras…), en unos cuantos párrafos nos voltea tantas veces que quedamos a expensas de las exclamaciones y las interjecciones que tengamos más a mano, pero sin demorarnos mucho, que hay que tomar aire y seguir el recorrido de orientación que nos ha preparado.

En el relato “Las luciérnagas” nos ofrece un viaje por la memoria, por los recuerdos del corazón, que nos acercan a una geografía ya perdida y a unos sentidos ya lejanos en el tiempo, pero próximos en las emociones y los sentimientos. Brilla la memoria íntima y el territorio, el homenaje a un tiempo ido, pero presente al nombrarlo. Una retahíla de lugares ofrecen el mapa de una nostalgia: la vega, Charca de la Viña, Cruz de los Cigarrones, Cerrillo del Tesoro, El Salado, Acequia Gorda... Y como “una puñalada de luz” “Hajdú” y el mundo de los sueños, que “Salvo ellos, todo es ficticio en el mundo”. Con “Fulgor” y “su dulce conversar” nos apunta el devenir de un senderista que es “una pleamar de inocencia y cosas menudas”, una pasión por la naturaleza y los caminos, de la mano de Matteo y El Pajarillo que es la literatura y la vida. En “La Rosa de los vientos”, su eje literario, nos hace un homenaje bibliográfico donde aflora el lector que lleva dentro. El relato, como si de unas cartas náuticas se tratase, nos guía por las aguas procelosas de la literatura, dejándote exhausto en su viaje. Es un itinerario lector conducido de la mano de su alter ego Ulises. Lleno de nombres, mitológicos o no, que resuenan como una letanía, (Polifemo, Cíclope, Crotón, Ligia –ya sea como sirena o como amada del general romano Vinicio- Laertes, Paris, Ítaca, vino de Maron, Homero, Nautilus Capitan Nemo Julio Verne, Pequod Mobi Dick Melville, Swann Vinteuil En busca del tiempo perdido Marcel Proust, Scrooge Cuento de navidad Charles Dickens, obra teatral de James M. Barrie y la tripulación pirata - Esmee y Starkey- de Peter Pan –el niño que volaba y no quería crecer, Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, Bail Hallward y Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, la Banda de Tom Sawyer y Mark Twain, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Davy Byrne y James Joyce –personaje y autor de Ulises, Oskar Matzerath y el tambor de hojalata de Günter Grass, Lázaro de Tormes, don Quijote y el Freeman´s Journal…). Con el relato “Pelikan” y su reguero “de ausencias y recuerdos” nos lleva hasta la metáfora de un campo de concentración y “A la ruina y el desamparo. A las amenazas. A un cielo de metrallas. A once horas de trabajo diario”. En el relato “Villa Diodati”, con un claro componente metaliterario, nos introduce (de la mano de Lord Byron, P. B. Shelley, M. W Godwin) en aquel palacio suizo y en el romanticismo. Y como si fuera un momento literario único y fundacional de un género literario, Ángel Olgoso le tributa su particular homenaje de testigo privilegiado en un tour de force. Allí nos esperan quince escenas visionarias con sus títulos respectivos, y otra vez sus letanías de perlas geocaches (“lecturas de Tasso y Coleridge, Phantasmagoriana, El paraíso perdido de Milton, Gibbon, F. Bonnivard, Voltaire, Rousseau, Madame de Staël, Goethe, Séneca, la Biblia, Nerón, Calígula, el Ángel Caído y Adán, “un poco de luz y un poco de sombra” p.55). En “La ilusión del horizonte” un recorrido/viaje de enumeraciones, frases cortas y simples, uso de puntos y ausencia de comas y un aluvión de imágenes en tropel en un solo párrafo nos espera, como si viajáramos en un tren hecho de palabras. En “Okitsu”, como un “festival de Kamo”, una ofrenda verbal nos transporta a los rituales de la infancia y sus palabras-milagro, donde rememora el momento en que aprendió “que el silencio es más elocuente que el sonido, pero las palabras de mi padre… removieron mi mente y mi corazón”. Aquí se usan oraciones largas y compuestas, y un uso más frecuente de comas que de puntos, dividido en dos párrafos. “La arena de las historias”, de la mano del sultán Schariar y Schahrasad, nos hace volar hasta “Las mil y una noches” y la oralidad de los cuentos, y a toda la intertextualidad que rezuma el fértil reloj/desierto/vergel de Devoraluces. En la página 73 nos dice metalingüísticamente: “las palabras eran todopoderosas y, como tales, de una gran persuasión a la hora de otorgar sus favores: enlazadas unas con otras se convertían en cuentos maravillosos; solas, en talismanes y fórmulas mágicas”. “El calendario quimérico de lo que podía haber sido”, como crisálida, nos engendra “en la hiedra del instante” y su néfesch, nos sumerge en la luz y en la oscuridad. Y otra vez la letanía de nombres e intertextualidades (Josué, Ormuz y Ahriman que nos puede teletransportar a Lucifer y Ahriman de Rudolf Steiner o al Zoroastrismo, Hitler, Gavrilo Princip, Newton, Alarico, reino de Ugarit, biblioteca de Alejandría, “Cronos no devora a sus hijos”). En el relato “Medio real” transmutado en Cide Hamete Benengeli, y por añadidura en don Quijote de la Mancha y en Miguel de Cervantes, nos catapulta a Toledo y sus calles. Y a los lectores nos convierte en la burra de Balaam y en Diego Torrearias, quizá para “librarse(librarnos) de recelos, de los inquisidores”. “Émula de la llama” no es un relato más. Dos citas abren sus estancias, una de Petrarca y otra de Paul klee, a modo de écfrasis. Es un poemario de amor dedicado a Marina Tapia donde va “su voz destilándose en el alambique sagrado de la poesía”. Un libro dentro de otro libro (efecto matrioska). 22 poemas, dos en verso y el resto en prosa. Los sentidos y las sinestesias nos encandilan e hipnotizan. Y al leerlo el autor nos convierte “ipso facto” en lectores voyeristas, como si Velázquez estuviera pintando “Las meninas”, en este caso, Ángel Olgoso y sus 22 espejos que nos meten dentro de la escena. Los títulos nos inician en otro viaje más, el del “erotismo a raudales”: Aljibe, Aspiración, Bocajarro, Calendario, Diapasón, Estrellamar, Gusto, Lactar, Lamer, Literatura, Maravilla, Nupcias, Oído, Olfato, Orbes, Parque, Patria, Puerta, Sudor, Tacto, Vista, Epílogo: Apelativo. Y es aquí donde sucede el milagro y el autor lo reconoce: “no acierto a definir la literatura; te has mezclado con ella” p.97. Ahí está la clave. Con esos dos hilos, fundamentalmente, Literatura y Marina (a partes iguales) (o con los hilos de biografía y de lecturas) ha ido entretejiendo todo el libro y su horizonte de sucesos, el paño dorado y luminiscente de su poética, en una perfecta simbiosis. En “Odres nuevos” nos lleva a la Guerra Civil con Társila y Elisio, con Águeda y Amador, donde “durante tres años, a los hombres se les había ido cayendo la ceniza del corazón”. Y en la Coda final, “Nomenclatura Boghini para los dedos de los pies”, con sus 30 estancias, elabora un ensayo/caminata de crítica literaria, reflexiones, deseos, explicaciones sobre la escritura, más homenajes/deudas/agradecimientos... Metaliteratura en estado puro, pero también metafísica. Nos habla de la página en blanco, de la sintaxis y la gramática. En él, el autor habla del lector, que él mismo ha sido y es, o sea, que se desdobla en un “constante principio de incertidumbre”. Y más letanías de nombres en una intertextualidad de biblioteca (Borges, Leopardi, Nicanor Parra, Benjamin, Hannah Arendt, Gombrowicz, Thoreau, Blake, Chateaubriand, Savater, Aramburu, Flaubert, Raymond Roussel, García Máquez…) Solo le ha faltado a Ángel Olgoso que se transmutara en Alcuino de York y nos dijera como aquél: “Qué dulce fue la vida mientras nos sentábamos tranquilos entre los libros”, o a modo de epitafio nos dijera: “Ruega, lector, por mi alma”.

Ángel Olgoso sabe que “el alma se puede curar por medio de los sentidos” y por el amor, pero también por la literatura. ¿Qué es lo que nos propone el autor en realidad? ¿Qué es “Devoraluces”? ¿Es el testamento vital y lector de Ángel Olgoso, su último juego fantástico, la herencia iconográfica de un autor clásico, o un deseo de compartirse en “el afecto de las almas afines”? ¿Es un mapa, una ofrenda, un itinerario sentimental y de pensamiento, un camino hacia la felicidad? ¿Es un quinqué, un incendio, un fuego que quiere alcanzar el fulgor de la luz y un estilo a seguir? ¿Es un sueño, y he ahí la paradoja y el acierto, que la realidad es sueño y que la escritura es la mejor realidad, entroncando así con nuestros clásicos? ¿Y si fuera solo un libro trampa, de poemas y relatos, un compendio del ser íntimo y juguetón de Ángel Olgoso o el final de una partida de Brawl Stars? Una de las herencias más preciadas que siempre deja la lectura de este autor es la gran fuerza “collage” de esas imágenes iconográficas que deja impresas en la mente del lector. Se nos dice en la página 70 que “el verdadero misterio, el verdadero encanto, reside(n) en la belleza de darse a los demás”, y eso es precisamente lo que hace “de manera fantástica” Ángel Olgoso en “Devoraluces”, entregarse a sus lectores y a su amada de una forma divertida y lúdica. Si tuviéramos que pintar de algún color este libro, ése sería el azul, no cualquier azul, sino el que se convierte en “un arroyo creciente de ausencias y recuerdos” de una época que termina “añilándolo” todo “para siempre”, y también de las grandes presencias que hay en su vida y en sus lecturas. Pero ésta es solo la opinión lectora de Custodio Tejada y quizá haya que “anticipar la ejecución de es(t)e pobre ser al que habían sorprendido leyendo un libro”, para erradicar de una vez por todas el “perecedero poder del último lector vivo”. Y perdonadme que me haya excitado con la oratoria, pero es un libro para excitarse y arder en la llama viva del verbo y de la pasión. El libro-sueño titulado Devoraluces “es suyo. Usted perdone”, amigo lector, yo solo le paso la vez del efecto matrioska que supone la lectura de un libro como éste, ya que queda espacio de sobra para recoger el testigo y seguir creciendo en su hoguera de palabras.



Reseña de Devoraluces por Santos Domínguez

Comparto la versión completa de la magnífica reseña que el poeta, catedrático y crítico literario Santos Domínguez ha escrito acerca de Devoraluces.





“Imaginar es más rico y más bello que contar”, escribe Ángel Olgoso en la espléndida coda (‘Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies’) que cierra Devoraluces, su nueva entrega narrativa, publicada por Reino de Cordelia.


Envueltas en el prodigio de la palabra y en su poder de sugerencia, hay en esa coda sutiles reflexiones sobre la concentración narrativa, la invención y la libertad imaginativa y creativa del lector.


“No pasa día sin que sueñe con escribir un libro de relatos compuesto únicamente por sus títulos. [...] Limitarme al portón de la casa, a templar su único adorno, el llamador, la rosa de hierro forjado. Que el lector no necesite franquear la puerta, que le baste con golpear la aldaba que corona el vacío para sentir el corazón henchido de plenitud o reconfortado por la piedad.”


Olgoso cuenta en esa empresa con un antecesor ilustre: “Durante muchos años, García Márquez soñó con escribir un cuento del cual solo tenía el título, El ahogado que nos traía caracoles: «Recuerdo que se lo dije a Alvaro Cepeda Samudio en una fragosa noche de la casa de amores de Pilar Ternera, y él me dijo: Ese título es tan bueno que ya ni siquiera hay que escribir el cuento.»
   
Se trata -insiste la coda- de que “el poder de la ficción no concierna al narrador, que resida invariablemente en las pocas palabras del título, listas para ser gozadas como un terroncillo de azúcar entre los labios, que libere la imaginación de las cadenas de la causalidad: ¿Es realmente necesaria la cabeza? Libro del esforzado Partinuples. Semen y celindas. Camello asado relleno de corderos. Compendio Monumental de la Era de la Eterna Felicidad. No son duendes. Paisaje de antes o de después del hombre. La sonrisa del delfín. Los miradores ciegos. Al decir de los griegos chipriotas, todos tiran de la manta hacia su lado.”


Y en definitiva, “no escribir más cuentos. No hacer más morisquetas, más arduos artificios. No empacar más fardos. A lo sumo, anotar únicamente su etiqueta. Su destino. Solo un elemental y discreto sistema de cartelas. Solo la categórica intensidad de los títulos. Solo su cosquilleante, regocijadora opción. Acicalada, sólida, memorable. Suprema. Solo la inspiración suficiente. Una mera pero sugestiva referencia. Una sutil indicación. El placer de un trazo rítmico, de una estructura sumarísima, de un índice. No sanar de esta enfermedad aunque la salud sea un estado provisional. No ser el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo.”


Pero, afortunadamente para el lector, antes de esa coda Ángel Olgoso nos ha dejado en este libro trece relatos luminosos, trece inmersiones en la luz.


De la mano de su prosa cuidada y tensa, viven en estos relatos las tardes de verano de la infancia, iluminadas por el fanal de la memoria; la revelación del amor en la luz lenta de los sueños de Hajdú, alimentados por el milagro de la imaginación; la plenitud de los resplandores y el fulgor de la alegría de Matteo en los amaneceres; el encuentro de Ulises con Nemo, Long John Silver, Ahab, Swann, Scrooge, el Cónsul, Fabricio del Dongo, Lázaro, los mosqueteros o Holmes en el emocionado homenaje a la narrativa y la imaginación que es La Rosa de los Vientos; el indeleble azul oceánico de Pelikan; la potente voz narradora de Villa Diodati, hija de la Sibila, que evoca en el relato central del libro el memorable verano sin sol en que la habitaron inmortalmente Byron y Polidori, Percy y Mary Shelley; el delicado y conmovido recordatorio del hijo del carretero Okitsu y su mirada asombrada y asombrosa; la variación sobre Sherezade y el poder salvador de las palabras y las historias de noche de La arena de las historias; La luz como regalo del presente en un calendario quimérico; la benéfica sombra de Cervantes en el relato del descubrimiento en la casa toledana de Diego de Torrearias de unos cartapacios arábigos de un tal Cide Hamete Benengeli o la apasionada ofrenda amorosa y carnal de Émula de la llama.


Trece relatos que “dan un golpe de timón a su narrativa -donde dominaba lo extraño, lo turbador o lo sombrío-, poniendo proa a un territorio más luminoso: la bondad, la pasión amorosa y creativa, la alegría, la solidaridad, los sueños, la gratitud, la esperanza, la capacidad de maravillarse ante la belleza milagrosa del mundo. Devoraluces es celebración y reconciliación, un breve catálogo de las raras dulzuras que puede otorgar la vida, una iluminación profana, un bálsamo para tiempos inciertos.”


Luciérnagas, Fulgor o Émula de la llama son algunos de los significativos títulos de estos textos solares de quien es sin duda uno de los mejores narradores actuales. Así comienza el primero:


Durante aquellas eternas tardes entre la vega y el secano, alborotados por la sangre joven, azuzados por la libertad del verano, corríamos de un lado para otro como trompos ligeros, dábamos saltos como gorriones que van a echar a volar, pirueteábamos como virutas despedidas de la garlopa de un carpintero, perseguíamos vilanos, vigilábamos trampas de liria, destapábamos culebras, picoteábamos zarzamoras, nos atrincherábamos en los maizales, partíamos cañas por la mitad en busca de gusanos, saltábamos acequias lanzando silbidos terribles, arrancábamos juncos para entablar ridículos duelos de espadas tiernas y cimbreantes, tirábamos chinas contra los grajos y piedras grandes como membrillos contra los secaderos de tabaco.


Perdida la noción del tiempo, embriagados de licor de sol, llevados en volandas por un aire inmóvil con fragancias de mastranzo y pajuelas secas, planeando sobre un silencio de siesta roto solo por las chicharras y algunas esquilas de ovejas, culebreábamos en el agua verdosa de la Charca de la Viña, escalábamos riendo la Cruz de los Cigarrones, explorábamos entre bufidos el empinado Cerrillo del Tesoro y el barranco hondo de El Salado, nos tendíamos despreocupados en la umbría de las piedras romanas de la Atalaya, alcanzábamos dulzonas brevas pajareando en higueras que, como nosotros, no pertenecían a nadie.


Una celebración de la alegría y de la luz, convocadas mágicamente en un nuevo homenaje de Ángel Olgoso a la literatura y la palabra.
















sábado, 1 de mayo de 2021

Reseña de Devoraluces por Marina Tapia

 

Comparto con gusto mi reseña de Devoraluces, el extraordinario último libro de relatos de Ángel Olgoso.

 

  

En el Día Internacional del Libro quiero celebrar la felicidad que me regala la lectura -que tanto ha enriquecido mi vida- con un breve texto acerca del último libro de mi escritor favorito y compañero del alma Ángel Olgoso.


En ‘Devoraluces’, Ángel realiza la difícil tarea de llevar al lector por senderos distintos a los que nos tiene acostumbrados. Quiero aclarar que esos viajes por el movedizo mar del cuento no siempre son fáciles para un lector poco habituado a este género, generalmente acostumbrado a encontrar -en la mayoría de los libros- soluciones rápidas y convencionales, argumentos de una emotividad digerible o un lenguaje plano sin la carga sensorial y simbólica, sin la fuerza misteriosa, sin la vitalidad creadora que nuestro escritor suele desplegar en sus sorprendentes composiciones. Pero este sello intelectual y un tanto hermético con que de modo habitual se certifica la obra de Ángel, oculta un perfil totalmente fascinador y humano que conecta -me atrevería a decir- no sólo con nuestra mente sino también con el inconsciente y que, de una forma casi mágica, nos hace ver el mundo bajo otro prisma.

Tal cualidad tienen los libros que perduran en el tiempo y sobrepasan las modas. Con esta vocación de raíz que deja en el terreno del corazón su semilla destinada a germinar, cada uno de los textos de ‘Devoraluces’ es una invitación a reflexionar sobre nuestra relación con la esperanza, a caminar por las veredas de las narraciones que aún laten en nuestro imaginario desde la infancia, pero que el autor revisa y reinventa con el fin de hacernos sentir intensamente vivos -a través de la palabra- en estos tiempos oscuros. Recorramos con él su universo personal, fantástico, intransferible, dejémonos fascinar nuevamente por las virtudes que esta obra ensalza de una manera afectiva y novedosa: el júbilo, la alegría, la placidez de los días benévolos, la pasión sin cortapisas, la calidez que otorga la narración oral, la utopía, la generosidad, la doble vida que dan los sueños… en fin, todas las emociones que nos enlazan a la existencia de una manera plena. 


Disfruté cada uno de los catorce relatos, pero en especial me sentí fascinada por dos conjuntos, no solo por su calidad y solidez, si no también por la originalidad y por el riesgo que corrió el autor al escribir sendas proezas: se trata de ‘Villa Diodati’ y ‘Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies’. En el primero, el reto de poner voz a un espacio, en este caso la célebre vivienda a la orilla del lago Lemán, para narrarnos las conversaciones y aventuras de los personajes que vivieron en ella en 1816, la imbricación de la materia con la humanidad, la sensibilidad oculta y metafórica que guardan los objetos y elementos que creemos nimios pero que quizás nos conocen mejor que nosotros mismos. Me encantó “escuchar” esa voz relatando no sólo los hechos presenciados, sino también la psicología, los impulsos y las contradicciones que estos escritores notables experimentaron en la Villa. El relato transporta al lector hasta el ambiente efervescente, casi alquímico, que propicia y precede la creación, y solo por esta forma tan original de acercarnos al alumbramiento de una obra, merece la pena la lectura atenta de este texto y el excelente ejercicio de personificación que Olgoso realiza.

En el texto final, Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies, situado en esa habitación llamada “Coda”, Ángel despliega un hermoso tapiz lleno de nudos, colores, flecos, puntadas abiertas y cerradas, una urdimbre sinuosa para justificar un postulado tan inusual como plausible con el que -al parecer- sueña desde la adolescencia: entregar a los lectores únicamente el título de los relatos. Bajo una defensa encubierta de la pereza y del vuelo de la imaginación por la imaginación, se esconde un pequeño cosmos metaliterario que linda con lo poético y lo vanguardista. Es un texto verdaderamente magnífico. Justificar lo injustificable (porque no le perdonamos al autor que nos prive de sus relatos ni de su lenguaje, porque nos oponemos a que se conforme con plantear solamente un título) a través de esa manera tan excelsa de sincerarse sobre su anhelo constante de ser breve, argumentando una supuesta empatía con un lector cansado de tramas vacías, y levantar justamente dicha defensa a través de palabras perfectamente escogidas, llevará a nuestra mente hasta los hemiciclos griegos donde la oratoria lo era todo y lo que se defendía podía pasar a un segundo plano si emocionaba al oyente, si disparaba las sinapsis de las neuronas. Y eso es lo que hace justamente este potente texto. En él encontramos a un autor más confesional y menos fabulador. Hasta parece que podamos seguir la huella de sus pasos, de sus especulaciones, de sus recorridos mentales, que estemos con él debatiendo en algún café de Granada, frente a frente, sorbo a sorbo, sobre la vigencia de la narración o el fin de los relatos, en este mundo que precisamente pide a gritos otras historias, más lúcidas, más combativas, más arriesgadas, menos predecibles.