He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

sábado, 15 de mayo de 2021

Reseña de Devoraluces por Custodio Tejada

Es difícil encontrar palabras para agradecer a Custodio Tejada su impresionante reseña de Devoraluces: generosa, exhaustiva, laboriosa, a la vez panorámica y microscópica, llena de frases subrayables, iluminando rincones de los que ni el mismo autor era consciente. Os dejo con unos párrafos seleccionados. La reseña completa se puede leer en el siguiente enlace:

http://custodiotejada.blogspot.com/2021/04/devoraluces-de-angel-olgoso.html 
 



Aunque uno no puede ir de profeta, ni saber cuál será el juicio del tiempo, de la historia y de los lectores futuros, sí se puede aventurar y afirmar hoy que Ángel Olgoso es un firme candidato a “Clásico” en la Gala de la Literatura Española.

Al principio de la lectura de “Devoraluces” el jugador se puede “bugear” un poco, sobre todo si está acostumbrado al Ángel Olgoso más sombrío y fantástico. Pero antes de leerlo linealmente, hago unas catas aleatorias entre sus páginas y de repente descubro la “pulpa firme pero jugosa que se descubre cuando un melón es calado con brío por la navaja”. Cuando lees “Devoraluces” especialmente, pero también cuando lees cualquier otro libro suyo, sus palabras, como “amebas de luz”, te acercan al néfesch que las habita y actúan como sublimación/justificación o explicación de un temblor, el de Ángel Olgoso y su peculiar iconografía literaria. Sus relatos son iconos de una mente erudita, despierta y juguetona, de una imaginación privilegiada y un saber hacer casi alquímico.

El título sugerente de “Devoraluces”, como un ser quimérico a modo de destello de luciérnaga y “canto de alondra” que huele a despedida de Ave Fénix, nos señala la declaración de intenciones del autor: “No ser el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo” –nos revela en la página 134. Y así, desde el principio, nos lleva a las lindes del misterio y la fantasía a lomos de una palabra compuesta. “Devoraluces” está escrito al trasluz, como un “espejo ustorio”. ¿Pero… y si el libro fuera “una alegoría de la fertilidad” y de la felicidad? El título, como una metáfora, me lleva por sinestesia o serendipia, no lo sé bien, a la mitología griega y sus monstruos con cabeza de león-vientre de cabra-y cola de dragón, pero también al Siglo de las Luces, a la Ilustración y sus fantasmas/mitos o al romanticismo de los seres góticos. Con todo lo que allí hubo de luz, pero también de sombra, como un cepo a la espera de la herida brutal que secciona. Incluso hasta cierto punto el título, esa palabra nueva compuesta de verbo más sustantivo, pudiera significar en lo más hondo de su significado el nombre de un monstruo bueno, que se alimenta de rayos de sol y destellos de vida, pero también de las migajas que desprenden nuestros sentidos. Olgoso, aquí, no busca cualquier luz, sino la luz de la nostalgia, la luz primigenia, la de la vida hecha sugerencia o recuerdo que proyecta delicadas sombras chinescas en la mente de los lectores.

El autor, para alcanzar la Ítaca que nos propone, juega en sus renglones al “geoescodite”, y nos presenta unas maniobras de “realidad/virtualidad aumentada” e interactiva. Y así frecuenta distintos géneros, diferentes registros, y va de lo narrativo a lo poético (encontramos el poemario Émula de la llama como una isla en medio). Y ya sea en prosa, prosa poética o en verso, algunos de sus relatos son otros libros dentro del mismo libro, ensamblados con un efecto matrioska marca de la casa. Formando un “paisaje como gélida ágata” (p. 47), que a veces incluso nos deja cierto sabor gongorino entre los oídos. Si en Olgoso cada palabra es una puerta giratoria que más que abrir o cerrar lo que hace es sugerir, con la adjetivación lo que consigue es delimitar o expandir la capacidad de asombro o la dosis de misterio, extender su magia, practicar la alquimia del lenguaje. Un mundo simbólico e iconográfico, casi onírico impregna su palabrario, que es mucho más que un acuario de palabras o un acantilado repleto de cantos de sirenas. El territorio “Olgoso” es amplio, tanto que daría para hacer una gran retrospectiva. Con una veintena de libros publicados nos damos cuenta que estamos ante un escritor de gran recorrido, con una trayectoria que lo avala como “uno de los autores de referencia del relato breve y fantástico en español”. Sus relatos, como iconos de una fe antigua o como retazos de un grimorio, perduran en la imaginación del lector, en ese mundo paralelo que va y viene de la realidad a la escritura, de la imaginación a los sueños. Ahí está Wikipedia y demás artículos de opinión para profundizar en la figura alargada del autor y su bibliografía. Ángel Olgoso escribe “paladeando cada sílaba como si fuera esponjoso pan de azúcar”. “Las palabras pronunciadas” por su pluma se convierten en puertas a otras dimensiones, y como si fuera Hajdú en su propio cuento, despierta el mundo del lenguaje para postrarlo a tus pies de lector incansable y paciente.

Varios itinerarios surcan el libro, nos marcan un rumbo. Uno es las dedicatorias. Abre el libro con una dedicatoria principal, casi como un aljibe o un parterre: “Para Marina, mi compañera, mi luz”. Todos los relatos están dedicados a alguien, marcando una ruta sentimental y de agradecimientos. Otro itinerario son las citas y los nombres que menciona o invoca: Marco Aurelio, Leonardo Da Vinci, Xavier de Maistre, Conde de Lautréamont, Vincent Van Gogh, William Faulkner, Franz Kafka, Jorge Guillén, Claudio Rodríguez, Annie Dillard, Pere Gimferrer, Marina Tapia, Jesús Cotta, Petrarca, Paul Klee… Otro camino son los libros y los autores que campan por sus páginas, otro sería el hilo temporal o el orden de los textos… Nombres, dedicatorias y citas como “fanales de cuento de hadas” que proponen “un diálogo luciente de chiribitas” en el estómago lector.

Dentro del viaje general, cada relato es otro viaje dentro del mismo viaje, una especie de diario de a bordo de la mente fantástica del autor y de su travesía vital escritora/lectora, una sublimación íntima y apasionada de sí mismo y de su oficio para “ser amanecer y anochecer a un mismo tiempo” (p. 116). Los catorce textos son relatos proteicos, densos, que beben de todas las fuentes y que se convierten a su vez en fuente intertextual y biográfica, casi de telaraña o red. Las referencias al cine, como guiños de un cinéfilo, aparecen en sus relatos. “Hajdú… que tenía los ojillos maliciosos de Charles Laughton, el elegante cinismo de George Sanders y la esnob pedantería de Clifton Webb” (p.19), donde lo que no dicen las palabras lo añaden la imagen de dichos actores. Como un Messi del relato, nos da un centenar de fintas y regates (de personajes y libros, de quiebros y requiebros, de nombres y aventuras…), en unos cuantos párrafos nos voltea tantas veces que quedamos a expensas de las exclamaciones y las interjecciones que tengamos más a mano, pero sin demorarnos mucho, que hay que tomar aire y seguir el recorrido de orientación que nos ha preparado.

En el relato “Las luciérnagas” nos ofrece un viaje por la memoria, por los recuerdos del corazón, que nos acercan a una geografía ya perdida y a unos sentidos ya lejanos en el tiempo, pero próximos en las emociones y los sentimientos. Brilla la memoria íntima y el territorio, el homenaje a un tiempo ido, pero presente al nombrarlo. Una retahíla de lugares ofrecen el mapa de una nostalgia: la vega, Charca de la Viña, Cruz de los Cigarrones, Cerrillo del Tesoro, El Salado, Acequia Gorda... Y como “una puñalada de luz” “Hajdú” y el mundo de los sueños, que “Salvo ellos, todo es ficticio en el mundo”. Con “Fulgor” y “su dulce conversar” nos apunta el devenir de un senderista que es “una pleamar de inocencia y cosas menudas”, una pasión por la naturaleza y los caminos, de la mano de Matteo y El Pajarillo que es la literatura y la vida. En “La Rosa de los vientos”, su eje literario, nos hace un homenaje bibliográfico donde aflora el lector que lleva dentro. El relato, como si de unas cartas náuticas se tratase, nos guía por las aguas procelosas de la literatura, dejándote exhausto en su viaje. Es un itinerario lector conducido de la mano de su alter ego Ulises. Lleno de nombres, mitológicos o no, que resuenan como una letanía, (Polifemo, Cíclope, Crotón, Ligia –ya sea como sirena o como amada del general romano Vinicio- Laertes, Paris, Ítaca, vino de Maron, Homero, Nautilus Capitan Nemo Julio Verne, Pequod Mobi Dick Melville, Swann Vinteuil En busca del tiempo perdido Marcel Proust, Scrooge Cuento de navidad Charles Dickens, obra teatral de James M. Barrie y la tripulación pirata - Esmee y Starkey- de Peter Pan –el niño que volaba y no quería crecer, Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, Bail Hallward y Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, la Banda de Tom Sawyer y Mark Twain, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Davy Byrne y James Joyce –personaje y autor de Ulises, Oskar Matzerath y el tambor de hojalata de Günter Grass, Lázaro de Tormes, don Quijote y el Freeman´s Journal…). Con el relato “Pelikan” y su reguero “de ausencias y recuerdos” nos lleva hasta la metáfora de un campo de concentración y “A la ruina y el desamparo. A las amenazas. A un cielo de metrallas. A once horas de trabajo diario”. En el relato “Villa Diodati”, con un claro componente metaliterario, nos introduce (de la mano de Lord Byron, P. B. Shelley, M. W Godwin) en aquel palacio suizo y en el romanticismo. Y como si fuera un momento literario único y fundacional de un género literario, Ángel Olgoso le tributa su particular homenaje de testigo privilegiado en un tour de force. Allí nos esperan quince escenas visionarias con sus títulos respectivos, y otra vez sus letanías de perlas geocaches (“lecturas de Tasso y Coleridge, Phantasmagoriana, El paraíso perdido de Milton, Gibbon, F. Bonnivard, Voltaire, Rousseau, Madame de Staël, Goethe, Séneca, la Biblia, Nerón, Calígula, el Ángel Caído y Adán, “un poco de luz y un poco de sombra” p.55). En “La ilusión del horizonte” un recorrido/viaje de enumeraciones, frases cortas y simples, uso de puntos y ausencia de comas y un aluvión de imágenes en tropel en un solo párrafo nos espera, como si viajáramos en un tren hecho de palabras. En “Okitsu”, como un “festival de Kamo”, una ofrenda verbal nos transporta a los rituales de la infancia y sus palabras-milagro, donde rememora el momento en que aprendió “que el silencio es más elocuente que el sonido, pero las palabras de mi padre… removieron mi mente y mi corazón”. Aquí se usan oraciones largas y compuestas, y un uso más frecuente de comas que de puntos, dividido en dos párrafos. “La arena de las historias”, de la mano del sultán Schariar y Schahrasad, nos hace volar hasta “Las mil y una noches” y la oralidad de los cuentos, y a toda la intertextualidad que rezuma el fértil reloj/desierto/vergel de Devoraluces. En la página 73 nos dice metalingüísticamente: “las palabras eran todopoderosas y, como tales, de una gran persuasión a la hora de otorgar sus favores: enlazadas unas con otras se convertían en cuentos maravillosos; solas, en talismanes y fórmulas mágicas”. “El calendario quimérico de lo que podía haber sido”, como crisálida, nos engendra “en la hiedra del instante” y su néfesch, nos sumerge en la luz y en la oscuridad. Y otra vez la letanía de nombres e intertextualidades (Josué, Ormuz y Ahriman que nos puede teletransportar a Lucifer y Ahriman de Rudolf Steiner o al Zoroastrismo, Hitler, Gavrilo Princip, Newton, Alarico, reino de Ugarit, biblioteca de Alejandría, “Cronos no devora a sus hijos”). En el relato “Medio real” transmutado en Cide Hamete Benengeli, y por añadidura en don Quijote de la Mancha y en Miguel de Cervantes, nos catapulta a Toledo y sus calles. Y a los lectores nos convierte en la burra de Balaam y en Diego Torrearias, quizá para “librarse(librarnos) de recelos, de los inquisidores”. “Émula de la llama” no es un relato más. Dos citas abren sus estancias, una de Petrarca y otra de Paul klee, a modo de écfrasis. Es un poemario de amor dedicado a Marina Tapia donde va “su voz destilándose en el alambique sagrado de la poesía”. Un libro dentro de otro libro (efecto matrioska). 22 poemas, dos en verso y el resto en prosa. Los sentidos y las sinestesias nos encandilan e hipnotizan. Y al leerlo el autor nos convierte “ipso facto” en lectores voyeristas, como si Velázquez estuviera pintando “Las meninas”, en este caso, Ángel Olgoso y sus 22 espejos que nos meten dentro de la escena. Los títulos nos inician en otro viaje más, el del “erotismo a raudales”: Aljibe, Aspiración, Bocajarro, Calendario, Diapasón, Estrellamar, Gusto, Lactar, Lamer, Literatura, Maravilla, Nupcias, Oído, Olfato, Orbes, Parque, Patria, Puerta, Sudor, Tacto, Vista, Epílogo: Apelativo. Y es aquí donde sucede el milagro y el autor lo reconoce: “no acierto a definir la literatura; te has mezclado con ella” p.97. Ahí está la clave. Con esos dos hilos, fundamentalmente, Literatura y Marina (a partes iguales) (o con los hilos de biografía y de lecturas) ha ido entretejiendo todo el libro y su horizonte de sucesos, el paño dorado y luminiscente de su poética, en una perfecta simbiosis. En “Odres nuevos” nos lleva a la Guerra Civil con Társila y Elisio, con Águeda y Amador, donde “durante tres años, a los hombres se les había ido cayendo la ceniza del corazón”. Y en la Coda final, “Nomenclatura Boghini para los dedos de los pies”, con sus 30 estancias, elabora un ensayo/caminata de crítica literaria, reflexiones, deseos, explicaciones sobre la escritura, más homenajes/deudas/agradecimientos... Metaliteratura en estado puro, pero también metafísica. Nos habla de la página en blanco, de la sintaxis y la gramática. En él, el autor habla del lector, que él mismo ha sido y es, o sea, que se desdobla en un “constante principio de incertidumbre”. Y más letanías de nombres en una intertextualidad de biblioteca (Borges, Leopardi, Nicanor Parra, Benjamin, Hannah Arendt, Gombrowicz, Thoreau, Blake, Chateaubriand, Savater, Aramburu, Flaubert, Raymond Roussel, García Máquez…) Solo le ha faltado a Ángel Olgoso que se transmutara en Alcuino de York y nos dijera como aquél: “Qué dulce fue la vida mientras nos sentábamos tranquilos entre los libros”, o a modo de epitafio nos dijera: “Ruega, lector, por mi alma”.

Ángel Olgoso sabe que “el alma se puede curar por medio de los sentidos” y por el amor, pero también por la literatura. ¿Qué es lo que nos propone el autor en realidad? ¿Qué es “Devoraluces”? ¿Es el testamento vital y lector de Ángel Olgoso, su último juego fantástico, la herencia iconográfica de un autor clásico, o un deseo de compartirse en “el afecto de las almas afines”? ¿Es un mapa, una ofrenda, un itinerario sentimental y de pensamiento, un camino hacia la felicidad? ¿Es un quinqué, un incendio, un fuego que quiere alcanzar el fulgor de la luz y un estilo a seguir? ¿Es un sueño, y he ahí la paradoja y el acierto, que la realidad es sueño y que la escritura es la mejor realidad, entroncando así con nuestros clásicos? ¿Y si fuera solo un libro trampa, de poemas y relatos, un compendio del ser íntimo y juguetón de Ángel Olgoso o el final de una partida de Brawl Stars? Una de las herencias más preciadas que siempre deja la lectura de este autor es la gran fuerza “collage” de esas imágenes iconográficas que deja impresas en la mente del lector. Se nos dice en la página 70 que “el verdadero misterio, el verdadero encanto, reside(n) en la belleza de darse a los demás”, y eso es precisamente lo que hace “de manera fantástica” Ángel Olgoso en “Devoraluces”, entregarse a sus lectores y a su amada de una forma divertida y lúdica. Si tuviéramos que pintar de algún color este libro, ése sería el azul, no cualquier azul, sino el que se convierte en “un arroyo creciente de ausencias y recuerdos” de una época que termina “añilándolo” todo “para siempre”, y también de las grandes presencias que hay en su vida y en sus lecturas. Pero ésta es solo la opinión lectora de Custodio Tejada y quizá haya que “anticipar la ejecución de es(t)e pobre ser al que habían sorprendido leyendo un libro”, para erradicar de una vez por todas el “perecedero poder del último lector vivo”. Y perdonadme que me haya excitado con la oratoria, pero es un libro para excitarse y arder en la llama viva del verbo y de la pasión. El libro-sueño titulado Devoraluces “es suyo. Usted perdone”, amigo lector, yo solo le paso la vez del efecto matrioska que supone la lectura de un libro como éste, ya que queda espacio de sobra para recoger el testigo y seguir creciendo en su hoguera de palabras.



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