He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

jueves, 10 de junio de 2021

"Las huellas de los pájaros en el aire" en la revista Kopek

La exquisita revista literaria Kopek publica en su sección Creación el relato Las huellas de los pájaros en el aire, perteneciente a Breviario negro (Ed. Menoscuarto).



Recuerdo que graznaban las cornejas y que había una nubazón sobre el monte cuando encontramos al ángel. Los caminos del mundo lo arrojaron desnudo al final de la rambla, por la parte que da a nuestra vieja casuca. Parecía una bestia mansa y acorralada a la que le hubieran cortado los talones. Tenía, además, arañada su carne blanca de camelia, se le abuchaban las mejillas en busca de aire y aún agitaba el plumaje de las largas alas taheñas, que crujían delicadamente como la nieve bajo el primer sol de la mañana. Hermoso en su majestad derribada, su cara era de buena ley pero a sus grandes ojos pacíficos asomaba el bichito de luz de la soledad. El cabello, espeso y enredado, tenía el color de la cebada madura. Madre nos ordenó que metiéramos dentro a aquella criatura herida y amedrentada. Apenas podíamos con él los tres hermanos, tan pequeños éramos entonces. Desde el primer momento se levantó del suelo un olor fino a huesos de almendra, hasta que tumbamos al ángel en un recanto de la cocina, junto a la boca negra de la chimenea.

Recuerdo los días del hambre interminable. Ya no había leche con unto o uña de vaca, ni siquiera dulzonas vainas de algarroba. En ayunas, con escalofríos de calentura, andábamos al olor de cualquier animal que sirviera para unas magras. La alacena estaba vacía, las jaulas huérfanas. Recuerdo las rachas de cellisca, los días de no encontrar alma viva, le puertas cerradas a cal y canto. No pasaban cuadrillas de segadores, ni arrieros a lomo de mulo que nos lanzaran un cantero de pan duro. Tampoco se oía el algareo de los tratantes. Madre vestía siempre ropón de luto y tenía ojeras moradas de tanto desespero por el buche apellejado de sus tres hijos.

Recuerdo que Madre removió las brasas, calentó agua, la volcó en el lebrillo y, allí mismo, lavó al ángel como a un recién nacido al que se unge con aceite. Los reflejos de la lumbre y de las perolas de latón convertían las plumas mojadas en rojizas girándulas de fuego. Yo, el menor de todos, no podía apartar mis ojos de las alas, como cuando el hambre no estorbaba y se me iba la mañana en la áspera barrancada, mirando y remirando la piel brillante de las culebras, hocicado contra la manzanilla, la mejorana o las barbajas de pino. Madre sujetó la cabeza del ángel con una mano que no temblaba y, de un envión sin saña, le clavó en el cuello el afilado cuchillo de las matanzas. Madre no era de muchas hablas: a un gesto suyo, uno de mis hermanos arrimó una alcuza al canalillo de la herida para recoger la sangre. Rezumaba muy limpia, transparente como un jugo de perlas. Cuidando que no cuajara, la removíamos mientras cada uno bebía, impaciente, un cuartillo. Sabía -ahora puedo tasarla- a vino nuevo. Aquel trago, a poco de bajarnos, prendió la yesca de la gratitud en nuestros estómagos. Y la carne del ángel, clara y fresca como pulpa de fruta, dividida en partes iguales, aventaría los rescoldos del hambre durante semanas. Con la cabeza echada atrás, en sus ojos abiertos todavía amarilleaban unas centellitas de suave desconsuelo: Madre no había tenido corazón para cegarlo. Pero las alas, tras un último golpetazo desesperado, pronto aquietaron su rumor de hojarasca.

Recuerdo que con el cabello trenzamos nidos para atraer a las aves, y que se rellenaron almohadones con sus plumas lucientes. Recuerdo que fuimos espetando los bancales resecos con sus huesos, al modo de fierros blancos, y que se nos bendijo con renovadas cosechas. El hambre ya nunca vino tan apretada. Aunque se recele de las cosas que no son de creer, cualquier alimento es de buen labio para los necesitados. Sin embargo, desde que entramos a aquel peregrino distinto y gallardo bajo el techo de la cocina, desde que lo rematamos en una tierra ajena como cordero en medio de lobos, cargo con un fardel lleno de dudas: si aquel ángel que nos alimentó traía un mensaje a los hombres, si dejó algo de sí en los lugares por los que pasó, si embelleció la ingratitud con su inocencia. Aún hoy, oreado por tantos años en medio, me llega su fino aroma a huesos de almendra. Aún hoy guardo su cráneo seráfico, singular, esponjoso, en la vieja casuca a la que he vuelto para morir. Lo pongo sobre la madera deslucida de la mesa, sobre una tinaja, sobre una cómoda donde remuele la carcoma o sobre la paja de centeno del suelo de la cuadra, y no parece sino que aquella cabeza, de tan ligera, va a sostenerse en el aire, no parece sino que está a punto de elevarse y subir a pique con una gracia de pájaro volantón.

(Ángel Olgoso, Breviario negro, Ed. Menoscuarto, 2015)

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