He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 17 de noviembre de 2019

Cúllar Vega, una evocación

Comparto el texto con que Ángel Olgoso ha participado en el número 9 del Boletín del Centro Artístico, que se presentó el jueves 7 de noviembre en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Granada. Este número, coordinado como todos los anteriores por Juan Chirveches, contiene entre otras muchas colaboraciones de Rafael Guillén, Antonio Carvajal, Francisco Gil Craviotto, Andrés Neuman, Josefina Martos Peregrín, etc., un homenaje a Ladrón de Guevara y luce en portada una obra de Marite Martín-Vivaldi. Durante el acto se estrenó una pieza del teatro mínimo de José Moreno Arenas.
El texto de Ángel es una evocación poética de los años sesenta y setenta de su pueblo, Cúllar Vega, al que se acerca con los cinco sentidos.








CÚLLAR VEGA, UNA EVOCACIÓN





El hecho de haber nacido a comienzos de los años sesenta del pasado siglo me hace sentir un privilegiado, y estoy orgulloso de pertenecer a una generación que es un puente entre el pasado y el presente de nuestro pueblo, porque ello me ha permitido conocer a la vez la plácida vida de antaño y la efervescencia actual, el pueblo pequeño y el superpoblado, la sabia tradición rural y la frenética actividad económica, la profunda religiosidad y el anhelo cosmopolita, el contacto directo con la naturaleza y las apuestas por el progreso y el futuro. Aquí pasé mi niñez y mi juventud, aunque comencé pronto -en 1972- a frecuentar otros paisajes, siempre por motivos de estudio. No somos conscientes de los momentos felices hasta que estos han pasado y, cuando ya se han alejado sin remedio, nos duele terriblemente su pérdida. Al irme de Cúllar aprendí a querer a mi pueblo, y lo aprendí desde la añoranza, pero nunca me fui del todo: volví con frecuencia a acompañar a mis padres, Felipe y Rosalía, en el frágil otoño de sus vidas. Además de ellos y de mis hermanas Carmen y Nieves, hay otro poderoso vínculo que me mantiene unido a esta amada geografía: el paraíso perdido de los recuerdos de infancia que, pese a mi mala memoria, no se deshacen en fino polvo de oro al contacto con el aire, sino que se mantienen vivos y se me aparecen con una nitidez extraordinaria, como en una procesión de sensaciones al mismo tiempo feliz y melancólica.


Recuerdo imágenes de un pueblo humilde de casas blancas, mal iluminado por la noche; recuerdo las moreras de la carretera que bajaban con sus frutillos blancos y negros hasta la Casa Colorada, por donde quizá llegaba aquel Tío de los Perricos que decían recogía alpargatas y otras cosas viejas a cambio de dos algarrobas; recuerdo la lumbre alimentada con garrotes y paja de habas, la luz reflejada en lebrillos azules o verdes, el vuelo de los vencejos sobre las azoteas y alrededor del campanario, el lento paso de las yuntas, de los mulos con serones, de los carros cargados de tabaco, de trigo o de cebada; recuerdo el pilar grande de la plaza donde, abriéndose paso entre furiosas avispas, abrevaban los animales, y en cuyos caños llenaban las mujeres pipos y botijas, y se refrescaban al mediodía, tras dar de mano, los trilleros; recuerdo el secano cuando era una espuma de almendros, un lienzo de olivos y trigales; recuerdo las mágicas y delicadas señales intermitentes de los gusanos de luz en las noches de la vega; recuerdo la romería de San Isidro en la Era del Carmen, a la sombra de los árboles, amenizada por la música de Churriana, cuyos músicos (cómo no acordarse del popular Frasquito el de los Pimientos) se han alojado durante años en las hospitalarias casas culleras mientras transcurrían las fiestas de San Miguel; recuerdo, en fin, las excursiones en cuatro etapas a lo que creíamos entonces el fin del mundo, esto es, al Cerrillo del Tesoro, a la tierra roja del Barranco de las Rajas donde una vez vi el esqueleto de un caballo, al Salado y al Cortijo de Santa Teresa.


Recuerdo con nostalgia aromas grabados a fuego en la piel de mi memoria, de donde emanan para volver a flotar en el aire diáfano de aquella época: la fragancia del mastranzo y de las ramas de gayumba que alfombraban las calles con sus flores amarillas en la procesión del Día del Señor, el penetrante olor a cebolla y a entraña de las matanzas, la esencia hipnotizadora del incienso en la iglesia, el olor a anea de las sillas, a esparto de los cestos, a madera dulce de los lápices en la escuela y a ceniza del picón en los braseros, el intenso olor a leche humeante de cabra y a zotal en la calle del Barro y a serrín en la calle Santa Ana, el delicioso aroma a cocción de pan del horno de Santiago, la leve vaharada a sosa cáustica del Lavadero, el limpio olor de las fachadas recién encaladas, la tufarada de alpechín en el molino de La Huerta, el perfume veraniego de las gavillas secas en las eras y, envolviéndolo todo como una neblina mareante, el acre olor de los secaderos de tabaco.


Recuerdo también sonidos indelebles que aún repiquetean en lo más hondo de mi mente, como el canto del agua entre los juncos de las acequias o contra las compuertas de la dula, los cencerros de los animales, el eterno son de las campanas llamando a misa o dando las horas, el coro monótono o insistente de los grillos en verano, el soniquete de la radio de las mujeres que bordaban a la puerta de sus casas, el roce de la artesa que arrastraba por las calles Juan Morente y antes que él Enrique el Mataor, la chiquillería jugando al burro, a las chapas, a las canicas o al churro-pico-terna, el misterioso eco en el fondo del aljibe de la Plaza Grande, a cuyos pies los agramaores hacían arrobas de cáñamo mucho antes, en una época en que el emocionante momento de las reverencias del Niño Resucitado y de la Virgen no se acompañaba con música ni petardos, sino únicamente con el trueno producido por las palmas de dos filas de personas; recuerdo sobre todo, con ternura y sobrecogimiento, las voces de los campanilleros de la Aurora, cuyas preciosas coplillas oía entre sábanas como una gratísima ensoñación, como mensajeros de otro mundo que se detuvieran un momento a reponer fuerzas con aguardiente y rosquillos, como una Santa Compaña dispuesta a deleitar las últimas horas del sueño, armada de campanillas y de buen humor, y siempre con Frasquito el Rubio o Manolico en cabeza para rematar la madrugada al grito de ¡Ave María Purísima!


Recuerdo, cómo no, a mis amigos; sin pretensión de citarlos a todos, traigo aquí ahora a Antonio el de Bastián, al Nonillo, a Gonzalo, a Juan Carlos el de Fernando, a José Antonio el de Pérez y a mis primos segundos Andrés, Isidro, José Francisco, Gerardín, José Manuel y Tarsicio. A todos ellos les agradeceré siempre que me perdonaran la vida pese a la rareza de haber nacido rubio en este pueblo andaluz y en aquellos tiempos. Juntos, unos u otros, rezamos el rosario de monaguillos y echamos al vuelo las campanas, tomamos leche en polvo americana en las escuelas que había en La Sociedad, chupamos con avidez tiras de cañadul en la calle mientras representábamos hazañas televisivas en blanco y negro de El fugitivo, Bonanza, El Santo, La flecha negra, el conde de Montecristo o Daniel Boone, cazamos pájaros con trampas de liria en la vega, compramos tebeos y sobres-sorpresa en la tienda de Trini la de Marro y más tarde en la de Mercedes la Tiorba, nos escapamos a lugares de nombres legendarios como la Atalaya y la Cruz de los Cigarrones, robamos una vez manzanas en el huerto de Eduardo igual que nuestros padres habían hecho antes con las cerezas del huerto de Amparo, oímos muchas misas de domingo jugando al futbolín en el bar de la Fina de Andrés y nos bañamos en el agua verde de la Charca de la Viña, entre tritones que, a nuestros ojos, semejaban espeluznantes bestias prehistóricas.


Permitidme terminar esta evocación dedicando un cariñoso homenaje a nuestros mayores y a los que se fueron para siempre, a todos esos hombres y mujeres de corazón recio y espíritu tenaz -a muchos de los cuales no conocí, pero de los que oí hablar- porque representan la verdadera tradición del pueblo; porque les tocó vivir épocas muy difíciles y bregaron obstinadamente contra las privaciones, con honradez y laboriosidad, hasta conseguir para sus hijos una vida mejor que la que ellos habían tenido; y porque, en definitiva, hicieron posible el milagro de que hoy disfrutemos nosotros de un pueblo moderno e inquieto y, al mismo tiempo, con raíces inmemoriales. Que nuestro recuerdo sea su mejor jornal.

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