He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 15 de enero de 2023

Cioran, zarza ardiente

Comparto aquí mi texto sobre Cioran:



CIORAN, ZARZA ARDIENTE

Ángel Olgoso


    Emil Cioran es un ser tan particular, a la vez tan único y tan contradictorio, que su pensamiento o atributos se prestan con facilidad a ser sintetizados mediante epítetos rotundos, categóricos y sumamente plásticos. De hecho, el título de esta intervención, “Cioran, zarza ardiente”, podría ser igualmente “Cioran, ácido sulfúrico”, “Cioran, apóstol del nihilismo”, “Cioran, filósofo feroz”, “Cioran, Diógenes del siglo XX”, “Cioran, lumbrera del cinismo”, “Cioran, ogro cariñoso”, “Cioran, seductor sin esperanza”, “Cioran, apátrida irreductible”, “Cioran, elixir de podredumbre”, “Cioran, ateo furibundo”, “Cioran, lupa descarnada”, “Cioran, vivero inagotable de flores sombrías”, “Cioran, sorbos intempestivos”, “Cioran, alegría de la mañana”, “Cioran, silogismos de amargura”, “Cioran, rugidos de león enjaulado”, “Cioran, maestro del aforismo”, “Cioran, profeta de la deseperanza”, “Cioran, provocador”, “Cioran, ojos como bisturíes”, “Cioran, cuando la nada lo es todo”, “Cioran, una anomalía”, “Cioran, resistente a la modernidad”, “Cioran, vándalo”, “Cioran, dialéctico fragmentario”, “Cioran, admirable independencia”, “Cioran, místico sin Dios”, “Cioran, implacable escéptico”, “Cioran, una brevedad insultantemente poética”, “Cioran, pesimista radical”, “Cioran, oscuridad fascinante”, “Cioran, sismógrafo del alma humana”, “Cioran, lógica de hiel”, “Cioran, enemigo de Dios, el Hombre y la Vida”, etc.

    El filósofo franco-rumano no pretendía ser un filósofo ni fundó ningún sistema filosófico, sino que se basó en una literatura autobiográfica que se sostenía por la radical lucidez de sus reflexiones, por la belleza glacial de su estilo, por lo ominoso de sus obsesiones, por su audaz sinceridad en definitiva. Para este coqueto del dolor y la aflicción, para este instigador de una obra al mismo tiempo despiadada, reconfortante y conmovedora, para este bárbaro que aspiraba a reducir a cenizas cualquier signo de civilización, vivir era una maldición, “una combinación de química y estupor”, una caída sin fin, una derrota irreversible. Y admitirlo es un gesto que lo honra. Hannah Arndt aclaró que vivir es poder indignarse. Y Cioran se aplicó a ello con una determinación compulsiva, desmedida, desde su primer libro, En las cimas de la desesperación, de 1934. Para él, escribir era una enfermedad, la manifestación irremediable de su malestar existencial, pero también un refugio al desprecio que le provocaba vivir. André Gide, que en Los nuevos alimentos había ensalzado el milagro cotidiano del existir, ya deploraba que algunos hombres abominen de la vida porque su duración sea cruelmente breve: “¿Vas a desdeñar -decía Gide- ese hermoso país que estás atravesando, vas a rechazar sus encantos porque pronto han de serte arrebatados? Cuanto más rápida sea la travesía, más ávida debe ser tu mirada; cuanto más precipitada sea tu huida, más súbito debe ser tu abrazo”. Y añade Gide, descartando el egoísmo, pues la dicha sólo es legítima cuando se comprate: “Mi felicidad consiste en aumentar la de los demás”. Cioran, sin embargo, que no creía en nada ni en nadie, sostenía que no hay especie más desdichada que la humana, que hubiera sido mejor no haber nacido nunca, que los hombres no son más que “gotas de saliva que escupe la vida”, que los libros no sirven para aprender: “Yo creo que un libro debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir es despertar a alguien, azotarle. Puesto que los libros que he escrito han surgido de mis malestares, para librarme de mis obsesiones y tensiones, es preciso que transmitan eso mismo al lector. No me gustan los libros que se leen como quien lee el periódico, un libro debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión”. Sorprendentemente, en una entrevista de 1983, Cioran situó el origen de su pesimismo en el paso de la adolescencia. La clave fueron sus insomnios: “Si he percibido ciertas cosas en este mundo, es porque tuve la suerte de no poder dormir. Me di cuenta de que la vida es soportable gracias al sueño. Cada mañana, tras una interrupción, comienza una nueva aventura. El insomnio, que suprime la inconsciencia, obliga a veinticuatro horas de lucidez. La vida sólo es posible si hay olvido”.

    Cioran hacía asimismo referencia a su constante hastío, a sus días dominados por la experiencia del tedio: “El vacío está en uno y fuera de uno. Todo el Universo queda aquejado de nulidad. Nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello. El hastío es un vértigo, pero un vértigo tranquilo”. Plasmar sus inconformidades le hacía sentirse liberado a Cioran, y un poco más conforme. Llegó a aconsejar lo siguiente: “Hagan el siguiente ejercicio, cuando odien a alguien y sientan ganas de liquidarle, cojan un trozo de papel y escriban que Fulano es un puerco, un bandido, un crápula, un monstruo. En seguida advertirán que ya le odian menos. Es precisamente lo mismo que yo he hecho respecto a mí mismo. He escrito para injuriar a la vida y para injuriarme. ¿Resultado me he soportado mejor y he soportado la vida”.

    Debo confesar que los Cuadernos de Cioran fueron mi única lectura durante el confinamiento y, paradójicamente, y aunque a priori no parezca la mejor recomendación para semejante situación, resultó de lo más refrescante, ideal para esos días extraños tal vez porque sus palabras derraman hielo sobre las certezas humanas. Este libro crea una comunicación especial (recordemos que son sus cuadernos privados y que se publicaron póstumamente) hasta el punto de que el lector se sorprende a sí mismo subrayando casi cada línea de las mil páginas de manera apremiante. Cioran sabe hacer adictivo su nihilismo y el lector empatiza con él, con su inacabable variación de un único tema. Es como una lluvia suave pero persistente que acaba calando hasta los huesos. La magia minimalista de Cioran opera por acumulación, por abundancia: sus frases inequívocas, dolorosas, imperativas, nada complacientes, reflejan nuestro desamparo sin paños calientes, y conviene leerlas a sorbos pues se diría que tienen peso atómico. Además, cuando se topa uno en sus Cuadernos con una anotación esperanzadora, el encuentro produce, por contraste, un inesperado gozo. Tanto, que resulta muy tentador quedarse a vivir en esta obra. A Cioran, que se definió como “una marioneta rota cuyos ojos hubieran caído dentro”, no le importaba molestar y solía meter el dedo en muchas llagas. Como hombre libre, también habitaban en él las contradicciones lógicas en alguien que se sentía como un despojo, incomprendido e irreal, que creía que todo es engaño, que la verdad no era sino una ficción más y que el hombre no está hecho para sostenerla. Fantaseó con el suicidio y, no obstante, desarrolló una actividad intelectualmente incansable. Quizá porque pensaba que “el ser humano está enamorado de sus taras y no puede reprimir el impulso de compartirlas”.

    Pese a todo lo anteriormente expuesto, podría ser que el literato sobreviva al filósofo. Sus libros no se inscriben precisamente en el género de la Consolatio, esa oratoria ceremonial de la consolación; al contrario, sus libros te agarran por la pechera, te zarandean la mente y las vísceras, te sajan limpiamente el cuello, te golpean en la cabeza como quería Kafka: “Necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Puede parecernos que Cioran tiene, en su fondo, aroma a Schopenhauer y, en su forma, a Jules Renard. Aunque él mismo reconoce que siempre ha preferido a Lichtenberg, Chamfort o a Joubert: “Por temperamento -dice Cioran-, porque tampoco han logrado liberarse de la concisión, ya sea por pudor o por esterilidad, y quisieran decirlo todo en una página, en una frase, en una palabra”. Este desarraigado, que se exilió en París y en otra lengua, la francesa, que detestaba el clima intelectual de la ciudad y gustaba de recorrer el país galo en bicicleta, no quería ser rumano, y estuvo a punto de ser español: se reconocía en nuestro destino, en nuestra senda de decadencia, y le fascinaban los excesos de la cultura ibérica, el éxtasis de santa Teresa, la locura, la voluptuosidad, la conciencia natural de la muerte propia de este país encanallado y con las entrañas por fuera.

    Pesimista extremo con un insospechado e ingenioso sentido del humor, ingenuo con una reputación de leviatán devastador, Cioran tallaba sus razonamientos y rebeliones en breves esquirlas, elaboraba sus minúsculas pociones con un honestidad brutal, haciendo voto de soledad, maldiciendo, escupiendo, aullando en voz baja, tal vez porque la amargura es más discreta que la ruidosa y atolondrada felicidad, quimera que Cioran consideraba intolerable. Teólogo sin Dios y él mismo hijo de un pope ortodoxo, Cioran no se refugió en ninguna deidad, ni siquiera en la naturaleza, tan imperfecta como la sociedad. Tras la pérdida del paraíso de la infancia y del descubrimiento traumático de nuestra mortalidad, Cioran pensaba que al hombre sólo le quedaba la voluptuosidad de resistir, que “la muerte es simplemente la conclusión de una locura”.

    Aun así, no dejéis nunca de leer a Emil Cioran, el eterno aguafiestas, pero no consintáis que su lento, oscuro y embelesador veneno afecte a vuestro aprecio por la vida y por la esperanza.









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