Una verdadera delicia este librito de Juan Hódar, “Algunos días felices” (Círculo Rojo). Lástima que se trate, nada más y nada menos, que del hermoso gesto por parte de Juan de una autoedición para regalar a los amigos, porque hacía tiempo que uno no disfrutaba tanto con la lectura de cuentos eróticos; supongo que esta época de infame corrección política no ayuda precisamente a un cultivo regular del género. Juan, que ya en los años noventa creó con otros compinches Espuma, el primer fanzine erótico de Granada (en el que un servidor llegó a colaborar en varias ocasiones), y publicó relatos y artículos en las revistas Ficciones o Kiss Comix, sabe de lo que habla, conoce el paño y crea y recrea un mundo elegantemente carnal de enardecimiento, sueños lujuriosos y esperanzas enceladas, un imaginario saludablemente franco, nada empalagoso, donde los fuegos fatuos del deseo brotan de lo cotidiano.
Situados en una reconocible ciudad sin nombre, los relatos se abren de manera inmejorable con el motivo clásico de la lectora y la persona que la contrata, que a partir del introito contiene las demás piezas hasta cerrarse el arco narrativo a la perfección, como si del mismo volumen físico se tratara. Pronto se encuentra uno con gustosos ecos que cree reconocer: André Pieyre de Mandiargues en “Tras la pared blanca” y “Arriba y abajo”, o Pierre Louÿs en “Correspondencia” y en “Aurora”, encantador ‘Bildungsroman’ desdoblado temporal y emocionalmente en el siguiente relato, “Los tiempos del confinamiento”. El libro entero podía situarse bajo la advocación de todas las apropiadísimas citas que contiene, de José Saramago, de Oscar Wilde, de Jeanette Winterson, de Roberto Cantoral, de Andrés Trapiello, de Iselín C. Hermann, de Vladimir Nabokov o de esta de Irene Vallejo : “Si alguien lee para ti, desea tu placer”. Todos los relatos resultan gratos en su sabrosa pugna con la piel -incluso con la inserción de alguna fatalidad adversa-, todos son delicados y contundentes a la vez, un atributo sólo al alcance de los buenos escritores (aunque este sea el primer libro de Juan, que ha tardado en decidirse en saltar al ruedo de la publicación, y confiemos que no el último), y ninguno destaca sobre otro: a los ya citados, se unen el original, y quizá más personal, “Teresa y los mártires”; la ironía y el humor negro de “La soledad del verdugo”; el requiebro macabro de “La escalera de agua” (premisa argumental que también se permitió uno en “Mujeres desnudas bajo impermeables mojados”); el espontáneo desparpajo de la protagonista de “Cuento de Navidad”; o el impresionante dramatismo del monólogo lésbico y su amor absoluto más allá de la muerte en “Las manos vacías”. Es imposible sustraerse a muchas de las poderosa imágenes eróticas (¡ese yogur!, la gracia de esa micción infantil compartida, la audacia final de esas cartas anónimas, esas azotainas exigidas) que salen al encuentro del lector, grabándose a fuego en su paladar como prietas golosinas y jugosos confites, o relovoteando alrededor de su cabeza como mariposas monarca del ardor. Es imposible no suscribir que todos los amantes tienen algunos días felices, que para no caerte al vacío debes abrazar a una mujer como si en ello te fuera la vida, que no hay más lugares en el mundo que los que se descubren en el cuerpo de un amante, que quizá en el futuro los libros eróticos vuelvan a la clandestinidad, sin dirección de editorial ni de imprenta.
Juan Hódar, que no es un mero resonador verbal, despliega una eficacia cabal del lenguaje, sencillo y contenido al tiempo que vigorosamente plástico y sugerente, y una envidiable maestría a la hora de dosificar la tensión creciente del deseo. El erotismo del autor granadino no es limitado, ni falso, ni instantáneo, como lo ha sido siempre el erotismo de baratillo. Y encima Juan sabe rematar magníficamente todos los textos, un verdadero arte: “Nunca vi su rostro y nunca conocí su nombre. Sólo compartí su placer”, “El Estado ha entrado en la cama, concluí, aunque siempre lo ha hecho, si lo piensas”, “Eso dicen. Los poetas tenemos palabras y apenas nada más”, “Soy yo el que está muerto sin ti”, “Una palabra quedó suspendida en el aire, un nombre, como queda el vaho que ha salido de una boca en invierno, hasta que la nada se la llevó lentamente”.
Por otra parte, entre las dedicatorias de las narraciones aparecen viejos y numerosos amigos de Juan (entre los que me cuento, junto con José Vicente Pascual, Juanjo, Gustavo o Ángela Vallvey), así como Hernán Migoya e, ‘in memoriam’, Rafael Azcona y otro ‘connaisseur’, Luis García-Berlanga, erotómano legendario.
¿Merece la pena un libro erótico que no sea incómodo y sucio?, se preguntaba Woody Allen. La respuesta también aparece en estas páginas excitantes, de una finura tangible, de una sensualidad lúbrica, rotundamente física en muchas ocasiones, de la mano de Rilke: “La experiencia artística y el sexo son manifestaciones de un mismo anhelo”. “Algunos días felices”, con su fantasía recorrida por la diafanidad del realismo, es un libro que se hace corto, y no sólo por su brevedad, tal es el goce con el que se lee y con el que uno seguiría leyendo más relatos como los que aquí comparecen. Literatura en definitiva de la buena, que puede ser leída además con una sola mano -como solía decirse- y que era el mejor piropo posible para una gavilla de cuentos eróticos.
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