He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

viernes, 9 de diciembre de 2016

De Buenas Letras (1)

Artículo en la sección "De Buenas Letras" 
del diario Ideal.





REIVINDICACIÓN DE LA RETÓRICA




El lenguaje no es la cifra de la vida, sino la vida misma. Sin lenguaje no hay nada. Su magia lo es todo: uno dice manzana y la manzana ya cuelga del árbol o su color brilla entre los dedos. La potencia genésica y embaucadora de las palabras es tal que puede convocar la más pura belleza y el horror más extremo. Cada vocablo supone un nuevo y diminuto universo o, si se engasta con precisión en el discurso, una gota de ámbar donde late viva la experiencia del mundo. La dimensión retórica del hecho literario reside en la riqueza expresiva, en los mecanismos que rigen nuestro proceso lector, en las formas y tropos para representar lo real o desentrañarlo. El epicentro de la retórica es la fascinación por el sonido de las palabras y por el ritmo de las frases, por los encantos de una escritura que sin ir en detrimento del sentido, contribuya al carácter musical de la prosa. Según Borges, “el equilibrio entre la respiración y la frase, la lectura y la escritura son de los pocos goces verdaderos de este mundo”. Tengo el convencimiento de que la literatura sólo ha de rendir vasallaje a la altura poética, de que el escritor no está sujeto a otros límites que el juicio estético. Un escritor que se precie busca la belleza perenne en las palabras lavadas, en las conexiones del pensamiento, en el tintineo de la expresión al entrechocar armoniosamente con el sentido. Un escritor -que está haciendo posible para los otros un mayor rango de emoción y percepción- no debe ser como un arpa eólica, que sólo emite algunos bellos sonidos sin ejecutar ninguna melodía, debe conceder a las palabras una dignidad de carta de nobleza, la calidad de lo verdaderamente real. Platón acusó a los poetas de sacrificar la verdad siempre que surge la alternativa de escoger entre la belleza y lo verdadero. Pero el filósofo ateniense no reparó en que para los poetas la belleza constituye una verdad en sí misma. Desde que el Romanticismo -con su naturaleza díscola, nocturna y afiebrada, su frenética melancolía y su loable forma de resistencia a la cárcel de la razón- hiriera de muerte a la retórica, los textos literarios no han hecho sino volverse más pedestres e irrelevantes, empobrecerse de referencias, de vibración y plasticidad, de organización semántica, de elocuencia, de todo lo que las artes compositivas tienen de asilo del pensamiento libre, aunque parezca una paradoja. La fulgente pureza de las volutas de un fósil frente a una informe roca de lava. Para Alfonso Reyes, el arte literario es un juego de espuela y freno parecido a la equitación. Resulta lamentable el desprestigio de la retórica, su incuria y su olvido, su consideración de disciplina anacrónica, su desaparición como parte de la escritura. Debería dolernos el eclipse continuado de la persuasión, de la armonía entre forma y contenido, de la elegante gestión de la expresión. La función de esta disciplina es transmitir de la manera más precisa las sutilezas, las profundidades, los semitonos, las sinuosidades del pensamiento humano: toda coartada retórica resulta lícita si un autor utiliza sus recursos para que la fricción entre esas dos piedras -la del autor y la del lector- acabe prendiendo un fuego placentero, confortador, excelso, sagrado. El ser humano necesita fabular, pero también explicarse, reinterpretarse, compartir sus experiencias y sus reflexiones, pugnar contra el desistimiento de la inteligencia, elevar la calidad de sus semejantes con la comunicación quintaesenciada de la poesía o del arte, contribuir a que sean más complejos y tengan una visión más sutil de la realidad. Escribir es participar de un misterio, y ese misterio pierde su halo y quizá no es tal si no se transmite a través de un discurso literario bien engastado, prístino, indeleble. 


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