He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

martes, 4 de octubre de 2016

Entrevista de Alfonso Cost para Literaturas.com

Os cuelgo la lúcida y valiente entrevista que le hizo el amigo y magnífico escritor cordobés Alfonso Cost:


Con Alfonso Cost y Antonio Luis Ginés en Córdoba






Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada 1961), es un escritor que aglutina a un buen número de seguidores entre los adictos a la vertiente fantástica de la narrativa breve. Este hecho, conseguido a base de un constante trabajo narrativo siempre orientado en una misma dirección, hace que desde hace ya algunos años sea considerado como un autor de culto. 

Su estilo inconfundible, tanto en forma como en contenido, crece cualitativamente en cada obra que sale a la luz, por lo que hemos asistido, con la publicación de Breviario Negro por parte de la editorial Menoscuarto, al parto del que quizás sea su ser más esférico, más sustancioso y, arrobándonos un simil culinario, cabría decir que más “trabado” dentro de ese mundo funambular suyo en el que, con cada historia, Olgoso parece recorrer un tenso hilo mientras mantiene un eficaz equilibrio, que hace a sus lectores olvidarse incluso del pestañeo.

En la presente entrevista intentaremos acercarnos, en diez preguntas, a los pensamientos del autor acerca de la salud de su especialidad narrativa. 

1-Alfonso Cost: Resulta evidente que el género breve, y en concreto su vertiente fantástica, no gozan de tanta aceptación como la novela, aún siendo más rápido y asequible degustar un buen cuento que una kilométrica historia. ¿A qué piensa que es debida esta circunstancia? 

Ángel Olgoso: Si un cuento es bueno, su degustación no por fuerza ha de ser más rápida y asequible que la de textos de lectura al peso. Es cierto que en España la sombra de Sancho Panza sigue siendo muy alargada, que la picaresca, el realismo, la miopía de la crítica, la pereza mental de los lectores, la escasa tradición, e incluso el buen clima, ha favorecido que el relato breve fantástico sea visto como el apestado de los apestados. Y eso que el cuento es embrión y origen de la literatura, y lo fantástico la realidad vista por dentro. Al parecer los que anteponemos la potencia de la imaginación y las perspectivas insólitas a la recreación plana de lo ordinario, la intensidad a la extensión, la voluntad de estilo a la prosa monótona, inane e intercambiable que prevalece hoy, debemos pagar, por el pecado de estos gustos, ese precio o penitencia del carácter minoritario. 

Es cierto que siempre me he movido a sabor en esa literatura imaginativa que explora el espacio escondido en los intersticios de lo real, en la extrañeza, en las perspectivas inquietantes, en lo fantástico como forma de conocimiento (el Código de Hammurabi incluía en sus enumeraciones no sólo la realidad común y observable, sino también lo excepcional y todo lo posible), pero desde “Las frutas de la luna”, y ahora con “Breviario negro”, intento virar hacia otras áreas, forzar los límites del relato tradicional, de la narración, de lo perceptible, del lenguaje mismo. Durante más de treinta años he llevado con gusto ese traje del fantástico y de la brevedad, pero la verdad es que -aunque en realidad se trata de un tejido amplísimo, inabarcable- comienzan a apretarme un poco sus costuras. Me confieso un autor de relatos literarios, sin más, que sólo intenta dar cuenta de sus obsesiones.

2-A.C.: Existe una discusión seria sobre lo que es microcuento y lo que es relato. En su opinión ¿cuál debe ser la extensión máxima de un micro? ¿Dónde debemos trazar la frontera? ¿Es necesaria esa frontera? 

A.O.: Creo que resulta tan absurdo como trazar una raya en el agua (para empezar la noción de brevedad es subjetiva); en lugar de la extensión, habría que considerar otros parámetros como el efecto de unidad, la lógica interna o que el texto pueda ser abarcado mediante un sólo vistazo, produciendo una impresión espacial y de sentido. Como dijo Savater, lo breve nos convence por su rotundidad. Para mí resulta evidente que fondo y forma son inseparables, que la brevedad no debe ser nunca un fin, un valor en sí mismo, y que la literatura sólo debe rendir vasallaje a la altura poética de una obra. Comencé a escribir relatos brevísimos en los años setenta, mucho antes de que se inventara el término microrrelato, y estoy luchando para desprenderme de esa pesada e injusta etiqueta de microrrelatista: a la hora de escribir, lo sacrifico todo a las exigencias de cada relato; a veces, sin premeditación alguna por parte del autor, el resultado tiene una línea y a veces treinta páginas. Lo único que sí busco deliberadamente, tanto en relatos breves como largos, es la quintaesencia, el rigor, el amor por la palabra exacta y de peso específico, por la concentración y la intensidad. 

3-A.C.: La mayoría de los cuentos de su última publicación “Breviario Negro”, apenas completan un par de páginas cada uno ¿Deberían ser considerados microcuentos? ¿Debe ser tenida en cuenta la intensidad narrativa como otro componente más para determinar este encasillamiento? 

A.O.: Tuve muy claro desde el principio que no se trataba de microrrelatos, ya que poseen un tempo, una densidad de detalles, un caudal léxico, una imaginería exuberante, un desarrollo que los acercan al espíritu de historias más complejas y extensas. Quizá ni siquiera se trate de relatos. Tal vez puedan emparentarse con la exactitud alucinada de Jules Supervielle. Como le digo, en este libro abundo en la idea de trascender el género, de romper los moldes. Son textos fronterizos entre lo narrativo, lo poemático, lo metafísico y lo onírico, textos que se bastan a sí mismos y tienen sus propias leyes, piezas trabajadas en clave de orfebre que conviene leer despacio, con una predisposición especial, saboreando cada palabra. Los escribí casi en estado febril, sin perder de vista el instinto estilístico (siempre procuro dotar de belleza e inventiva al lenguaje, tratando de que no se derrumbe la narración). Tal vez en mis primeros libros sólo imploraba asombrar al lector, sin embargo en “Las frutas de la luna” y en este “Breviario negro” me he volcado en las posibilidades, ideas y sensaciones que pueden inocular los textos en el lector; quería que la inquietud no procediera sólo de los hechos narrados; que, más que en la acción, la trama estuviera presente en el lenguaje (que a su vez se confunde con el universo representado), en el misterio, la tensión, la atmósfera, en el simbolismo de lo que se cuenta; que las imágenes o visiones que las palabras evocan, desafiaran y ampliaran los límites de la razón y de los sentimientos. Algunos críticos han intentado acercarse a la verdadera condición de los textos de “Breviario negro” calificándolos como plegarias de belleza, quimeras, iluminaciones, material a la vez sólido y etéreo, piezas con apariencia de relato y alma de haiku que poseen la cualidad de lo breve al tiempo que acarician la eternidad del instante, prosas breves y negras como tizones por su trasfondo y a la vez luminosas gracias a su imaginación y originalidad. 

4-A.C.: ¿Puede elegir un autor y un cuento, y justificarnos su elección? 

A.O.: Tengo una sintonía muy íntima con el autor ruso Leonid Andréiev, al que llamaban “el apóstol de las tinieblas”, siempre atraído por los tonos sombríos, por los temas ligados al dolor humano como la enfermedad, la guerra, la locura o la muerte. De él dijo Chéjov: “Después de leer dos de sus páginas hay que darse un paseo y respirar dos horas de aire fresco”. Puestos a elegir, entre sus inquietantes relatos me quedo con “El misterio”, por la atmósfera extraña y angustiosa que el autor consigue, de la que exhala una especie de sueño que te arrastra, de tristeza oscura que se va filtrando sutilmente hasta los huesos.

5-A.C.: ¿Hoy por hoy, se puede vivir exclusivamente del cuento en nuestro país?

A.O.: Lo dudo mucho, de lograrlo lo harán sólo unos pocos editores. A pesar de cierta efervescencia propiciada por las estructuras lectoras del colonialismo digital y por el creciente número de autores con cierta calidad, el relato -inexplicablemente- sigue siendo un género menospreciado. Por algún extraño motivo (inercia, censura comercial, descenso a la baja del nivel cultural de la gente, pereza a cambiar de historia y de personajes cada pocas páginas), los lectores prefieren la carroña al néctar, ser acunados cómodamente por historias ciclópeas, farragosas, interminables. No hay que olvidar tampoco que vivimos en un país que no lee, que la mayoría de los pocos que lo hacen es gregaria y se deja llevar por mercancías banales que se publicitan y venden a granel. Y si a esos hábitos de lectura no precisamente escandinavos sumamos lo esquilmados que están los bolsillos para todo lo que no sean efímeros artilugios y vacuidades electrónicas, tendremos una plausible explicación.

A mí me costó veinte años -hasta 1999- publicar en ediciones que pudieran verse en el escaparate de una librería. Como decía George Bernard Shaw, florecí antes de los veinte años, pero casi nadie aspiró mi aroma hasta después de los cuarenta. Los pastores de Virgilio y de Teócrito, en premio a sus cantos, se conformaban con una flauta o una cabra de ubres hinchadas, yo me conformo con un puñado más de lectores entusiastas ganados a pulso.

6-A.C.: ¿Tiene usted alguna pesadilla recurrente?, ¿algún terror oculto sobre el que no se atrevería a escribir?

A.O.: Precisamente en “Breviario negro” hay una pesadilla literal y recurrente extraída de mi infancia, bajo el título de “La técnica de soñar monstruos”. Bachelard dividió el orbe onírico en sueños y ensoñaciones, pero sin duda le faltó añadir las pesadillas. Un libro mío anterior, “Los demonios del lugar”, contiene buen número de ellas, como “El día primero de la tumba”, “Las tormentas”, “El espanto”, “El borde de la luz”, “La piel en el rompiente”, “El panal”, “Sueño nº 333”, “Introito para arpa de tendones humanos”, “Geometría”, etc. Pero en el origen de mi último libro, de esta Opus Nigrum en la que he suscrito una vez más las las palabras de Wallace Stevens (“el mundo imaginado es el bien definitivo”), está el verdadero terror real que me espoleó creativamente: entre enero y agosto de 2012, enclaustrado en las horas libres, destrozado el ánimo como la mayoría de los españoles, agotadas la rabia y las maldiciones, con una permanente náusea en el estómago, rumiando día y noche la posible llegada del despido, del impago de la hipoteca y del desahucio, aterrado por las noticias que ya no me atrevía a seguir, asqueado por la Involución Española (reverso tenebroso de la francesa), conseguí escribir a destajo, con la emoción en carne viva pero tratando de mantener al mismo tiempo la cabeza fría, los cuarenta relatos de “Breviario negro”. Creo que, al hacerlo, logré conjurar esa pesadilla.

7-A.C.: Si de toda su extensa producción tuviese que elegir un solo cuento ¿con cuál se quedaría?

A.O.: En “Los demonios del lugar” hay un relato de sólo quince páginas, “Los palafitos”, que me llevó cinco años acabar y del que me siento bastante orgulloso. Sin embargo, considero que en “El síndrome de Lugrís”, un relato de “Las frutas de la luna” cuya gestación fue sólo de ocho meses (me exigió una mayor extensión, de treinta páginas, para hacer verosímil el descenso a la locura del personaje: que yo recuerde, es la única vez que una historia me ha apuntado con su pistola), se encuentra el resultado más cercano a mi ideal de madurez literaria, ese cuento perfecto que justifique una vida, que toque el corazón de la gente, que permanezca (siempre me ha emocionado el “misticismo estético” de Flaubert, ese aliento, esa esencia sagrada, esa armonía absoluta entre la idea y la expresión). Además, con Lugrís creo humildemente haber descrito un síndrome nuevo o, al menos, haberle puesto nombre a algo que no lo tenía. Su protagonista siente, en mitad de una calle atestada, un momento epifánico pero terrible (la pesadilla de la repetición del molde humano, de los rasgos físicos de la especie) que acaba llevándolo primero al sol negro de la melancolía y después a la locura. Fue como aplicar a una persona una lente de aumento en busca de los límites de su identidad. 

8-A.C.: Recientemente hemos asistido a la publicación de obras compuestas por relatos que cuentan con un sólido hilo conductor entre ellos. ¿Está usted de acuerdo con ese tipo de armazón o prefiere la autonomía de cada relato? ¿Se ha planteado alguna vez escribir un libro de cuentos con apariencia de novela?

A.O.: En general mis colecciones de relatos no tienen un hilo conductor; sólo en “La máquina de languidecer” me propuse conscientemente, más como un reto, escribir una serie de cien relatos brevísimos con mimbres más o menos comunes. Pero lo normal es que cada pieza cristalice según sus necesidades, de una forma precisa e intransferible, como un objeto absolutamente independiente, como una gema que no tiene porqué formar parte de un collar. Es más, me parece un contrasentido esa costumbre tan extendida entre los críticos de desacreditar un libro de relatos por su “falta de unidad”, por no estar encadenados unos a otros como una cuerda de presos: que un libro de relatos tenga unidad no garantiza una mayor calidad y viceversa. Mi medida sagrada es el relato y no el conjunto de relatos, me atrae la versatilidad, poder cambiar de registro, de personaje, de época, de lugar, casi a cada página, poder visitar una gran variedad de mundos en un solo libro. En ocasiones, como en “Los demonios del lugar” o en “Las frutas de la luna”, me di cuenta una vez finalizados, a la hora de organizarlos, de que todos compartían, en mayor o menor medida, una atmósfera común, un afán totalizador, un sustrato que de alguna manera los armonizaba. No obstante, en “Breviario negro” quizá he dado un pasito al frente, de nuevo inconscientemente: José Luis Gärtner acaba de escribir que “las piezas de este complejo rompecabezas han sido ensambladas con un afán de perfección poco común, y con un mimo apreciable después de la lectura global. Todas ellas obran como habitaciones de un mismo edificio, comunicadas por un largo pasillo donde confluyen las cuarenta puertas entreabiertas”. En cuanto a la posibilidad de que escriba algún día algo semejante a la novela, es como pedirle peras al olmo.

9-A.C.: ¿Cree usted que la aparición de las redes sociales puede aportar algo bueno al género breve?

A.O.: Es innegable que facilita su inmediatez y su difusión, pero pienso que aporta también, y en gran medida, numerosa escoria: la banalización, la falsa idea de facilidad de lo breve, la confusión, la dispersión de la mirada, la avalancha de lo fragmentario (que Merino califica sarcásticamente de “picadillo literario”), la falta de concentración, la mala leche o el pasteleo en los comentarios, etc. Señalar que Internet y las redes sociales parece que estuvieran incubando tantos lectores como autores (cegados por el fanal hipnótico de sus pantallas) y multiplicando las gollerías de toda especie hasta el infinito, aunque resulta difícil encontrar diamantes en ese aluvión. Mientras tanto, tengo la sensación vehemente de que los relatos de calidad no sólo se mantienen invisibles para el gran público sino también para los críticos de los grandes suplementos, quienes no pueden otear más que las novelas, esa vianda única, esa indigesta piltrafa que los grandes grupos editoriales les dejan justo bajo los ojos, ninguno de los cuales ha oído hablar por lo visto de la radical máxima de Calímaco de Cirene, “un libro grande es un mal libro”.

10-A.C.: ¿Cree qué hay que cambiar algo en el mundo que rodea al cuento para que crezca su número de adeptos? 

A.O.: Empezar naturalmente por la educación, trabajando sistemáticamente los relatos en clase e incluyendo el género (el más apropiado para nuestra época) en los planes de estudio y en los libros de texto de forma intensiva y extensiva. Recuperar el protagonismo y el espacio que tenían en los periódicos entre los siglos XIX y XX. Crear revistas especializadas y pagadoras de las colaboraciones. Intentar cambiar, en definitiva, de manera muy considerable la percepción que tienen de la narrativa breve los lectores, los editores, la publicidad, la prensa e incluso los mismos autores. Pero me temo que hasta que los libros de relatos no demuestren ser rentables a ojos de las editoriales, nunca obtendrán la atención multitudinaria y el prestigio que disfrutan por ejemplo en América. Recuerdo a propósito la paradoja señalada por Vila-Matas: una obra nueva sólo tiene sentido si forma parte de una tradición, pero sólo tiene valor en esa tradición si ofrece algo nuevo. Hay que tener en cuenta que hablamos de la matriz misma de la literatura, de su origen, de las historias al amor de la lumbre en las cavernas, de un género fascinante que es ahora mismo el más arriesgado, el más libre, el más proteico, el depositario de las vanguardias y que, a la vez, tiene las dimensiones justas, el fulgor y el vértigo, la tensión y la concentración necesarias para conseguir la mayor expresividad narrativa posible con el menor número de palabras.




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