Manuel Villar Raso (Soria, 1936, Granada, 2015), escritor, columnista, viajero, catedrático de Literatura Norteamericana en la Universidad de Granada y académico de las Buenas Letras, llevaba a África en las venas. Posiblemente es el escritor español que más libros ha escrito sobre ese continente.
Al cuidado de su hijo Eloy, acaba de aparecer, en la "Revista de Soria", un impresionante número monográfico de 150 páginas dedicado a él, donde participan -por citar sólo a unos pocos- Rafael Guillén, Antonio Carvajal, Fernando Sánchez Dragó, José Ladrón de Guevara, Ismael Diadié, Julio Alfredo Egea, Álvaro Salvador, Antonio Sánchez Trigueros, Juan Ángel Juristo, Antonio Chicharro, Francisco Gil Craviotto o Antonio Enrique.
Ángel Olgoso le dedica su hermoso relato de ambiente africano "Arponeando sueños", que se edita a la vez en la revista y en la separata, ilustrado con un cuadro al óleo de Jesús Conde.
Al cuidado de su hijo Eloy, acaba de aparecer, en la "Revista de Soria", un impresionante número monográfico de 150 páginas dedicado a él, donde participan -por citar sólo a unos pocos- Rafael Guillén, Antonio Carvajal, Fernando Sánchez Dragó, José Ladrón de Guevara, Ismael Diadié, Julio Alfredo Egea, Álvaro Salvador, Antonio Sánchez Trigueros, Juan Ángel Juristo, Antonio Chicharro, Francisco Gil Craviotto o Antonio Enrique.
Ángel Olgoso le dedica su hermoso relato de ambiente africano "Arponeando sueños", que se edita a la vez en la revista y en la separata, ilustrado con un cuadro al óleo de Jesús Conde.
ARPONEANDO SUEÑOS
Dame una moneda de cobre, viajero, y te contaré una historia de oro:
En el mes de Rajib, el mismo que habría de contemplar su primera cacería, un joven guerrero llamado Nyâmbu soñó que salía a cazar y se le escapaba su presa, un antílope de color azafranado y cuernos rotos.
Cuando despertó del sueño pidió consejo al anciano, quien le recordó que debía retornar a su sueño hasta encontrar y dar muerte al antílope o pasar hambre, de otro modo sería repudiado por la tribu. Después, el anciano espolvoreó sobre Nyâmbu la sal de la sabiduría y los granos de sésamo de la paciencia, y le colgó al cuello una pezuña de antílope, talismán que favorecería la caza.
Al dormirse esa noche, el joven guerrero encontró a su presa bebiendo en una charca. Pero el olor del cazador se enredó en la barba invisible del Viento y el antílope huyó velozmente. Nyâmbu lo persiguió en vano durante horas, de colina en colina y de bosque en bosque, hasta que no pudo con su lanza y se detuvo a descansar a la sombra de un grupo de palmeras. En aquel momento, con el escudo sobre su cabeza para protegerse de las serpientes que caían de los árboles, se despertó.
Durante el sueño de la noche siguiente, Nyâmbu quiso sorprender dormido al antílope y lo acechó antes de que el Sol tomara posesión del mundo con sus dedos de oro. El joven guerrero azotó el aire con un largo tallo para limpiar el espacio que debía hendir la lanza. Luego, apuntó conteniendo el aliento. El corazón le martilleaba en el pecho. Arrojó su arma con brío, pero la oscuridad y la distancia hicieron que apenas rozara la piel de la presa y se perdiera entre los matorrales. El antílope se irguió al instante, lo miró burlón y brincó en dirección a la sabana.
El hambre comenzó a picotear sin piedad a Nyâmbu que, tozudo, no perdía la esperanza de dar caza al antílope. Cuando sucumbió al sueño un día después, se ató los pies a una liana encaramado a las ramas de un ébano, y esperó a su presa colgando cabeza abajo, como esos avestruces de los que hablaba el anciano, que a veces se transforman en árboles mudando sus plumas en hojas. La sombra del guerrero, dos veces más grande que su cuerpo, se movió sobre la hierba y lo descubrió al antílope, que se mofó de nuevo de él huyendo con ágiles saltos.
Al recobrarse del sueño, Nyâmbu advirtió acongojado la pérdida de su talismán. Volvió a dormir y soñó que trenzaba una red con piel de ramazones y perseguía al antílope zarandeándola en el aire. Pero el animal corría tan deprisa como un torbellino de arena.
Y así, durante el resto de las noches, el espíritu del joven guerrero viajó del sueño a la vigilia mediante el hilo invisible que había atado a la muñeca del durmiente. Y así, una noche tras otra, sin lograr apoderarse de su presa, Nyâmbu iba desfalleciendo. Pudo aliviar el peso del hambre y el fuego de la sed cuando tuvo al alcance de su mano incontables animales, cuando descansó bajo una higuera, cuando un mendigo le ofreció agua de su odre hecho con estómago de gacela, cuando en lo alto de una duna los caravaneros le entregaron una medida de dátiles y de carne de cigarras, buena contra la sed. Pero Nyâmbu no quería traicionar la ley de su tribu. Hasta que buscara el corazón de su presa con la lanza, los perfumados ríos de agua, leche, vino y miel que fluyen hacia el lago celestial de la abundancia estaban proscritos para él, y guardados en una vasija cerrada con siete sellos en la choza del anciano.
La decimocuarta luna de Muharram, cuando los ojos de la Noche brillaban en las alturas, Nyâmbu soñó que sentía próximo su fin. El miedo a morir de hambre y de sed le hacía llorar lágrimas de polvo rojo. Y he aquí que, tendido bajo un sicomoro, la muerte ya le entornaba los párpados para llevárselo cuando el antílope se postró ante él. Siempre había alabado para sí el valor y la determinación del joven guerrero, y su infortunio no hacía más que avivar la compasión hacia el cazador moribundo. El antílope se tendió entonces grácilmente y se desventró con sus propios cuernos partidos. Nyâmbu, hambriento y sediento, no tenía elección. Apenado, devoró parte de las entrañas y bebió un poco de su sangre sin llegar a saciarse. Luego, el joven guerrero, débil aún, despellejó con esmero a su rival.
Al llegar la mañana despertó con la piel de color azafranado entre las manos. Tras mostrársela al anciano y narrarle la conmovedora acción de aquel antílope en su sueño, Nyâmbu confeccionó con ella una prenda que habría de cubrirlo, abrigarlo y acompañarlo hasta el final de su vida y en el territorio de las sombras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario