He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

lunes, 10 de junio de 2024

Feliz por esta contribución al último número de la revista Litoral, un espléndido monográfico sobre los faros. Y además haciendo compañía a Carlos Edmundo de Ory, al que en su momento tuve el honor de otorgar el II Premio Internacional A. F. Molina al Espíritu Patafísico. Os dejo con mi viejo relato (lo escribí hace casi cuarenta años).







BIOMÓRFICO CANAL TRECE


    El farero se pasó los dedos por los labios: necesitaba un trago. Se sirvió ginebra rebajada con agua y volvió a echarse lánguidamente en la mecedora, frente al televisor encendido. Había permanecido así casi toda la noche, como todas las noches anteriores desde que se hizo cargo del puesto, las pupilas inmóviles, fijas, plegadas en su cautiverio de anodinos programas y pésimo cine, pugnando por evitar los insoportables clavos con que la monotonía remachaba insistente sus horas. El último farero, flemático y experimentado noctámbulo, le previno que nunca desconectara el aparato y, aunque el no desoyó el consejo, optaba simultáneamente por otras acciones para contener esa soledad infinita que se filtraba a través de cada poro: seguir el acrobático vuelo de una mosca, fumar hasta desbordar el cenicero, acodarse en el frío de la barandilla exterior y pensar en Irene o contemplar la líquida desolación que se extiende hasta la línea del continente africano, mar velado esta noche por una gélida y profunda niebla y escarpado por un violento oleaje. Hacía meses que el farero no veía a Irene, ni sabía nada de ella. Le asaltó una idea subyugadora. Se acercó a la mesa, abrió el cajón donde guardaba los prismáticos, la brújula, los Alka-Seltzer y los cigarrillos, y arrancó tres hojas en blanco del cuaderno de notas en que consignaba la memoria semanal: le escribiría una carta. Distraídamente, con el aire decidido que le procuraba su nueva y salvadora ocupación -aunque sintiendo de forma vaga la profanación de una costumbre, la violación de una regla no escrita-, el farero apagó el televisor, desconectó el cuadrado azul y electrificado del televisor, del Ojo Único, de la Luz Que Guía En La Oscuridad.

    Esa noche, desamparados y ciegos en mitad de la niebla marina, después de hacer crujir sus cascos en inútiles virajes, los barcos se estrellaron contra los furiosos rompientes de la costa, y las borboteantes esquirlas de espuma no hallaron entre las olas el tembloroso destello con el que siempre jugaban.

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