He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 29 de julio de 2018

Aramundos bajo la luna

El pasado viernes 13, a las diez de la noche, la Asociación Cultural y Deportiva Al Borde de lo Inconcebible de La Zubia, celebró “CULTURA BAJO LA LUNA”. Con acceso gratuito, y en el exterior de la sede de la asociación, tuvo lugar una entrañable velada llena de teatro, música, poesía y relato. 


Fue un verdadero privilegio escuchar Aramundos, un relato que pertenece precisamente a su libro Las frutas de la luna, de la boca de su autor y a la luz de nuestro satélite y de las estrellas. Pocas veces podemos revivir ese antiguo ritual de reunirnos al aire libre y dejarnos transportar a un tiempo en que se contaban historias arropados por la voz y por las sensaciones del entorno natural. El tiempo de la infancia de la humanidad y, a la vez, el tiempo de nuestra propia infancia. Agradecemos a los integrantes de la activa asociación Al Borde que fomenten sin descanso la cultura y habiliten estos espacios tan propicios para la imaginación.




ARAMUNDOS 



Cada primavera, cuando el cuco comienza a cantar, el afilador se echa a los caminos, hace sonar su flautín de caña según costumbre y el tiempo se detiene. 

La cara de Aramundos está abetunada por el sol, es una cara que viene de lejos, de años y lugares incontables, una cara de tierra seca que ya se ha bebido todo el azul frescor del cielo. Bajo el sombrero percudido por la flama y el granizo vernal, le asoma un poco de pelo áspero, cano, una nariz rotunda como la quilla de un pájaro y un entrecejo tallado a cuchillo que no casa con los ojos grandes y bondadosos. 


Recorre los pueblos en su vieja bicicleta de color ceniza, que fue nacarada y veloz, gastada ahora por los ventarrones y el polvo pero en la que, a veces, tiembla todavía un relumbre de estaño. Algo torcido el manillar, destensados los frenos, enfermiza la dinamo, reforzado el cuadro con una segunda barra, la bicicleta lleva sujeta al trasportín una remellada piedra de afilar, un esmeril de grano grueso que pesa lo suyo y sirve para amolar por igual tijeras y navajas, hoces y hachuelas. 

Flaco, curtido en las inclemencias, con la pelliza pardusca a medio abrochar como una panoja de maíz, con unas pinzas que intentan salvar a sus únicos pantalones del barrillo y de los dientes de la cadena, Aramundos pedalea sin prisa y su lentitud de fatiga parece un sigilo natural. 


El afilador ambulante no tiene familia, por la misma razón que no necesita calapiés en los pedales. Tampoco va de aquí para allá en la búsqueda diligente de unas monedas, envuelto en chispas, absorto ante el furioso chirrido de la abrasión y el olor a ferralla. Ni siquiera sigue siempre el camino más derecho: atraviesa los campos desde el amanecer, traspone viñas y pastizales, descansa en una raya de sombra, alagartijado, o en lo bajero de un encinar, rueda por las veredas a dos luces, junto a los arroyos y las hazas y, si encuentra un zanjón o un nidal con un poco de paja, duerme en ellos despreocupado, como si se tratara de una fonda, cuando cae sobre el mundo la tizne de la noche. 

Un mediodía llega al humilladero de un pueblo cualquiera, desmonta y se dirige a pie hacia su blancor con entraña de gallinero y cuadra, de geranio y reloj de campana, de algazara de domingo. 


Unos pasos más allá, en la solanera de tierra prensada de la plaza, se le unen un perro alborotador y tres niños con sandalias y zurcidos, que lo rondan y curiosean ufanos como a una aparición festiva. Aramundos contempla aquel merodeo de seres menudos con dulzura y, durante unos instantes, su sonrisa tiende una cuerda a lo largo de las paredes encaladas, desde la iglesia hasta el azulete de la fuente y de la morera hasta los soportales, una cuerda de la que cuelgan los lienzos que contienen toda la esperanza del afilador, su limpia comprensión de todas las debilidades humanas. 

Es entonces, tras afianzar la bicicleta mediante una dócil zancadilla al caballete, tras rebuscar cauteloso en los bolsillos con esas manos suyas que semejan resecas hojas de tabaco, cuando Aramundos se lleva muy despacio la flauta a los labios, dejando a la concurrencia con el alma en vilo. Después, cierra los ojos, toma aire como si bebiera de una sola tragantada un azumbre de vino y comienza a tocar en el centro de la plaza. Se diría que lo hace a pleno pulmón, pero la delicadeza infinita de sus modulaciones quiere desmentirlo: del chiflo de tres agujeros mana un chorro cristalino y espumoso, vibrante y coloreado, un chorro embelesador que se derrama libremente por canalillos aéreos, que trepa y amaga y se rompe en espejos, en guías vegetales, en tallos de enredadera, en serpentinas canoras, en pavesas en fuga. El sonido de las escalas consecutivas, de graves a agudas y de agudas a graves, orla el silencio con su frágil arquitectura, se eleva hasta el vértigo, vira, se precipita rasando en caireles, redobla, se vierte armonioso en una canción de hojas verdes a flor de agua, con calidad de bosque umbrío, de bordadura de oro, de noche de verano. 


Como si una sombra tangible corriera veloz por el suelo y las tapias del pueblo, como si soplara una brisa paralizadora a través de un cuerno maravilloso y embriagador, las intermitencias de aquel gorjeo atenorado del flautín, de aquellos arpegios ligerísimos van, sucesivamente, inmovilizando las agujas del reloj de la torre; apagando los ladridos del perro y los arrullos de las zuritas; enmudeciendo las risotadas de los niños, el escape con sordina de una moto lejana y el cuchicheo de unas feligresas pecheronas y enlutadas que llevan de la mano sus reclinatorios; deteniendo el vuelo a toda ala de las golondrinas y el gesto de los vecinos que, para asomarse a la distracción de la plaza, han entreabierto los visillos o las sólidas contraventanas con peinazos y cuarterones. 

La misteriosa tonada del afilador, un reguerillo de trinos y silbidos empuntados capaz de aquietar el tiempo y con él la materia, es, por sus atributos, ese único objeto inamovible al que puede embestir la fuerza imparable de la vida, inducida ahora a un sueño de columbario. 



Pronto, la suave ventisca de sonoridades, fina y movediza como hebras de hilo, tersa como azogue, bullidora como un enjambre de abejas de luz, hermosa como el tornasol sobre un valle al caer la tarde en otoño, se propaga fuera del pueblo, avanza a los cuatro vientos aleteando y adormeciendo, se dilata al oriente, danza hacia el poniente en torno a las colinas y los sembrados, interrumpe el rumor de los pinos, el rebuzno de los asnos, el estridor de los grillos en el chaparral, los balidos de las ovejas en el aprisco, el tiro de honda del pastor, la savia en los planteles, los rabiones en el río cercano, las harinosas polvaredas de los llanos. A su paso, la melodía, todo crótalos tintineantes y pistoneo lustroso, lame el aire en dirección a las ciudades, las montañas, los océanos; narcotiza súbitamente los trenes y las perforadoras, las oficinas y los puestos de abastos, las caricias y los crímenes, las lluvias nupciales de pétalos y los millares de arenques en las enormes bocas abiertas de las ballenas; suspende todos los pasos, todas las miradas, todas las floraciones, todas las batallas, todas las vejigas, todos los vasos que se están haciendo añicos, todos los reflejos y temblores de las cosas, aun de las más distantes. 


A medida que Aramundos, establecido en el centro de la plaza, sopla la flauta con sereno tesón, sin abrir los ojos en ningún momento y penduleando apenas la cabeza, cabe pensar que su reclamo risueño y frondoso avisa de la inminencia de una tregua. Y ello es cierto hasta tal punto que, en la quietud absoluta del mediodía, sólo por un breve tiempo, los hombres han dejado de morir y el horizonte de engullir cielo, nubecillas como vaporosas casas de adobe y ese sol que iba a enrojecer un rincón del mundo, fogata avivada a diario por la historia de millones de vidas, de tragedias, de mascaradas, de luchas, de desconsuelos, de rutinas. 




Cuando Aramundos se echa a los caminos cada primavera y hace sonar su flautín de caña, a los hombres se les concede un regalo que pocos ven, tan incomprensible como las letras de bulto o un armisticio entre aliados: la oportunidad de un nuevo comienzo. Cuando el afilador arranca las dulcísonas notas a su chiflo de tres agujeros, petrificando cronómetros y levantando grupos estatuarios, dibuja a su vez un inciso, un tránsito a otro mundo u otro destino, una bifurcación, como el viento que se divide en dos ráfagas al rodear un risco. Cuando resuenan por todas partes esas frescas tonalidades confitadas, ha llegado la hora de dispersar el tósigo de la amargura, de aventar la acumulación de sombras, de deshacer el nudo de los rencores, de abandonar las catacumbas del enfrentamiento incesante de unos contra otros, de volcar el barril colmado de impaciencias y malentendidos, de odios e intimidaciones, de ofensas y heridas, de crueldades mutuas; es el momento propicio para restaurar las horas dulces, el corzo de la alegría, el lirio del candor, el pámpano reverdecido de la hermandad natural, para llenar un tonel con racimos de cálidos susurros y risas centelleantes donde fermente, con plenitud frutal, el jugo de una vida noble y plácida, improductiva y feliz; es el momento indicado para la satisfacción de generosidades, para reconocerse como seres humanos y no como enemigos, para revocar la triste orfandad de los mortales y dejar abiertas por fin, sin miedo alguno, las puertas de las casas y de los corazones.

Mientras el afilador toca su flauta sin impaciencia, mientras tapa y destapa los agujeros con sus dedos diestros y encallecidos, mientras las rumorosas estelas germinan, se despliegan resbaladizas, se amalgaman, alborotan y van y vienen, los dos tiempos están juntos, espalda contra espalda, como crías con los picos abiertos entre las ramitas de un oculto nido, como gotas de rocío depositadas por la madrugada en una hoja de hierbaluisa. Hasta que, de repente, Aramundos aparta sus labios de la embocadura de la caña perforada y es como si, en el acto, un rayo de sol hubiese atravesado un cristal sin tocarlo. 


El eco de la acariciadora melodía serpentea en el silencio general, en una mudez súbita y desconcertante, se va amansando poco a poco en las alturas y luego cesa. Sin embargo, en el aire parece quedar una vaga resonancia, un indicio acompasado e incorpóreo, apenas una membrana soñolienta de recuerdos, un desvalimiento. Con sus grandes ojos que transparentan bondad y un asomo de melancolía, el afilador mira un instante hacia el mundo inerme de la plaza. A continuación, algo agarrotado aún por el esfuerzo, respira hondo, sacude la salivilla de la flauta con dos golpes al aire, como en el desahogo de una misión consumada, y se la guarda en un bolsillo. Libera después el caballete, sube a la vieja bicicleta desprovista de bombín y parches para cubiertas, pero cinchada en vano con su pesado esmeril mecánico, y sale del pueblo al encuentro del camino, de las raposas, de los cabreros, de los nogales, de las pedrizas, de los salivazos de las tormentas, de los aromas del junco en las acequias y la grama en los prados. 


Abolido el hechizo, se restituye todo desaparecido vestigio de animación; y el tiempo, apretado contra el cristal de cada reloj, resucita de un brinco, escapa como agua por los imbornales de un barco, corta meridianos, somete rumbos, retorna a correr sin desmayo confiado en su marcha secular e inexorable, con la seguridad de adueñarse, imperativo, de su reino pasajeramente perdido de vista. 

Flaco, con el sombrero percudido, la pelliza pardusca a medio abrochar como una panoja de maíz y pinzas en el dobladillo de los pantalones, Aramundos pedalea parsimonioso, con un remoto cansancio o una expresión de piedad para los adentros, remeciéndose con los socavones, pisando el borrajo de la ilusión y de las pérdidas irreparables que el tiempo trae consigo. Unos soles más y volverá a suceder. Es de rigor. El afilador piensa sin querer en esas cigüeñas que, cuando barruntan un año de escasez, despeñan los huevos de sus crías desde lo alto de las torres. El afilador pedalea despacio sobre la deslustrada bicicleta, como si ráfagas de mistral dificultaran sus movimientos, y siente la misma lástima cada vez que se dispone a ausentarse hasta la próxima primavera: sabe que los hombres, firmes en el asidero de sus hábitos, nunca han dado indicación cierta de cambio. Y él lo acepta en silencio. A fin de cuentas, sabe que ningún desvelo ha tenido plaza hasta ahora en la memoria de generaciones anteriores. Y él persevera en su faena como quien da cumplimiento a una promesa. Sabe que su presencia y el silbo graneado de su flauta anuncian una ocasión renovada, pero que es arduo para la civilización regresar al comienzo, cuando el mundo era nuevo y los hombres, benévolos, vivían en la inocencia y la hospitalidad. Y él sueña igualmente con ese día. Aunque, resignado, Aramundos sabe también que ellos pueden volverse luz y siempre quieren quedarse sombra. 

Fotos: M. Tapia


4 comentarios:

  1. Espectacular. Fue un placer escuchar este maravilloso relato de la voz de su autor. Gracias Ángel

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  2. Lo mismo digo, los relatos leídos en la voz del autor suelen brindarnos nuevos matices y acercarnos de otra forma a ellos. Gracias también a vosotros por poner en marcha y sostener iniciativas como esta. Una noche especial, llena de buenos momentos.
    Un abrazo,

    Marina

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  3. Magistral como todo lo tuyo. Gracias por el buen rato que he pasado leyendolo
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  4. Gracias a ti, querida amiga, por la generosidad de tus comentarios.

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