He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

sábado, 22 de septiembre de 2018

Daiquiri

En 2011 la editorial Cátedra publicó la magnífica antología Cincuenta cuentos breves, a cargo de los profesores Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada. El libro, prologado por Luis Mateo Díez, estaba destinado en principio a alumnos de Enseñanza Secundaria, e incluía un estudio preliminar y un comentario por relato.
De Ángel seleccionaron su relato "Daiquiri" (Los líquenes del sueño), cuyo comentario colgamos hoy aquí junto con el texto. 


Como recuerda la página narrativabreve.com, la antología está formada por una cincuentena de narraciones breves firmadas por autores europeos y americanos de los siglos XIX y XX, con especial predilección por los que escriben en castellano. Podremos leer a Maupassant (“La venganza”), Chéjov (“Vanka”), Jack London (“Ley de vida”), Heinrich von Kleist (“La mendiga de Locarno”), Ambrose Bierce (“Aceite de perro”) o Alphonse Daudet (“Wood´stown”), pero también a Ricardo Güiraldes (“El pozo”), Juan Eduardo Zúñiga (“La rosa”), José María Merino (“El desertor”), Álvaro Cunqueiro (“El paraguas Jacinto”) o el propio Luis Mateo Díez (“Hotel Bulnes”). Cincuenta cuentos breves es un volumen muy trabajado, un excelente muestrario de la narrativa breve durante los dos últimos siglos que posee además -para su considerable extensión de 300 páginas- una sorprendente relación calidad-precio: solo 7,40 euros.




COMENTARIO DE DAIQUIRI 




Este viejo relato escrito en los ochenta, uno más entre los cuatrocientos compuestos en estas tres décadas, fue concebido también como un pequeño diorama o como una de esas cajas tridimensionales, sugestivas y simbólicas, en las que Joseph Cornell reunía en poco espacio una serie de objetos minúsculos. En aquella época era tan adorador de la brevedad, de la concentración y de la intensidad como lo soy hoy día. Y ahora como entonces, busco esa crónica de la extrañeza fijada por José María Merino, intento lograr piezas bellas e incitantes, textos esencializados que encierren el Cosmos en una botellita. Daiquiri es una situación extrema, in media res y con el final sorprendente propio de los que seguimos la sentencia de Carlos Pujol: “Si la literatura no tiene una sorpresa constante no tiene gracia. Para eso, ya está la vida”. E imagino que el carácter lírico del texto responde a mi idea -quizá peregrina- de que la literatura no debería limitarse a reflejar fielmente una realidad anodina, vulgar o con frecuencia repulsiva, sino esforzarse en prestarle la forma poética de la que carece, aliñarla con otros contenidos, con otros ángulos y perspectivas, crear belleza e imaginar otros mundos, metamorfosear en definitiva esa oruga fea, caótica, aburrida y doliente en una estilizada mariposa. 

Recuerdo vagamente que al escribir Daiquiri me divirtió -era muy joven- borrar de un plumazo la posibilidad de paraíso en este planeta, seguro como estaba de que el hombre lleva consigo el infierno allá donde va. Creía además que el suicidio era, junto con la experiencia artística, el único modo de escapar del dolor inherente a la vida. Con el paso del tiempo, sin embargo, supongo que uno acaba aferrándose de manera desesperada a cualquier atisbo de paraíso, por muy fútil o menguado que sea. Pero pienso que hay algo que permanece intacto tras la lectura de Daiquiri, y es la innegable sensación de que los sueños se corrompen al contacto con la realidad. 

Este texto pretendía -creo recordar- darle un golpe de gracia al mito de los Mares del Sur, subvertirlo, enfrentarlo en su última línea a una realidad concluyente. La fascinación por la naturaleza y los usos sociales de esas tierras coralinas se remonta al siglo XVIII. Uno de los muchos navegantes que visitaron Tahití en aquellos años, escribió: “En todo lugar veíamos la hospitalidad, el reposo, una dulce alegría y todas las apariencias de la felicidad”. Era la percepción estereotipada de unas islas aparentemente pródigas y de unos nativos que vivían en paz sin reglas que los subyugasen, una imagen que encajaba con la del “noble salvaje” dibujada por Rousseau, y que ocultaba -a los ojos de todos aquellos literatos, pintores y antropólogos que llevaban puestas gauguinic glasses- jerarquías dominantes, tabúes, reglas muy estrictas y la necesidad de trabajar duro para sobrevivir. Este referente del paraíso en la Tierra, avivado en el XIX por los románticos, este discurso colonial consumido por generaciones sucesivas, este exotismo, tranquilidad paradisíaca, paganismo y expectativas turísticas, pueden devenir en desazón, en aislamiento asfixiante. Las líneas de Daiquiri juegan a destruir el mito mediante un travelling cinematográfico de ida y vuelta, sin puntos y aparte, en menos de una página y con un final que el lector puede completar si juega -él también- a imaginar por qué la realidad disparó contra la ilusión.


Santiago Caruso




DAIQUIRI 



Llueve. Llueve sin tregua sobre la isla. Llueve con una persistencia pegajosa y sobrenatural. Tendido en el jergón de bambú, empapado por el sudor y la humedad, tiene la vista errante en el ojo de buey de la lejanía sin horizonte, en el azul intenso y puro, en la arena abrasada de la playa desierta, en las palmeras y margallones hinchados de pulpa calada y tallos prensiles, en el hormigueo de las burbujas de lluvia que estallan viscosas sobre la lona curtida de los toldos, sobre las pencas de pescado en salmuera, sobre el barniz deshecho de los maderos del bungalow. Lo ve todo a través de sus gafas oscuras. Hace mucho tiempo que subió las persianas y abrió los podridos postigos de la habitación. Difusos cendales de lluvia verde-gris empañan el archipiélago entero con su rumor impreciso, ondulante y musgoso, excitando los sentidos y erizándolos de sofocantes olores, salazones pestilentes, caña de azúcar quemada, azafrán y jengibre y pimienta, flores, algas secas, tostaderos y vegetación renovada. Había partido de lejanas tierras en busca del paraíso. Siempre tuvo presentes a Gauguin y a Stevenson, a sus vidas transcurriendo en la radiante beatitud y en la inmensa y exótica soledad de los Mares del Sur. Como él ahora en esta cama, en esta isla dorada de maravillas, hospitalaria y salobre, bajo el brumoso enrejado de la lluvia, rodeado, aunque no turbado, por generosas indígenas, alegres y tímidas, ataviadas con ajorcas y collares, por galeones hundidos, peces luminosos, lunas tórridas, telúricas tormentas nocturnas, pájaros esmeralda y turquesa, lametazos de sombra rebrillando en la espesura enmarañada, chalupas danzando en pleamar o luchando contra tiburones fosforescentes. Llueve sin cesar, en racimos blanquecinos. Días y noches insomnes. Lloviendo. El zumbido amarillo de la desolación reverbera y resuena como los picotazos de los insectos, como el lenguaje de las serpientes, como el delicado y tibio ribeteo de las olas, como las goteras en los garrafones, calabazas y cocos vacíos. No escampa. El zumbido amarillo de la desolación se ensancha e irrumpe con sosiego sobre la vela consumida, sobre el quitasol, sobre el vaso de daiquiri a medio beber, sobre sus gafas de sol, sobre su mano helada, sobre el tambor de la pistola donde falta una bala. Llueve. 


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