Son pocas las ocasiones en que podemos oír hablar de un autor de viva voz bajo el prisma depurado de otro escritor -ambos estilistas-, en que podemos acercarnos al trabajo creativo y a la vida azarosa pero coherente de Chateaubriand de la mano de Ángel Olgoso, que escogió las Memorias de ultratumba como "El libro más curioso de mi biblioteca", en la nueva edición de este ciclo coordinado por Juan Chirveches en el Centro Artístico de Granada. Me consta que todos los asistentes se sintieron embelesados, no sólo con la completa glosa de esta obra del vizconde y con la lectura de un relato de Ángel protagonizado por el mismo Chateaubriand (Últimas voluntades), sino también con el emotivo relato de la creación en el tiempo de su propia biblioteca.
Ciclo "El libro más curioso de mi biblioteca":
MEMORIAS DE ULTRATUMBA
De entre los pocos libros curiosos de mi biblioteca (nunca he podido permitirme muchas alegrías o extravagancias librescas) podría haber hablado hoy de los dos volúmenes, ilustrados por Xaudaró, de los Viajes morrocotudos en busca del Trifinus Melancolicus de Juan Pérez Zúñiga; o de los Viajes por España del Baron Davillier, ilustrados por Gustavo Doré; o incluso del monográfico de Le Correspondancier du Collège de ’Pataphysique sobre los libros inexistentes. Sin embargo, me he decantado por los cuatro tomos en su estuche con la versión íntegra en español que publicó la editorial Acantilado de las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, porque, en primer lugar, comparada con este libro deslumbrador y subyugante, cualquier otra lectura puede parecer, más que una decepción, un pecado, hasta tal punto que hablar de él es empobrecerlo. Y, en segundo lugar, por tratarse de una cima estilística de la cultura occidental con una etiqueta equivocada durante 150 años, por su originalidad, por su marginalidad, por su carácter transversal, por su condición de libro maldito debido a la complejidad formal, a las dificultades comerciales de su publicación y a los prejuicios ideológicos contra su autor: los reaccionarios a ultranza lo consideraban democrático y derrotista, casi un anarquista, y los progresistas un reaccionario, un nostálgico, un beato defensor del Trono y del Altar. En realidad, Chateaubriand es el único escritor moderno a la altura de Dante y de Milton y sus Memorias una impresionante epopeya cuya vitalidad sonora refleja la caída del hombre en el tiempo histórico, una vorágine que recoge el flujo de lo real, donde cada instante es sentido como parte del todo.
Con Juan Chirveches
Francis Ponge definió a esta obra maestra de estilo excelso como "un Louvre de lectura". Para Jaime Siles, Chateaubriand es el cronista de una época que va del Antiguo Régimen, la revolución y el Terror hasta el Directorio, el Consulado y la restauración; el notario de una clase social llevada hasta el cadalso,; el puente de mando de un navío en el que, como todo ser humano, está condenado a naufragar. Y el mismo Napoleón, en Santa Elena, dedicó a su enemigo -que primero lo admiró y luego lo odió- esta espléndida frase: "Chateaubriand ha recibido de la naturaleza el fuego sagrado, sus obras así lo atestiguan. Su estilo es del del profeta". Marc Fumaroli tiene la impresión de que, para Chateaubriand, el único lugar donde le era posible vivir era en su propia obra: se construyó un castillo de papel en el que a la vez se sentía exiliado y como en su propia casa. Christopher Domínguez reconoce que usa las memorias como libro de cabecera, enciclopedia y oráculo manual, como las Escrituras sobre las que se puede jurar por la libertad de los modernos.
Aquel pequeño caballero bretón, aquel aventurero y romántico sui generis, al que le tocó ser soldado en el Ejército de los Príncipes contra la República, miserable emigrado en Londres, restaurador intelectual del cristianismo, admirador del Cónsul Napoleón y más tarde su enemigo jurado, principal publicista de la Restauración, embajador en Londres y en Berlín, ministro de Luis XVIII para pasar a ser opositor liberal de los Borbones, aquel arquetipo del hombre expulsado del Antiguo Régimen y desengañado de la Revolución que se despierta desamparado y convertido en un moderno decidió lanzar -como afirma Jean-Claude Berchet- "una botella al mar en dirección a la posteridad": Chateaubriand, actor y víctima, transformó unas rudimentarias Memorias de mi vida, a cuya redacción a golpe de crisis dedicó más de cuarenta años, en lo que serán después, unas Memorias de ultratumba escritas por capas y armadas con una perfección de orfebre, obra de un Chateaubriand ya viejo y retirado del mundanal ruido en la Abadía de los Bosques.
Según una teoría muy interesante, Josep Pla dedicó las 30.000 páginas de su obra a hablar de sí mismo sin contar nada de su vida. Chateaubriand, en cambio, en las 2.722 páginas de su libro, vacía todos sus armarios, no esconde sus sentimientos, sus peripecias, sus viajes, sus ilusiones y sus decepciones mientras recorre su vida, desde su nacimiento y sus orígenes hasta casi sus últimos años. François René de Chateaubriand, hijo de un noble venido a menos, creció en un castillo medio en ruinas en Bretaña, rodeado de robledales, halcones y cuervos. Siguiendo el modelo de las Confesiones de Rousseau, en estas casi tres mil páginas de exquisita calidad literaria, sólo propia de los elegidos, rebosa la febril vida del autor, que tras su paso por el regimiento de caballería, su viaje a los nacientes Estados Unidos, su naufragio al regresar a Europa y su paso por la indigencia, llegó a se una de las personas más influyentes en la Europa del siglo XIX: se codeó con papas, con reyes usurpadores, con reyes legítimos en el exilio, con príncipes herederos, con intrigantes y medradores; realizó una crónica en directo del cólera que llegó a París, inauguró los recorridos por una Venecia desfalleciente, hizo de correo entre París, Praga, Ratisbona y Roma, describió las aldeas en las hacía parada, narró la Revolución de julio, la nueva caída de un rey... En sus análisis de los movimientos sansimonianos, fourieristas o falansterianos, anticipó certeramente algunos de los totalitarismos del siglo XX. Y las 400 páginas que en las memorias dedicó a glosar la vida de Napoleón son consideradas una obra maestra de la pintura histórica, superiores a los retratos que de los césares hicieran los escritores de la Antigüedad. Todo esto quizá dé la impresión de que la grandeza de esta obra reside en su valor como testimonio histórico. Nada más lejos de la realidad, es la escritura de Chateaubriand lo que hace inolvidable su lectura: nadie ha escrito con tanta elegancia, con tanta pasión y a la vez con frases lánguidas y voluptuosas, nadie es capaz de pintar de forma puntillista y simultánea el tiempo y el espacio, capaz de utilizar tantos registros poéticos y narrativos sin perder nunca dinamismo, nadie logra que lo relatado aparezca en su máxima plasticidad, que la inserción de discursos y la reproducción de informes y cartas constituyan islas de vida en medio de esta soberanía de la muerte. El lector no puede asistir sino maravillado y perplejo a la concatenación de los acontecimientos, a lo que Jaime Siles califica como "el Mar de los Sargazos de esta prosa", que no procede del historiador, sino del moralista y del profundo conocedor de la cultura clásica.
Es sabido, por otra parte, que no se puede cruzar del siglo XVIII al siglo XIX sin pasar por el jardín de Chateaubriand. Unos lo consideraban un puente entre el Antiguo Régimen y la república. Otros, movidos por el sectarismo y los prejuicios, veían en él la encarnación del espíritu católico y monárquico. Pero las ideas políticas de Chateaubriand no se ajustan a ningún molde porque están guiadas en todo momento por la coherencia y la lealtad a sus principios, algo que se aviene muy mal con la ideología. Defensor de la monarquía, pero firmemente convencido de que el rey no tiene un poder preexistente a las leyes; partidario de la libertad de prensa y adalid del sistema representativo; admirador de Napoléon pero crítico al mismo tiempo, Chateaubriand intenta conciliar el honor de los antiguos con la libertad de los modernos, encontrándose siempre en una difícil situación, aquella en la que el verdadero intelectual se ha visto siempre. Fiel a sus creencias, va pasando por cargos que los distintos poderes le confían y que su independencia de criterio le obliga a rechazar. Se convierte así no tanto en el académico, el embajador o en el varias veces ministro que fue como en el continuo dimisionario que, por exigencias de carácter, ha sido. Tras todo ello, se comprende que el personaje de Chateaubriand conspirara fatalmente contra su obra. Además, siempre se quejó con amargura de que Lord Byron lo ninguneara, y no pudo evitar que la publicitada muerte de éste en Grecia lo convirtiese en el predilecto de las almas bellas. Frente a él, poco podía hacer un Chateaubriand ocupado en intrigas palaciegas, en ministerios y periódicos de oposición. A pesar de ser uno de los padres fundadores del Romanticismo, a pesar de sus grandes gestos gallardos, de su rebeldía ante el poder, de sus numerosos amores intensos, de su fama ("ser Chateaubriand o nada", diré el joven Víctor Hugo), al final semejaba un adefesio fosilizado, la gloria haciendo trabajo de oficina. Pero a la larga, puede que Chateaubriand haya vencido al snob revolucionario inglés: leer sus Memorias en lugar de otro libro cualquiera es como encontrar una antigüedad egipcia auténtica en una tienda de souvenirs para turistas.
La tumba de Chateaubriand, tal cual él dispuso, sin nombre que lo identificase, para "sólo escuchar el mar y el viento", se encuentra en el islote del Grand-Bé, frente al mar, los faros bretones y la ciudad amurallada de Saint-Malo, donde nació. Al minúsculo trocito de tierra sólo se puede acceder a pie cuando la marea está baja. Cuenta Simone de Beauvoir en sus propias memorias que a ese rincón de piedra llegó una buena tarde el joven Jean-Paul Sartre y orinó sobre la tumba. Este gesto canino, esta cortedad de miras, marcaba el territorio en que transcurrió durante el siglo XX la posteridad de las Memorias, leídas únicamente como una antología de episodios históricos o un paseo ante la galería de las celebridades, y la posteridad de Chateaubriand, menos un hombre que una cultura y una época, condenado a hozar, "confuso aunque inmortal", en el vacío. Nuestro autor diseñó minuciosamente la estructura del magno texto con el que creía haber cerrado el ciclo de su vida y decidió que se publicara de forma póstuma (de ahí el título). Sólo unos pocos fieles del cenáculo de madame Récamier habían escuchado algunos fragmentos. Ahogado económicamente, para intentar asegurarse una renta vitalicia, y creyendo "hipotecar su tumba", en 1836 se creó una sociedad que compró sus derechos, de lo que después se lamentaría con dolor. Quizá porque tardaba en morir más de lo previsto, la sociedad cedió en 1844, a sus espaldas, los derechos para su innoble publicación por entregas en el diario La Presse, nueva propietaria de la obra. Chateaubriand se vio obligado a un colosal trabajo de revisión que le costó un par de años a este incansable escritor casi octogenario, suprimió muchos pasajes y logró incluso mejorar con maestría el conjunto de la obra en casi cada una de las partes. Creyó que todo estaba bajo control, pero no fue así. Una vez muerto Chateaubriand, La Presse eliminó la división de las Memorias en libros y capítulos, indispensable para la comprensión misma del texto, y publicó las Memorias como folletín en 12 volúmenes entre 1848 y 1850, reproduciendo sin los cambios ni las disposiciones detalladas por Chateaubriand lo que había aparecido antes en el diario La Presse.
Al final tenemos un niño imaginativo perdido en el castillo de Combourg, aterrado ante los rigores del padre y fascinado por los oscuros resplandores de la naturaleza. Al final tenemos a un dandi septuagenario que sigue retocando sin cesar la imagen de su vida ante el espejo de la literatura mientras escribe: "Las danzas se trenzan sobre el polvo de los muertos y las tumbas crecen bajo las huellas de la alegría". Un autor al que, en la magra medida de mis posibilidades, he querido reintegrarle algo de la justicia poética que merece: en uno de los textos de mi libro Breviario negro, en el relato titulado Últimas voluntades, me permití el atrevimiento de traer de vuelta al vizconde de Chateaubriand, darle la oportunidad de reordenar a placer su memorial, volver a saborear su melancolía, su refinada retórica, su desencanto, su introspección, su sensual y morosa poesía, la arrebatadora pasión con que defendía sus convicciones. Como él mismo escribió, "a menudo los hombres de genio han anunciado su fin con obras maestras: es su alma que levanta el vuelo".
Angel, vaya ante todo que aunque conozco el autor, no he leído nada de él; pero me prometo a mí misma leer, si consigo entenderlo, "Memorias de Ultratumba". Te felicito por tu presentación o charla. He comprendido el espíritu tan controvertido de Chateaubriand. Me quito el sombrero, Angel.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario y por tu promesa. No te arrepentirás de la lectura: es toda una experiencia.
ResponderEliminarGracias, Ángel.
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