He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

sábado, 5 de enero de 2019

La Rosa Azul en la antología "Hokusai"

Brevilla, revista digital de minificción, acaba de publicar HOKUSAI, antología que reúne microrrelatos basados en la xilografía «El sueño de la esposa del pescador», de Katsushika Hokusai, 1820. Tras una primera entrega, Tentáculos y textículos (2015), la revista Brevilla, cuya editora es Lilian Elphick (Chile) y cuyo Comité Editorial está compuesto por ella misma y por los también escritores Patricia Nasello (Argentina) y Sergio Astorga (Portugal/México), recoge en Hokusai textos -no pasan de 200 palabras- de autores de 14 países que han recreado de múltiples formas esa obra de arte sugerente, erótica y valiente del pintor japonés.
Ángel Olgoso participa con una escena destilada de su relato La Rosa Azul -que hace alusión expresa al tema de "El sueño de la esposa del pescador"- perteneciente al libro Breviario negro.
A continuación os dejo con el texto tal y como ha aparecido en la revista, con la introducción de la antóloga Lilian Elphick, con el cuento completo de Ángel y con el audio que del mismo grabó Roberto Martínez Mancebo.



("El sueño de la esposa del pescador", Hokusai)




(Tentáculos y textículos, José Luis López Galván)


TEXTÍCULO INTRODUCTORIO





Lilian Elphick, Enero de 2019


Hokusai es una antología digital que reune microrrelatos basados en «El sueño de la esposa del pescador», de Katsushika Hokusai (1760-1849), pintor y grabador japonés, adscrito a la escuela ukiyo-e del periodo Edo. La xilografía en cuestión pertenece al género shunga, de contenido erótico.
Los microrrelatos pertenecen a escritores/as de Argentina, Chile, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Colombia, Perú, Bolivia, Portugal, Canadá, México, Australia, España, Italia, nacidos/as o que viven es estos países. Cada uno/a de estos/as autores/as sembró una perla en sus minificciones. Brillante, pulida, cautivadora. Que nos perdone el maestro Hokusai por habernos montado arriba de su xilografía, que se apiade de nosotros/as, escribientes de mínima factura, por haber retorcido y subvertido a aquella mujer soñadora, con palabras que, al final, son colores y texturas. Una imagen re-creada, transformada, convertida en historias. ¿Soñaremos con el castigo de «La gran ola de Kanagawa» rompiendo en nuestras barcazas ficticias? Quizás no. Quizás Hokusai se esté riendo en este mismo momento por haber provocado e inflingido tanto erotismo a nuestras plumas. Erotismo al modo de George Bataille:

«Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte». 

Aquí, apreciado/a lector/a, encontrarás viscosidades y placeres varios bañados en sueños. Podrás, incluso, aprender a cocinar el pulpo según varias recetas; o ilustrarte acerca de las buceadoras de perlas que aparecieron en algunos textos de esta antología. Sabrás, también, de escenarios marinos,
intertextualidades grecolatinas, musicalidades, guiños a Kafka, Lovecraft y Cthulhu, coqueteos con Chuang Tzu y con el psicoanálisis. Los microrrelatos que hallarás aquí son como el aleph borgiano: se reúnen todos los tiempos, pasado, presente y futuro; cronos y aión. No se trata de una esfera, sino de tentáculos que se enredan unos con otros. Estos brazos literarios, plenos de frescura, actúan en rebeldía. Se oponen a la moral y las buenas costumbres, al temor al placer sensual y sexual y son, definitivamente, un estallido de significados. Aquí no hay nada obsceno; es más obscena el hambre y la guerra, las murallas fronterizas que impiden la entrada a miles de migrantes, las matanzas, la ascención del fascismo, los femicidios diarios. La literatura siempre será un acto de rebeldía y resistencia.
Estoy segura que esta antología no será censurada por aparatos estatales ni eclesiáticos, como lo fueron El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, Lolita, de Vladimir Nabokov, Madame Bovary, de Flaubert, Persépolis, de Marjane Satrapi, los escritos de Boccaccio, Marqués de Sade, Oscar Wilde, Henry Miller, Cela, J.K. Rowling, por citar algunos ejemplos. Aunque más de alguien pondrá el grito en el cielo: aquellas/os frígidas/os damas/os del jurado que aún pululan bajo las piedras de la ignorancia. Y seremos acusados/as de incitar a la zoofilia.
Los microrrelatos aquí reunidos destruyen el cliché de lo erótico donde la mujer es castigada por amar/gozar y reorganizan un sistema literario diferente y desprejuiciado.

(Leda y el cisne, Rubens)


LA ROSA AZUL 


Me llamo Auguste Roquiers y durante toda la semana, a instancias de un deseo imperioso, fui perseguido hasta la exasperación por incitantes y sinuosas visiones de odaliscas blanquísimas como piedra de cantera recién cincelada; fui asaltado con alevosía, en una rotación sin tregua, por un turbión de formas femeninas, de imágenes de orificios fruncidos, de blandas solapas de carne, de pliegues pilosos, de franjas completamente rasuradas, de pezones como redondas y oscuras tulipas de lámparas de gas, de curvos ribetes, de talles de badana curtida, de prominencias que colgaban como graves alhajas, de glúteos arrebolados, de las rosadas lascas de labios en maceración. Anoche, ante unas copitas de Chablis, sin necesidad de levantar la liebre, Landriot adivinó tal estado de agitación: acababa mi amigo de sentenciar que el placer debe proteger de la locura y no propiciarla cuando, en el acto, me arrastró decidido a la fría bruma de la noche. Caminamos por las calles del distrito como bajo sombras de esfinges. Landriot tiene el labio de los Habsburgo, anadea un poco al andar y en ocasiones puede mostrarse impaciente o desabrido, pero desde los tiempos del Lycée Condorcet siempre está dispuesto a robustecer mi carácter sacudiendo, sin miramiento, los escrúpulos que aún lo deshonran. 

Me consumía ya la impaciencia al llegar a la rue de Vaugirard. La hora y el lugar, un discreto pero distinguido edificio cerca de la trasera del hospital Necker, le otorgaban a la escena la emoción reservada a las conjuras. Landriot, con su desenvoltura de jurista de Freppel y Perraud, tendió una tarjeta al encargado de abrir la puerta. El ujier, reverencial, nos franqueó el paso a un vestíbulo en penumbra del que partían corredores alineados remedando un laberinto. Nuestra mirada tardó en descubrir paredes forradas con un tafetán azul intenso o índigo. El silencio, removido por ondas de remotos jadeos amortiguados; la semioscuridad, horadada a intervalos regulares por la suave luz de unos cristales ovalados que permitían asomarse al interior de cada habitáculo; los destellos del bruñido pasamanos que recorría los pasillos, sobredorándolos; la lascivia de los motivos vegetales en la ininterrumpida alfombra, entrelazados hasta perderse de vista; todo hacía que el espacio del misterioso inmueble cobrara una elegancia irreal. Seguí a Landriot hasta la primera puerta, signada en su centro con un letrero de caoba, cuyo filete de latón tenía buriladas las palabras ANDRÓMEDA ENCADENADA. Nos asomamos a la luna abierta junto a la puerta y, ante un fondo guarnecido de rojos cortinajes como lenguas de fuego, contemplamos a una saludable mujer de cabellos morenos ofrecida en sacrificio, con los brazos sujetos en alto mediante argollas, vistiendo únicamente un cordón de perlas y crisopacios que rodeaba sus caderas. A sus pies, una criatura de rasgos deformes recogía las lágrimas de la cautiva y las bebía con devoción. La luz, proveniente de alguna tronera abierta entre los casetones del techo, caía en diáfanos haces cenitales sobre las figuras vivas realzándolas, modulando cada ángulo, jaspeando cada miembro, tiñendo cada torso de una claridad lechosa. Varios espectadores desfilaban alrededor de la composición como si se tratara de los especímenes naturales de un diorama de museo. Un visitante tocado con chistera llegó a hundir, someramente, la punta de su bastón en el vientre rosáceo de Andrómeda. 


(Andrómeda encadenada a la roca, Henri-Pierre Picou)

Fuera lo que fuera aquel sitio, a medida que se sucedían las piezas, lujosas y altas de techo, se satisfacía un ideal, un goce insólito. Cambios consecutivos de atrezo en los interiores, orientaban nuestros pasos del hermoso Endymion observado por Selene mientras dormía en un impúdico estado de abandono, al rey Candaulo que escondía a su ministro Giges en el dormitorio para mostrarle con arrogancia la espigada belleza desnuda de la reina. Había tableaux-vivants de ejecución extraordinariamente compleja, tales como EL INFIERNO DE LOS AMANTES CRUELES, que contaba la historia de Nastagio degli Onesti, una crónica de amantes desdeñosas, fantasmas a caballo y castigos sin fin; o ANTIGUO EGIPTO, que me proporcionó la visión brusca de una singular tradición alejandrina, la de las mujeres que se prostituían con cocodrilos. Asistí también, atónito, a representaciones más sobrias o de una laxitud untuosa, pero igual de provocadoras: David tocando la cítara ante el rey Saúl, reclinado en su trono guarnecido de orfebrería, despojados ambos de sus vestiduras y sobreexcitados; LA MUJER CAMBIANTE, robusta y jovial divinidad de los apaches; un columpio idéntico al de Fragonard; LA DAMA DEL TIZÓN, una casta española, con su camisola ojeteada a la altura del pubis, valiéndose del candente utensilio para inmolarse y alejar la tentación; LA OSTRA VIENESA, postura de inverosímil agilidad en la que una muchacha, tumbada boca arriba y con las piernas cruzadas detrás de la cabeza, exponía totalmente sus más recónditos portillos; o el PORNÓCRATES, simulacro cumplido por una señora de ojos vendados, desnuda a excepción de los largos guantes negros, las medias de seda negra y el lazo azul en la cintura, que caminaba altiva guiada por un cerdo atado con un fino hilo, al tiempo que pisoteaba un friso adornado con una lira, un laúd y una paleta de pintor. 

(Escenas de La historia de Nastagio degli Onesti, Sandro Botticelli)

La variedad de creaciones, el carácter confidencial, la atmósfera de sofocante intimidad de aquellos retablos animados exacerbaban poco a poco mi sistema nervioso, lo aturdían a cada paso, lo endulzaban con inflamadas veleidades. Con frecuencia, abríamos una puerta y penetrábamos en la camareta junto a otros caballeros y alguna dama, como queriendo cerciorarnos de que no eran alegorías hieráticas ni maniquíes que procuraban la ilusión de lo escabroso, como si presintiéramos que allí se agitaban y resplandecían, en dúctiles maniobras, las pavesas de todos los secretos humanos. Landriot se unió, sin asomo de zozobra por su parte, a ciertas exhibiciones: accionó el mecanismo que sumergía, en una cuba de agua, a una madura voluntaria rubia atada a una silla fijada en un poste, y se interpuso entre un ramillete de cándidas pupilas que, provistas de varas, azotaban y eran azotadas. La delicadeza con la que, en aquella peculiar y exquisita exposición, era materializada cada perversión degradaba aún más el recuerdo de los prostíbulos ordinarios, estragados por la cochambre, las risas intemperantes o los clientes de broncos modales. Aquí, por contra, en estancias adamascadas, sus sofisticadas ofrendas humanas transitaban de la inocencia y la tentación a la pasión y los suplicios, e imprimían al conjunto el encanto evocador de un ensueño, de un recogimiento estético, de un culto pagano. 

(Pornócrates, Felicien Rops)

Transcurrieron horas. Ocultos en las profundidades de los corredores azules, a impulsos de la curiosidad y el apetito, ayudados por el cosquilleo punzante del anonimato, atisbábamos a través de los óvalos de cristal o merodeábamos dentro de las barrocas alcobas rojo sangre, entre tabiques y telones pintados a la aguada, entre crespones y banquetas, entre colgaduras y vitrales ciegos, estudiando al detalle cada cuadro, donde el don de la desnudez blanqueaba como azogue. Según avanzábamos, nos impregnaban tenues aromas delirantes, efluencias de tilos invisibles, de licores abaciales, de tintura de láudano, de loción de violeta, emanaciones que se agostaban al momento, esencias almizcladas que huían como pececillos asustados, jugos erosivos que desfallecían en cuanto se cerraba la puerta de la estancia. 

Con la representación EL SUEÑO DE LA MUJER DEL PESCADOR empecé a acusar un notable enervamiento, un entusiasmo febril: al empujar la puerta, recibimos una brutal exhalación marina antes de encararnos con un pulpo viscoso y convulso que, recortado contra un paisaje japonés rameado de púrpura y oro, adhería su boca picuda a la vedija oscura, poblada, húmida, de una mujer recostada sobre un diván. Sus tentáculos se enroscaban en el cuerpo de la ocasional amante, introduciéndose simultáneamente por todos sus orificios. El cefalópodo empleaba además las ventosas para pulsar, omnímodo, todos los sentidos de su presa. Alcanzada en las entrañas, ésta gemía herida de muerte y de dicha, con una expresión sobrehumana de lúbrico horror pese a los ojos cerrados. 

Netsuke

Aunque había bebido tres copas de Chablis, del que dicen que intensifica la lucidez, era la calidad a la vez narcótica y enardecedora del surtido muestrario artístico, el soberbio acabado de sus analogías y excesos lo que me iba embriagando. Con la voluntad arrastrada por una racha de concupiscencia, los ojos me pesaban, saturados, ardían mis párpados entre los miasmas de aquel invernadero de carnosas plantas. Las distintas escenas, las sugestivas posturas amatorias, cuya destreza atirantaba la piel de los figurantes, empezaron a amalgamarse en mi mente, extenuada hasta tal punto que apenas si podía recibir ya, de aquella galería de placeres y crudas voluptuosidades, más que pormenores aislados que se mezclaban en desorden. Al lado de Landriot, creo haber visto sombras fugaces de los extraños que se cruzaban con nosotros en busca de los vasos sagrados de la fornicación y, dentro de las estancias, redoblándose en espejos como una profusa lluvia de pétalos, de movedizos arabescos, anatomías lánguidas o crispadas, núbiles u opulentas, extremidades albas como el narciso de las nieves, clavículas moteadas, corvas y empeines, una velluda axila, una abultada lengua hurgando el aire, unas medias verdes, una guirnalda griega de falos, una mesa de cambista, vidriados frascos de farmacia, una silla inglesa de doma, acantos en forma de vulva, un confesionario, una otomana de terciopelo, anillos cosquilleadores fabricados con párpados de cabra, una pajiza calavera sobre un misal. 

(Europa y Zeus, Franz von Bayros)

Landriot, que me instruía de continuo al oído, me tomó del brazo y me condujo hasta un facistol montado sobre pie de madera labrada. El soporte del voluminoso atril estaba ornado con un águila de ebanistería sobre cuyas alas abiertas descansaba un ejemplar de I modi, a decir de mi amigo, la obra de arte erótico más codiciada y perseguida a lo largo de los siglos. Me mostraba los Sonetos lujuriosos de Aretino y los grabados de Julio Romano contenidos en aquel libro cuando, por vez primera, alguien nos habló allí dentro. “Nacer es un placer que muere”, oí a mis espaldas. Landriot usó su crédito de seducción para presentarme al caballero del monóculo, bigote gris de militar y una voz complacida por la solidez de su posición en el mundo. Sostenía una copa de champaña como quien lleva un gavilán en su puño. El conde de Chapisson, artífice y propietario del museo-burdel La Rosa Azul, me miraba con atención sostenida. “¿Conocía usted esas palabras de Séneca? A mí me guiaron particularmente a la hora de idear las innovaciones de este selecto establecimiento. Aquí las existencias incoloras pueden someterse por completo a sus impulsos y afinidades”. Dominado y aleccionado por su tono, contemplé, a mi vez, al conde como a la araña que se acerca sin ambages a su captura enredada en la tela. Se diría que percibió en mí un ansia informulable, malsana, una necesidad hiriente de entrar en otro cuerpo, en otra vida, de desgarrar la carne impenetrable, de ser consumido por un fuego sombrío. No necesitaba la amable invitación del conde ni el aliento de Landriot para probar, para dejar atrás la oscuridad azulada de los pasillos y tomar parte, de modo vigoroso, en el repertorio de salaces dioramas, en las perezosas piruetas de este teatrillo encantado. Podría convenir que para mí es un bálsamo largamente esperado. Que no importan las tarifas una vez suscitada la urgencia. Que mañana noche regresaré solo, que concertaré una primera cita con el deleite más turbio, que reservaré para empezar el aposento ACTEÓN donde, a la espera de nuevos catadores, comenzaré por fin a ser despedazado una y otra vez por los perros del deseo. 



(Picasso)



2 comentarios:

  1. Este relato es, sencillamente, una obra maestra.
    Rober.

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  2. Muchísimas gracias, querido Rober, por el piropo y por el maravilloso audio que has grabado. Espero que te esté yendo muy bien en el nuevo destino. Un abrazo fraternal.

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