Geometría del desconcierto fue un proyecto conjunto del poeta Juan Carlos Friebe, el artista Jaime García y el promotor cultural José Vallejo. En ese estimulante espacio multidisciplinar de reflexión y difusión cultural, se publicó el relato de Ángel Olgoso Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde, uno de los relatos más largos de Ángel, perteneciente a Las frutas de la luna y compuesto por tres textos en matrioska: varias páginas del diario de un profesor de Arte, un fragmento de la tesis de un alumno suyo sobre el pintor Friedrich y, la parte principal y más extensa, el capítulo íntegro de las memorias de alguien que de joven conoció al maestro y lo acompañó, durante tres noches del verano de 1835, a tomar apuntes del natural para un cuadro muy especial que debía representar la luna de un modo turbador.
LAS MONTAÑAS DE LOS GIGANTES
A LA CAÍDA DE LA TARDE
7 de marzo. Jueves por la noche. Hoy, para dicha de nosotros, los mortales, todo en el mundo parecía estar en su sitio, ordenado en una serie de círculos concéntricos como en el Infierno. Hoy, las cosas enrasaban unas con otras, no había espacios holgados entre ellas, ni aristas que provocaran sangrientos equívocos, todo era ostensiblemente doméstico (clases hasta media mañana, correos a Elena, a D'Ors y a la Fundación Juan March, revisión médica en la Mutua de Cartagena, retomar la idea de comprar un perro) hasta que, a las 15.00, mientras almorzaba mirando la televisión, solo y con la parsimonia fingida de siempre, vi fugazmente en la pantalla ese cuadro inacabado de Friedrich. Una pequeña sacudida. El brillo de los días, que hacía mucho que se esfumó de mi vida despoblada, oculto bajo una capa de manías y de frustración, regresó por un instante. Y con él, un recuerdo: la sensación enigmática, indefinible, que me produjo cinco años atrás -durante la defensa pública de su tesis doctoral ante el tribunal del que yo formaba parte- la lectura de una de las fuentes con que el alumno, un tal Valdenebro, apuntaló su proyecto de investigación. La tesis, un trabajo mediocre y lastrado por la habitual pereza imaginativa, contenía en efecto cierto fragmento peculiar que el estudiante -quizá sin plena conciencia de su valor- entresacó de un libro de memorias del XIX del que nunca había tenido referencias, y en el que un personaje desconocido ilumina, de primera mano, la figura de Caspar David Friedrich. Sentí entonces la necesidad de evocar la vaga ensoñación que me suscitó aquel extracto, una añoranza de la armonía, de lugares y épocas del pasado, del arte como religión, de la entrega metódica del artista, de la pintura como grandeza sin domesticar, como creación y no recreación, como experiencia sublime que comunica con lo absoluto.
Hoy, en este diario, contradeciré al proverbio sufí: las palabras no permanecerán en la costa.
A las 16.00, estaba firmemente decidido a hallar el original de la tesis en la biblioteca del Departamento. A las 17.30 ya rebuscaba entre sus estantes. Impaciente, crucé unas palabras con Hernando, que apareció de pronto (una vez más, la pestilente farsa del trabajo, la repulsiva hipocresía social, la posición de guardia de los dos tiradores de esgrima, el sombrío y el superficial: conspiraciones, últimos traslados, se irá este fin de semana al campo, cerca de Fuente Álamo, creo, piensa consagrarlo a su pequeña flor, otra estudiante hipnotizada por su labia, pelo engominado y mirada maliciosa, a la que el depredador libará despiadadamente en su tercer juego amoroso desde el divorcio, es posible esquilar a una oveja muchas veces, acostumbra a decir, pero sólo se la puede desollar una vez, acostumbro a completar el lugar común, Hernando siempre me ha parecido ridículo, un golfo feliz de vida remodelada, un meritorio de sí mismo ¿lo desprecio? ¿lo envidio?). La encontré: El paisajismo romántico. Melancolía y desmaterialización, por Manuel Esteban Valdenebro. Esta noche, al tener de nuevo entre las manos, después de tanto tiempo, esas pocas páginas testimoniales que abren un paréntesis sustancioso en el interior de aquel trabajo académico y rutinario (no recuerdo si consiguió doctorarse, seguramente lo hizo cum laude), vuelvo a pensar con fruición en las pinturas que imponen sus propias condiciones, las que unen el espíritu con la naturaleza y le hacen percibir la inmensidad del misterio del mundo. ¿Cuántos años hacía...? Se acaba la tinta, por supuesto. Justo ahora. Sin recambio. Al intentar alcanzar una estilográfica nueva, he derribado la figurilla del itifálico dios egipcio Min que compré en El Cairo. Sé que las impresiones y recuerdos, los momentos imborrables anotados en su vejez por un adolescente que trató de manera ocasional a Friedrich, levantarán un puente, revivirán mi fascinación por los cuadros del pintor pomerano, me procurarán el bálsamo que me niegan cada día los productos artísticos actuales, simulacros mecánicos y oportunistas en torno a la Nada, nimiedades vaciadas de valor estético, fraudulentas, esa nuez seca que enunció Duchamp. Sé que la belleza sobrenatural de los paisajes solitarios e intangibles de Friedrich, las visiones de confines anegados de luz y de sombra, de bosques y glaciares, de ruinas y roquedales, las nubes que se evaporan o se precipitan, los viajeros que se empequeñecen ante un prado distante, una majestuosa cordillera o un horizonte de bruma, calmarán mis nervios. Sé que los silencios minerales, los robles desnudos, la grisalla del mar, las cruces rodeadas de abetos siempre verdes, los crepúsculos como cabelleras en llamas y al viento, serán un antídoto eficaz, si bien transitorio, contra el hastío, la falta de energía, la desesperanza.
Enciendo un cigarrillo. El primero en meses. Hoy tiene una cualidad específica, una especie de paz, de magia seductora, como los cuadros de Friedrich. Comienzo a leer por la página 54 de la tesis, donde introduce la extensa cita -única aportación estimable en el cuerpo del trabajo- con la que Valdenebro intentó aliviar el flagrante tono divagatorio y presentar un sólido argumento a la comisión evaluadora:
“... Anotaremos que Friedrich no descuida la apariencia de verdad en sus obras, que dibuja los objetos reales de la naturaleza -de hecho, los motivos, ejecutados en el tiempo y en el espacio por separado, los incorpora mucho más tarde para reunirlos en un nuevo paisaje mediante la adición de estratos paralelos-, pero también plasma lo que Victor Hugo llamó después la conmoción de lo real, y cumple con ello la exigencia que Baudelaire estableció para todo buen paisajista: saber traducir un sentimiento en un conjunto de materia terrenal (La vista de lo infinito en los paisajes provoca una serena melancolía, Otto Heinrich von Loeben, Fragmente von Isidorus). Como hemos visto en el punto anterior, además de reordenar la tercera dimensión, desorientar el punto de fuga, introducir relaciones inquietantes de proporción y someter la mirada a un proceso cambiante, nuestro osado paisajista no sólo busca en la naturaleza un motivo para el pincel, para el recogimiento o el énfasis -aunque sean motivos fuera de la medida humana, fruto de la idea trascendente del protestantismo que fija la posición piadosa del hombre en la infinitud del Cosmos- sino también para la revelación. Friedrich, adelantándose a futuras corrientes pictóricas, confiere a sus obras un sesgo visionario que tienta la imaginación del espectador; tanto es así, que (y éste será el tema que defenderé en mis conclusiones) se obsesiona por acceder a otro lenguaje más verdadero que el arte, a un salto mortal que le permita a él ver más y a los cuadros dejar de ser, por fin, una realidad muda o inerte, y acercarse a esa esencia suprasensible de la que hablaba Novalis.
Con este propósito, reproduzco aquí el capítulo íntegro que Johann Graff-Schleier -teólogo, pintor y botánico aficionado, diplomático al servicio de Prusia- le dedicó en sus memorias de 1879 Erinnungen eines Nachbarns aus Dresden. Bildung, Reisen und schönen Künste (Recuerdos de un vecino de Dresde. Formación, viajes y bellas artes). El libro, publicado en Francia en 1923 a partir del original alemán, es una fuente que descubrí citada en el archivo particular de la familia Bernal de Quirós en Murcia -cuyos fondos inventariaba para un coleccionista de arte-, que posteriormente localicé tras arduas comprobaciones en la sede Richelieu de la Bibliotèque Nationale, y que ahora he vertido al castellano para su uso en esta tesis.
La visión directa de un cronista de ocasión, de un individuo de segunda fila, marginal u olvidado, sobre el personaje señero al que tuvo cerca, a menudo consigue que ese hombre de genio, que forma parte sustantiva de la Historia, cobre un relieve inédito o revele un flanco débil. Creo que el presente documento, aun careciendo de pretensiones, colabora en la comprensión del gran pintor romántico. En este testimonio vivo, el que fue por unos días persona de confianza del artista, traza una detallada semblanza suya al rememorar las tres noches del verano de 1835 en que lo acompañó, a las afueras de Dresde, a tomar apuntes del natural para un cuadro muy especial, una perspectiva insólita que debía representar la luna de un modo turbador, adquiriendo el espesor de lo corpóreo, tallada en el espacio a la vez que en el espíritu y al mismo tiempo variable; así como también refiere la aspiración de Friedrich de reflejar la totalidad del Universo mediante uno de sus fragmentos, y las reflexiones del maestro sobre la pintura:
<<Durante el mes de junio había estado convaleciente por unas fiebres y bajo los efectos de las dosis de emético, pero debía prepararme sin remedio para estudiar Teología en la Universidad de Halle-Wittemberg. Prefería a ésta con diferencia, frente a las más renombradas de Maguncia y Bonn, por la atracción que ejercían en mi ánimo las siete mil especies de su Jardín Botánico, de uno de cuyos directores se rumoreaba que había acompañado a Cook en su segunda expedición. No obstante, a esa edad, yo perseveraba más en el pincel que en el breviario. De niño, descalzo y ocioso, pintaba aquí y allá con un palito quemado; y cuando mi madre, que no había abandonado todavía este mundo, retribuyó mi afición con un lápiz y un cuaderno, esbocé sin freno cuanto veía: las embarcaciones que surcaban el río, una escardilla en un jardín, la nervatura de una hoja, la serrezuela de un saltamontes, un absceso en el cuello de mi padre, un cántaro de leche, las finísimas patas de un herrerillo, una mata de judías. Según iba creciendo, no sólo no me enervaban en materia de pintura las escenas de caza y los lienzos mitológicos o bíblicos -esa moda italiana cultivada por los pintores nazarenos que el Sr. Friedrich despreciaba-, sino que mi gusto se mostraba muy imperioso por tales vulgaridades de marcos ricamente labrados: entonces desconocía aquella pregunta que hizo san Bernardo a los abades de Cluny, ¿La luz sólo brilla si el candelabro es de oro?, pero seguía siendo capaz de quedarme boquiabierto ante las formas de la alcachofa, que se me aparecían como una arquitectura fantástica o un animal fabuloso.
>>En 1835, los poemas de Ossian, el anciano bardo celta, aún corrían de boca en boca; la Werther-Fieber había remitido después de provocar el suicidio de dos mil lectores; las guerras de liberación contra Bonaparte quedaban lejanas; y mientras los habitantes de Sajonia, complacidos o cautelosos unos y afligidos otros, asistían a la represión política contra los librepensadores, todos trataban de borrar con premura el recuerdo de la ocupación francesa, tan oscuro y persistente como una mancha de sangre de gallo. El maestro, que visitaba con asiduidad la capital del Electorado desde 1798, se estableció en Dresde llevado por los soplos de viento de la actividad artística e intelectual de la 'Florencia del Elba', colmada de tesoros por Augusto el Fuerte y ceñida todo alrededor por una hermosa naturaleza. Yo tenía dos años cuando en 1820 el Sr. Friedrich, que había sido nombrado miembro de la Academia de Bellas Artes, se trasladó con su familia desde el barrio de Pirna a cuatro puertas de la casa de mis padres, en An der Elbe 33, a orillas del río y en el límite de la ciudad, un edificio de ladrillo en el que llegó a recibir las visitas del príncipe Federico Guillermo y del Gran Príncipe Nicolás de Rusia. En virtud de la proximidad de nuestros hogares y de la indulgencia del maestro, fui compañero de juegos de sus hijos, Emma, Agnes Adelheid y Gustav: pescábamos juntos pequeñas carpas o veíamos saltar a los salmones, sopeábamos con los pies en la ribera anegada, nos embadurnábamos la cara con su limo y nos perdíamos en la algarabía de la plaza del Mercado Nuevo.
>>Si discernimos como grandes hombres a aquellos que no tienen nada que temer ni nada que esperar de los otros, el maestro lo era sin duda. Para mí, el Sr. Friedrich sigue siendo, como lo fue hace tantos años, un eco diáfano en el desfiladero de mi vida, un guía de conocimiento cuya voz resuena todavía hoy en mi interior con el hechizo del canto de una lengua desconocida. El maestro, un hombre recio, de andar pesado aunque resuelto para su edad, tenía la nariz ganchuda, los ojos grandes y claros, con calidad de halcón, el alero de sus pobladas cejas sobresalía amenazante al fruncir el ceño, y las formidables patillas rubias no parecían sino columnas corintias que enmarcaban su rostro. De voz fibrosa pero ponderada, la expresión de sus labios no ponía siempre un comentario de amabilidad a la rotunda composición de su cabeza. Hubiera querido decir que el Sr. Friedrich al que frecuenté en aquellos días era gruñón como un palafrenero cuando sacude la escarcha de los arneses, terco como un vendedor de insignias y escarapelas, irritable como un ciervo que diera topetazos contra todo lo que hallara a su paso, o siquiera apaciguado y satisfecho como un ganso al que se ceba de grano; pero el carácter del maestro, frugal y lánguido por naturaleza, se me representaba en realidad melancólico, con la sencillez y sobriedad propias de un aldeano y las costumbres austeras de un párroco protestante. A primera vista no era de los que dan suelta a cualquier bandera, pero podía mostrarse suspicaz o desdeñoso y, al igual que Hamlet, hablaba a veces de puñales sin empuñarlos nunca, por mucho que en su juventud hubiera expresado con vigor el deseo de ver colgado a Napoleón. Más bien dejaba en los demás la impresión de que el huraño le pisaba plácidamente los talones al bondadoso, el sañudo al gentil y el locuaz al parco en el hablar.
>>Mi hermanita Lotte, de fácil rubor, se asustó mucho la mañana en que el Sr. Friedrich, que solía pasar con una actitud de extrema seriedad ante nuestra casa camino del campo o de la Academia, se inclinó hacia ella para ofrecerle una manzana al tiempo que le esponjaba el cabello dorado. Y yo hice otro tanto cuando en 1830 contemplé por primera vez un cuadro suyo: tras verme dibujar cada día los mástiles y aparejos de los barcos que navegaban lentos por el río, el maestro persuadió a mi padre -el viudo Gerhard, secretario del intendente del Concejo municipal- y me condujo a su taller la tarde de un domingo del mes de octubre. Al cruzarme en la escalera con la joven y afable esposa del Sr. Friedrich -la señora Caroline Bommer, con su pelo siempre recogido en torno a la cara alargada como un huso-, iba ésta envuelta en una blancura de lino y puntillas pese a cargar con una palangana mediada. La saludé azorado, refrendando sus discretas maneras y su gesto de risueña resignación. En el estudio sólo había una mesa, una silla, unas paredes desnudas a excepción de la regla de dibujo que colgaba, como un extraño ornamento, junto a la única de las dos ventanas que permanecía abierta, y un caballete que sostenía una vista inacabada de las Montañas de los Gigantes, cuyo asunto conocí mucho después. Sin detenerse, mientras se excusaba diciendo que los objetos externos perjudican la visión interior del artista, el maestro siguió hasta una habitación contigua, donde guardaba la caja de pinturas, los trapos, los frascos de aceite de linaza y, contra la pared del fondo, un enorme cuadro que traía el espanto consigo. Mostraba los despojos de un barco retenido en un mar glacial, una cresta de afiladas placas de hielo que se elevaban caprichosamente y que participaban de una fuerza y movimiento terribles, una desolación a la que no podía uno escapar, y que se agrandaba hasta lo inconcebible en la estrechez del cuarto. Recuerdo el sonriente mohín del Sr. Friedrich al explicarme que no había conseguido vender aquella pintura por no gozar del beneplácito del público, y recuerdo además su primer consejo: “El artista no debe pintar meramente lo que ve ante sí, sino también lo que ve en sí. Si en sí mismo no viera nada, que deje entonces de pintar lo que ve ante sí, pues si no sus cuadros parecerán biombos tras los que uno espera ver enfermos o, quizá, cadáveres”. Aún llevo la imagen viva de aquel cuadro sobrecogedor y colosal en el alma, del que un crítico del Literarisches Conversationsblatt -según supe años más tarde por boca del pintor Lessing- había escrito: “Temas como éste quedan fuera del campo de la pintura. ¿A qué vienen esos colores que sugestionan el alma con unos trozos de hielo?”.
>>Ahora que se va apagando el fuego de la vida y acerco las manos a los rescoldos, me pregunto qué fue de su grosero festín, de la abigarrada muchedumbre de figuras, de la levadura que amasó nuestros tumbos, pesares, deslices, pasiones insatisfechas y persecuciones mundanas; de qué valió cada honor, cada agravio, cada alabanza, cada afán. Ahora que llego al puerto de mi vida, es lástima que sólo pueda revivir de forma pálida la indecible dulzura que en el pasado me procuraron las bellas artes, los viajes, la botánica y las infinitas guisas y emociones de la infancia y de la juventud; una variada tracería de imágenes, de olores, de sonidos que, ahora, como en una nostálgica procesión de bagatelas que creímos únicas, van siendo tragadas por la oscuridad y el silencio de los que habían venido y a los que regresarán: las herrerías, las esquilas de los rebaños en los puentes, las ruecas, el vino en las prensas, los caminos de postas, los gabinetes de teca, el clavicordio, las piedras de afilar, los botones de asta, el diurético de gayuba, los olfateadores de rapé, las canciones de los pescadores, las risas burlonas de las zurcidoras, las nanas de las amas de cría, los perigallos de vivos colores en las cabezas de las damas, el graznido de las cornejas sobre los sembrados.
>>Spinoza dijo que cada cosa aspira a permanecer en sí misma. Pues bien, la memoria y la vida contemplativa son las únicas que pueden conjurar el paso del tiempo, llevar el registro general de los días, administrar la suma de actos que han desembocado en el corazón. Porque todo va al corazón, el amor y los extravíos, los daños del cuerpo y del alma, los estudios y los negocios, las decisiones y las adversidades, y con los años toda esa tramoya irrecuperable que primero nos acongoja se vuelve serenidad y, luego, pródiga y leve ceniza. Ojalá pudiera replantar como jardines del espíritu las horas de recreo de antaño, la ambrosía del hogar, de los encuentros, de los paseos por ciudades lejanas, de las horas vanas en salones de respeto, de las costumbres en climas extremados, de la actividad en las legaciones; ojalá pudiera recrear con precisión los ambientes, las anécdotas y los vaivenes del destino, reanudar aquí ese vieux jeux de cobrar la pieza tal y como la vemos -un juego del que se burlaba el Sr. Friedrich- para contar aquellas tres noches de verano en su compañía.
>>Yo no acababa de explicarme que me eligiera a mí tan decididamente para aquel encargo. Según me instruyó Lessing, al que luego pedí noticias, el maestro había sido un gran viajero que recorrió como dibujante y vedutista Pomerania, Las Marcas y Rügen; su amigo, el pintor Kersting, lo acompañó a los Sudetes y a las Montañas de los Gigantes y, con el escultor Kühn, viajó al Harz. Para gran asombro mío, no escogió a nadie de entre el círculo de sus amistades y discípulos, ni tampoco a alguno de sus hijos, que se disputaban su afecto. Quizás juzgaba inapropiado robarles el sueño y someterlos a la intemperie; o quizás me apreciaba y en esa época no sentía escrúpulos respecto a confiarle sus pensamientos a un carirrojo muchacho falto de madre, curioso y aficionado al dibujo al que le repetiría más de una vez: “Corrige todo lo que puedas, busca en las pinturas algo más de lo que ven los ojos. Eso basta”. Por mi parte, estimé impertinente preguntarle el porqué de su elección o pensé que no me correspondía hacerlo. El caso es que el Sr. Friedrich acordó ciertos puntos de orden práctico con mi padre. De codos sobre la mesa, en mi casa, oí decirle que me pagaría diez groschen y sus únicos requerimientos eran que, esas noches, cargara yo con el morral que contenía el cuaderno, los lápices, el pincel, dos cubiletes de tinta y un refresco de vinagre, y portara la lámpara de Argand, controlando la cantidad necesaria de aceite con el fin de alumbrar el camino y las hojas del cuaderno cuando al maestro le fuera preciso valerse de la luz para sus apuntes al natural. De buen gusto yo le hubiera pagado a él un tálero por el provecho de su compañía y sus lecciones.
>>El Sr. Friedrich supo que entre los días diecinueve y veintiuno de julio podría acudir al reclamo de una luna baja y bien visible, y que el veinte -en mitad de sus fases intermedias- la luna llena sería como un tazón grande y solo en el locero de la noche. Tras el acuerdo con mi padre, sin menoscabo de mi juventud e inexperiencia, el maestro me llevó aparte, se sentó junto a la vieja chimenea y comenzó a hablarme de su arte y de su propósito, abiertamente, como quien vacía un costal sin mayores miramientos: “La fuerza propia que siento me lleva con frecuencia a burlarme de los hombres secos y apelmazados que idean reglas, de los señores del arte que ponen límites a la belleza y a la ensoñación. Querido muchacho, a este viejo le interesa pintar lo ilimitado, hacer tangible lo intangible como la filosofía, que el cuadro traslade al ánimo del observador una hermosa o conmovedora afección mientras lo despeña en la plenitud, en lo trascendente”. Sin entenderlas cabalmente, yo bebía aquellas palabras suyas llenas de novedad y persuasión. Y si las recuerdo tan bien es porque esa misma noche comencé a apuntarlas sin falta en mi cuaderno de dibujo, antes de que perdieran su lustre en mi memoria. “El arte -continuó- comparece como mediador entre la naturaleza y el hombre. El modelo es demasiado vasto como para poder ser abarcado. La copia, obra del hombre, se halla más próxima a los más débiles, y así se explica ese juicio que se escucha a menudo: es tan bello como si estuviera pintado, en lugar de decir que una pintura es tan bella como si fuese naturaleza. Pero tampoco un paisaje es bello por sí mismo, ¿no cree usted?”. Mientras enroscaba impenitentemente el dedo índice en sus encrespadas patillas, el Sr. Friedrich me explicó que en la obra a cuya preparación yo iba a asistir no colocaría una figura humana de espaldas, ni tampoco situaría el motivo principal, la luna, en la lejanía del horizonte o velada tras las nubes, sino en primer plano, grande por encima de toda comparación y superando toda medida de los sentidos. La luna, decía, que debe invadir además el plano intermedio y obstaculizar la profundidad, parecerá vista a través de un cristal convexo, creándose el efecto de que el cielo se ha combado hacia el fondo, y el satélite, con un extremo a contraluz y el otro más luminoso, se nos vendrá encima como un banco de niebla, algo finito formado en lo infinito que elevará la imaginación y tensará la expectación como ante una muchacha cubierta por un velo. La tierra no podrá comprender la luz fosforescente que la inunda. La mirada ingrávida que contemple la imagen no conocerá reposo alguno, será forzada a avenirse con esa perspectiva temeraria y a proyectarse hacia los reflejos de la luna en la bóveda del bosque y en el celaje de un horizonte muy bajo. Querido Johann, ya lo ve, -concluyó el maestro, adoptando una expresión ensimismada que no evitaba que le palpitaran con ímpetu las fosas nasales-, me agradará especialmente pintar un cuadro así, un paisaje que no existe pero que podría existir, aderezado en proporción a la levadura de la osadía y a la sal de lo eterno, de lo que no es de este mundo. Presiento que si consigo fijar el movimiento progresivo de la luna real, nítida y cercana, revelar la fuerza titánica que le hace cambiar de color y de forma, y al mismo tiempo desmaterializar su volumen, obtendré una conjunción de efectos extraordinarios que quizá despierte en el espectador el anhelo de absoluto y haga que perdure en su pensamiento.
>>La larga caminata empezaba al atardecer. Hicimos el mismo recorrido durante las dos primeras noches: de manera invariable cruzábamos la Terraza de Brühl y el puente de Augusto, pasábamos ante la casita del loco Frölich que fue bufón de la corte y, ya en la Ciudad Nueva, bordeábamos el Arsenal y la Escuela de Veterinaria militar de las afueras antes de dirigirnos, a través de fajas de pastizal, viñedos y pequeñas arboledas, hasta la Landa de Dresde, el gran bosque cerrado al norte de la ciudad. Toda esa travesía nos ocupaba dos buenas horas. El Sr. Friedrich, ataviado con un terno marrón de tosco paño y botas altas y cubierta su cabeza con un anticuado Sammetbarett, caminaba con la reciedumbre impropia de una persona de edad. No en balde yo lo seguía más que acompañarlo, sobre el empedrado y el terrizo primero y de soto en soto después, con el morral a la espalda y la mano derecha ligeramente levantada frente a mí, sujetando con cuidado la lámpara. Confiado en el calor de los días de julio, la primera noche sólo vestí una pelliza ligera pero, en lo sucesivo, para protegerme del relente, llevaría a aquellos paseos el largo tabardo de mi padre.
>>En el camino, dejábamos atrás franjas de pradera, segados campos de centeno, caballos de tiro con cuellos anchos y lustrosos, alguna vaca de regreso al establo, aldeanos con horcas o esbeltas pértigas al hombro, almiares, bosquecillos, cañaverales y, aisladas en lo alto de una loma o protegidas por muretes o un vallado, quintas señoriales, granjas y chozas de greda, que se iban desvaneciendo en la creciente penumbra y en el silencio. Los pájaros habían dejado de cantar, las forjas de percutir, los molinos de gruñir; el ruido familiar de las faenas de los hombres parecía retirarse a una señal, como si obedeciera el tañido lejano de una campana. Al olor a brea del muelle del Elba le sucedían el aroma a harina recién horneada y a lumbre de leña, las amargas exhalaciones del lúpulo y del cuero curtido, la hedentina a bosta, a heno viejo y gallinero, la estimulante fragancia de la resina y del ácido prúsico. Justo antes de llegar a la Landa me gustaba volver la vista atrás, ávido de esa delicada luz de piedad que envuelve el mundo al morir el día, una luz tenue y cálida de convento, y contemplar el fértil valle fluvial y los contornos de la Ciudad Antigua, que al hacerse lejanos se confundían. Bajo el cielo diáfano del atardecer de verano, en ocasiones tocado suavemente del color de cera de candelilla y en otras semejando un rosetón difuminado de púrpura, miraba el matizado panorama del fondo y podía reconocer aún las torres de las iglesias, la aguja y la barbacana del palacio Real, la cofia del Zwinger y la cúpula de cristal de la Academia, que reflejaban la última claridad como clavos de latón dorado.
>>De ordinario caminábamos en silencio, en el centro del círculo de luz de la lámpara, como dos fantasmas que arrastraran su aflicción en medio de un corro de luciérnagas, hasta que el maestro, que llevaba una rama por bastón, rompía a hablar como si se creyera solo: “Siempre he sido del mismo parecer, la imitación esclava de la naturaleza y la ejecución rigurosa son propias del arte malogrado; la imagen debe recordar al original, insinuarla, ocupar a la fantasía mucho más de lo que satisface al ojo. Pero con este cuadro debo lograr primero una fiel representación de la luna y, a partir de ahí, elevar los efectos para excitar espiritualmente la imaginación del observador: una vez que ésta ya no esté limitada al mundo sensible, podrá formar también mundos posibles”. Ninguna de esas jornadas me atreví a preguntarle al Sr. Friedrich por qué eran necesarias tres noches para trazar el sencillo disco lunar, cuando podía realizar igual trabajo a cubierto en la celda de meditación, como llamaba a su taller, a través de la ventana y a la luz de un pebetero, cómodamente, sin perjudicar a su cuerpo y a su sueño. De vez en cuando, el maestro se detenía y, por extraño que parezca ahora, ponderaba los cuadros de Chardin -un pintor de género que yo entonces desconocía- con sus apacibles escenas domésticas y sus medias figuras abstraídas, detenidas en un aire denso que no quiere espectadores; o miraba hacia arriba y, jadeando un poco, decía por ejemplo: “Platón se equivocó al afirmar que el mundo no necesita ojos porque no hay nada que mirar fuera de él. Ahí la tienes, querido Johann, sus dimensiones son cambiantes, su luz y su posición son engañosas, pero nada hay más estable en los espacios. La luna es en sí una obra maestra, una revelación de la divinidad que está ahí, en suspenso, al alcance de la mano y que quizá sólo podamos tocar verdaderamente en la infinita nada del sepulcro”.
>>A medida que nos acercábamos a la Landa cada noche, la luna -cerca del horizonte y con los Montes Metálicos al fondo, sin nubes que la ocultaran ni estrellas que, como centelleantes abejas de plata, rivalizaran con ella- iba cobrando magnitud; y ese baño blanco de albayalde sobre la cúspide de la imponente masa vegetal me invitaba a darle rienda suelta a mis pensamientos, que jugaban a estremecerse y deleitarse, a penetrar en el bosque por el que las Furias perseguían a Orestes, un palio de tenebrosas sombras que se agitaban como un animal oscuro y acechante, idóneo para asambleas de brujas o ceremonias mágicas de espíritus traviesos que se embriagaban con bebedizos de bayas, que cantaban baladas tras un velo de retama y bailaban suspendidos entre el azul tornasolado de los rayos de luna. En este punto, la preocupación por guiar bien el haz de la lámpara me sacaba de continuo de mis divagaciones, alejándome de aquel carnaval de duendes danzantes, prácticas siniestras y refugios enguirnaldados como camarines con musgo brillante y penachos de junco. Y también terciaba el maestro, que además de tomarme ligeramente del brazo para salvar una zanja o algún entrelazamiento de ramas o matorral espinoso, tropezó alguna vez en falso, y hube de ayudarlo en el apuro. Llegados al lugar elegido, en el extremo de un claro, el Sr. Friedrich solía acomodarse en una roca aplanada que encontramos al pie de unos abedules, sobre la que yo extendía un zahón de cuero.
>>Mi obligación, en esas noches, fue cuidar de tener la luz pronta para el maestro y hacer llegar a la mecha, en la cantidad necesaria, el aceite de colza. Debía cerrar y abrir con gran precisión el orificio del aceite por medio de un anillo movido con un vástago. Si el orificio estaba abierto mucho tiempo, se derramaba el aceite; y si permanecía cerrado, se apagaba la llama al bajar demasiado el nivel en el tubo de la mecha. La mitad de la primera noche, esmerado en graduar la abertura y alimentar el depósito, apenas presté atención al trabajo del Sr. Friedrich, no fuese el caso que le ocasionase algún perjuicio. Pero, a fuerza de práctica, perfeccioné la manera de regular el suministro de forma constante y me apliqué con alivio a una contemplación más detenida del maestro y del encanto indecible de sus bocetos. Podía oír cómo mi corazón latía más fuerte. Verlo dibujar era asistir a un sortilegio fascinante, a una diligente confraternización con la belleza recién creada: tras estudiar la luna durante un buen rato, cuaderno en mano, absorto, con la mirada fija y a la vez perdida, como el oficiante de una liturgia secreta, perfilaba a lápiz la silueta del satélite y del robledal sobre el que se situaba. Seguidamente, sus dedos anguileaban con aplicación en el interior de las figuras; la punta alfilada iba tramando, a partir de los bordes, visos flotantes que granulaban el papel, dejando como una impregnación de alas de mariposa; luego, con la pluma mojada en tinta sepia, las líneas se redoblaban en forma de tirso, al modo de las lacerías de las encuadernaciones Grolier del siglo XVI, hasta que, a través de la concentración y del esmero, viendo lo que hay y lo que todavía no hay, el Sr. Friedrich cobraba una réplica exacta de la luna, de su halo, de su coloración de perla, de su lengua posada sobre las copas de los robles, de su lanza de luz que nimbaba el horizonte.
>>Como en las lámparas de Argand -que ya habían sustituido a los candiles- la columna circular de aire reducía el parpadeo de la llama, podía ver con claridad al maestro fruncir el ceño, sus falanges vellosas, la pasión aguándole los ojos, las pequeñas variaciones de iluminación y de atmósfera que repetía una y otra vez, el mimo de los detalles incluso en los objetos más alejados. Bajo aquel copo de luz que se cernía sobre la hoja, creía advertir cada brizna de hierba, o la tirantez de los regueros invisibles de savia que ocultaba la tupida techumbre del bosque; tenía la sensación de poder acariciar las cortezas plateadas de los troncos, las grietas de las rocas o la piel de la luna, demorar las yemas de los dedos sobre sus cráteres, sus mesetas y llanuras moteadas, y aun sus árboles y las raras alhajas de sus frutas cenicientas. A veces, el Sr. Friedrich, incrédulo, se imprecaba a sí mismo sin convicción y borroneaba el dibujo, o atrapaba con gesto férreo la lámpara y la acercaba aún más al cuaderno, o bien su voz se alteraba una octava y me insistía con fastidio socarrón: “¡Ese pulso, esa posturilla!”. Y cuando paraba a descansar, después de consignar la fecha y el lugar en el borde de cada esbozo, bebía un sorbo de refresco de vinagre aunque el calor del día hubiera desaparecido por completo y a mí, por el contrario, el relente y la inmovilidad me hicieran temblar.
>>Allí, mientras lo alumbraba a un palmo, como si se dirigiera a un alumno aventajado, me dijo que el ave del arte debe volar alto, remontarse contra el cielo o despeñarse por abismos, y no buscar su alimento en el barro, bajo los setos polvorientos o entre un montón de cáscaras; apostilló que el sentimiento del artista es su ley, y su tarea escenificar para el ojo lo que conmueve al corazón; y me contó, con voz más queda pero teatral satisfacción, que Diógenes, cuando era muy joven, a menudo lanzaba piedras a la luna, ignorando que se trataba de una diosa y asombrado de que la piedra, por muy alto que subiera, cayera siempre a sus pies. Yo, que jamás había tenido una opinión en particular sobre la luna, ni pensado que podía rendir provecho o algo distinto a los malos augurios, comencé a apreciar su blancor mortecino, a entregarme a su exaltación, a perseguirla como ella nos persigue; y esas noches, al vigilar su curso entre los tragaluces del boscaje, me distraía atribuyéndole una apariencia distinta según su aureola y momentos de transición. Lo recuerdo muy bien: una húmeda masa de pan, el ojo flameante de un desmesurado cíclope, una vejiga de buey limpia e inflada, un exquisito globo de cristal de Bohemia, el rostro ancho y lechoso de madre Heiden, el ama de llaves que educó al maestro y a todos sus hermanos, según él me hizo saber.
>>No es infundado pensar ahora que, al embarcarse en este proyecto pictórico, pretendía apurar con delectación la copa de la armonía, llena por lo común de miel y de acíbar; que aquel cuadro futuro caldeaba su corazón, como si fuera una ascua que le preservara la vida del desmoronamiento al que todos hemos de sucumbir; que la luna misma era un ventano circular a lo inmutable que lo atraía con su fuerza magnética, una celosía tras la que rutilaba el otro mundo, y para rebasar tales umbrales el pintor debía hacerse uno con su materia de observación y sus pigmentos. Pero aquellas noches de verano, mientras despabilaba la mecha y escuchaba el roce del lápiz, el rumor de las hojas y el estridente reclamo de las urracas, yo no me debatía entre conjeturas y vapores de juicios delirantes, sino entre la admiración por la maestría del Sr. Friedrich y el empeño de no echar a perder la jornada, ya que tenía el brazo entumecido, los ojos se me cerraban de sueño con el transcurso de las horas y me ganaba el ánimo la añoranza de mi cama o de un plato de lonchas de Speck, con sus bolas de patata y su rábano picante, todo lo cual me predisponía con vehemencia hacia nuestro viejo proverbio: mira las estrellas, pero no te olvides de encender la lumbre en el hogar.
>>Al amanecer, era una bendición dejar atrás la soledad y la negra angostura de la Landa y abrazar la luciente sencillez del día, con sus campos que se dilataban lozanos, con sus mieses y rastrojos, sus cercas y veredas, sus cepas e hileras de álamos temblones, o el paisaje albeado de niebla como la densa espuma de una cerveza. Una de las ocasiones, nada más abandonar la linde del bosque, los primeros rayos de sol permitieron ver a los alcotanes tender el vuelo y a las embarcaciones que sobre el agua charolada del Elba cruzaban ya bajo el tercer arco del puente de Augusto, o vislumbrar las campanas de Nuestra Señora y el bulbo de la torre de la Santísima Trinidad; la otra, en cambio, la tierra humeaba como si el mundo comenzase a fermentar y Dresde no fuese más que un nido abandonado entre la hojarasca. Y en medio de toda aquella belleza aprehensible, de aquella pujanza natural, podía pensarse que el maestro no razonaba certeramente al decir que el orbe era una suma de fragmentos separados y que la vista no podía abarcar la totalidad. Por otra parte, la actitud resuelta del Sr. Friedrich durante los paseos nocturnos estaba ahora, de mañana, dominada por la consunción propia de un anciano, por mucho que se mantuviera aún firme y tieso y hubiera recorrido a pie largos trayectos de sus viajes. Mientras sorteaba las miradas de recelo de los madrugadores campesinos, y a despecho del relente, del cansancio y del sueño, yo estaba fuertemente imbuido de las visiones de esas noches, con la cabeza sofocada de vegetación y pedregales, de sombras y confines, de irisaciones y distantes cuerpos celestes. Algo menos agarrotado tras las caminatas de regreso, el maestro me devolvía a mi casa, donde yo corría a devorar una rebanada de Stollen con nueces o a vaciar una jarrilla de leche y a saldar la deuda contraída con el sueño, sin tiempo ni fuerzas para saciarme o mostrarme ufano, ante mi padre o Lotte, del privilegio que acababa de serme concedido.
>>La tercera noche volvimos a marchar en los mismos términos pero en dirección a la cercana montaña Triebenberg, al norte del río. El Sr. Friedrich, además de calibrar el contraste entre los términos próximos y lejanos para su cuadro, deseaba dibujar el motivo lunar bajo distintas circunstancias ópticas y buscar correspondencias anímicas entre diversas perspectivas. La oscuridad empezó a hacer del lado de los Montes Metálicos hasta emboscarse en sus hondonadas, imponiendo al valle del Elba una tonalidad azul. Al anochecer, la luna, circunspecta hasta entonces, medio oculta por unas pocas nubes estriadas y en forma de ramales de arenque que comenzaban a diseminarse, pareció acudir en socorro de la tierra entregada a la ceguera. El sendero, que se iba haciendo más agreste e incierto a medida que ascendíamos, discurrió sucesivamente entre delicadas colinas y cultivos apeldañados, cerros y espesas frondas, murallones y riscos puntiagudos. A su austera indumentaria, el maestro -que de cuando en cuando se frotaba las manos de una manera cómica- añadió una capa y yo un corto abrigo, anticipando que la humedad del aire de las otras noches serenas se transformaría en frío con la altura. A la luz de la lámpara, atravesábamos el flanco de la montaña como si nos dirigiéramos a un retiro del mundo o a celebrar un culto pagano.
>>En ocasiones, en torno a los dos paseantes solitarios, resonaba de pronto el aleteo frenético de un pájaro y el siniestro crujir de una rama, proyectándose ambos tétricamente contra el cielo mudo de medianoche. Agotado por el esfuerzo y asaltado por el miedo que en cada paso oprimía mi pecho, presumí fauces y temibles historias allí donde no había más que horcones retorcidos y festones de follaje, padecí aturdimiento y desamparo ante la enormidad de la naturaleza y sus salvajes soledades; y, por un instante, con gran pesar, mi entusiasmo decreció y llegué a maldecir para mis adentros al Sr. Friedrich, ignorante de la prenda de recuerdo que me estaba dejando. El maestro, como si me hubiera leído el pensamiento, dijo entonces: “Siempre nos sentimos más atraídos por la brumosa lejanía y por lo desconocido que por aquello que yace ante la vista. Pero, a través del recogimiento, no hay distancia y la montaña es, en efecto, todas las montañas, el mar todos los mares batiéndose durante miles de años, y una forma en el cielo es todas las formas con su presencia luminosa y vagabunda”.
>>Tras ganar la cima y al abrigo de unas piedras torreadas, el Sr. Friedrich se detuvo, se sentó sobre la abundante pinaza, tomó el cuaderno y un lápiz que ya había sacado con presteza del morral y levantó la mirada hacia la luna -tan grande que se comía ya parte del espacio- como si estuviera intentando descifrarla. La claridad que emanaba de aquel óculo en el firmamento, de aquella silhouette fantasmagórica, vertía sobre las cosas de aquí abajo una cascada sobrenatural, indistinguible como la luz y la tiniebla de antes de la Creación. El maestro dibujó sin tregua toda la noche mientras yo lo alumbraba, observaba sus progresos y guardaba silencio para no hacer estorbo; y aunque compartió conmigo una considerable cantidad de ideas y argumentos, lo hacía de modo tan repentino y entrecortado que se diría que brotaban de un manantial obstruido. A veces, en la viva calma de la montaña, abriendo mucho los ojos para reforzar sus cavilaciones, desplegaba toda su elocuencia para hacerme comprender que, en pintura de paisaje, la interpretación espiritual de un tema puede transfigurar el mundo, como si el cuadro fuera la traducción de algo irremisiblemente perdido para nosotros y necesitáramos, por fuerza, la mediación de la paleta del artista para recobrarlo. O decía en tono obstinado, al tiempo que su mirada se abría paso impaciente entre los espadones de las hayas, que los trazos que modelan el silencio de la noche, el color mitigado de un bosque, el sombráculo de unas ruinas o la lisura cobriza de la tarde, deben favorecer que el observador repare en lo misterioso y experimente lo ideal. ¿No cree usted, querido Johann?, añadía, rematando la frase con esta coda que apreciaba especialmente.
>>Otras veces, vacilante, su voz grave devenía en un murmullo casi febril, un ovillo de palabras que musitaban algo acerca de la aspiración de tocar la realidad en un lienzo, de la necesidad de que la luna esté y no esté en el cuadro, de que no sea sólo una trama de pinceladas y texturas, sino la luna real, garante de una especie de plenitud, una cesta indeleble que contenga todos los cambios de posición o de forma que asumió en cada segundo de cada noche, estación o centuria, todos los eclipses que urdió, todas las nubes que se cruzaron ante ella, todas las refulgencias que entretejió sobre la tierra, todas las mareas que impulsó hasta las costas, todas las miradas de los seres que alzaron sus ojos hacia ella en algún momento del pasado, del deseo de que la pintura y su modelo se vuelvan una suerte de sustancia indisoluble -del mismo modo que nosotros somos semejantes a gotas que caen al río y pasan a ser parte de él- y sigan existiendo en el cuadro, aun cuando no quede nadie que lo contemple. Si bien me vencía el sueño, procuraba prestar atención a todo lo que me decía el Sr. Friedrich. Cuando él hablaba en esos términos, que yo recibía con la admiración con la que se examina de cerca el dolmán engalanado de un húsar sin atreverse a tocarlo, mi inmadurez hacía que las valiosas apreciaciones del maestro sobre las visiones cromáticas, los inesperados efectos de luz y de sombra, los ciclos del día y de la noche, la idea de que el cuadro proponga la verdad y la verdad atienda a la nobleza, perdieran buena parte de la sustancia que, luego, el tiempo y el conocimiento me devolvieron en alguna medida. Cerca del alba, su convicción vino a debilitarse junto con la noche, como un labrador que se pregunta qué semilla cuajará y cuál no, y la incertidumbre ante una costosa espera casi oscureció el velo de su temple: “He atrapado el anhelo y la intuición, y creo que empiezo a apropiarme de la imagen como si fuera la naturaleza misma y no su mero reflejo, pero todavía hay bastante que hacer”.
>>El verano acabó y fui enviado a Halle-Wittemberg donde, con una máscara de entusiasmo, inicié los estudios de Teología. Mas no podía evitar que mi mente partiera con frecuencia hacia aquel cuadro imposible, engendrado como rocío antes de la aurora, hacia aquel desasosegante paisaje de invención que, una vez rematado, llenaría sin duda a todos de estupor, tan justo como el que inspiró la querella Ramdohr a propósito de su pintura La cruz en la montaña -en la que el Sr. Friedrich usó un paisaje como cuadro de altar-, o cuando concibió aquel provocativo lugar sin límites de El monje junto al mar, del que el mismísimo Heinrich von Kleist afirmó admirado en un artículo de los Berliner Abendblätter que, cuando se mira ese cuadro, es como si a uno le arrancasen los párpados. Me imaginaba el lento crecimiento de la luna sobre el lienzo a partir de la minuciosa mezcla del blanco de plomo con otros tonos, y al maestro sentado frente al bastidor, entre los efluvios de trementina veneciana. Sabía por él que no era de los que forjan el hierro en caliente sino que, después de tomar apuntes del natural, dedicaba meses o años enteros a trabajar obsesivamente en cada pintura, encerrado en su taller, combinando los estudios dibujados sobre el terreno, aplicando la técnica holandesa del paisaje al óleo basada en la paciente superposición de veladuras y matices, luchando por estampar con fidelidad la esencia de la luna, la puerta a lo inefable, en medio de esas sombrías lucubraciones que pueden conducir, a quien a ellas se abandona, a lo infinito -según dejó escrito en el libro XIII de Poesía y verdad nuestra esclarecida gloria nacional, Goethe, que fue amigo del Sr. Friedrich hasta que éste rechazó ilustrar sus estudios de meteorología-. Unos meses después supe, por una carta de mi padre, que el maestro había sufrido un ataque apoplético que le paralizó grandemente el cuerpo.
>>Aquella noticia me produjo una gran tristeza. Un airón de dolor y de compasión encontró camino hacia ese espíritu hostigado de manera forma irreparable por la enfermedad. Mi lamento acompañó al soñador, atribulado por la distancia a la que habría de quedar ya siempre su sueño, al artista infortunado que descubrió la tragedia del paisaje y quiso abrir un respiradero a la sofocante y pedestre cabina del arte para alcanzar, a través suyo, formas elevadas y cautivadoras, y que ahora no podría hallar en él más alimento que ese pan de sal amarga. Nunca más me reencontré con el Sr. Friedrich. No obstante, las cartas de mi padre -y las conversaciones con el pintor Lessing, años más tarde- me dieron cabo acerca de los últimos y sombríos días del maestro: el severo entorpecimiento de su mano derecha y los accesos de melancolía le impedían pintar como antes, y tuvo que soportar dificultades financieras. Se volvió huraño, y pese a que consiguió vender al zar varios cuadros anteriores y pagarse una cura de reposo en Teplitz, la desazón y la enfermedad le imposibilitaron consumar el desafío del cuadro lunar, así como aquel paisaje de las Montañas de los Gigantes que contemplé la primera vez que pisé su estudio, con su cielo de un suave amarillo que azuleaba hacia la parte superior. Se disipó además la modesta celebridad de la que gozaba y, a día de hoy, asombrosamente, aún no se le da el crédito que merece.
>>Cuando reflexiono sobre el pasado, que es devuelto y agotado por igual, el inspirador recuerdo del Sr. Friedrich, y de aquellas noches de julio de 1835 en su compañía, reconforta mi alma como un cordial caliente o la galvaniza como hacen esos vapores de mercurio con las imágenes en el nuevo arte de la daguerrotipia. Ahora, en estos momentos postreros de dulce temor en que los hombres reconocemos el fin, mientras ordeno mis asuntos y deshilvano la madeja de mi vida, mantengo que -aunque en todo retrato haya un elogio y uno deba guardarse, según dicen, de lo vulgar en la variedad del jardín- estos hechos que he narrado de buena fe no son refinamiento ni superchería poética; que me arrepiento de no haberle atestiguado de viva voz al maestro mi reconocimiento por el señalado favor que me hacía, creyéndolo recíproco; que encomio como privilegio la confianza del Sr. Friedrich en este hombre menor que ahora escribe y que, en fecha tardía, ha comprendido las últimas palabras que le dirigió aquél, tras pagarle los diez groschen: “Las almas esclavas de nuestros días desconocen su tiempo y a ellas mismas; mientras sigamos siendo siervos de los príncipes, nada grande se dará”; que ningún otro artista habría concebido nada más bello que ese cuadro inacabado del maestro, con el resplandor puro del plenilunio resbalando voluptuoso sobre el frontón del robledal y las lejanas cumbres en el horizonte, como una elegía, como un eco de nuestros lamentos y efusiones, como una sanción de lo desconocido; que, en cuanto a mi gusto por la pintura, los frutos del arte brotaron sin vigor, desatendí las reglas del Sr. Friedrich y dilapidé el poco talento y el impulso en fríos bodegones, en amaneradas escenas bíblicas y en rampantes efigies mitológicas; que sigo creyendo que nuestros afectos, como brasas entre cenizas, nos sobrevivirán y no serán destinados, junto con todo lo demás, al ancho señorío del olvido.>>”
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