Aunque Ángel Olgoso considera que escribe relatos literarios sin más, independientemente de la extensión, e intenta desmarcarse de los encasillamientos fáciles, con frecuencia ha sido ponderado como uno de los más brillantes cultivadores del microrrelato (y de sus pioneros, pues ya escribía cuentos brevísimos a finales de los setenta). Uno de los mejores y más exhaustivos estudios sobre esta faceta de Ángel lo escribió la especialista Irene Andres-Suárez, de la Universidad de Neuchâtel, y se publicó como capítulo de su libro de referencia sobre el tema El microrrelato español. Una estética de la elipsis (Ed. Menoscuarto), junto con los relativos a Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Julia Otxoa o a los precursores del género Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna y Max Aub.
Las obras que acompañan esta entrada son del pintor y grabador chileno Nemesio Antúnez.
ÁNGEL OLGOSO. MAESTRO DE LA BREVEDAD
La necesidad que tenemos de misterio es mayor que la necesidad de explicación
(Thoreau)
Me gustaría pensar en mis relatos como el fruto de mi extraña mirada sobre un mundo extraño
(Ángel Olgoso)
Irene Andres-Suárez
Hemos iniciado la segunda parte de este libro con un estudio sobre la narrativa breve de Antonio Fernández Molina, un autor singular y novedoso al que no se le ha prestado la debida atención, y hemos optado por cerrarla con otro sobre Ángel Olgoso, al que le corresponde por derecho propio un lugar preeminente en el ámbito del microrrelato por varios motivos: por haber consagrado tres libros enteramente a este género literario (Cuentos de otro mundo, 1999; Astrolabio, 2007 y La máquina de languidecer, 2009), por la gran diversidad de formas breves que en ellos explora y, sobre todo, por la perfección estructural y estilística de la mayoría de sus textos. Aquí nos ocuparemos esencialmente de estos tres volúmenes, pero sin descartar Los demonios del lugar (2007), pues, aunque en él los microrrelatos conviven con otros textos de mayor extensión, este libro constituye una verdadera enciclopedia del relato fantástico, género que el andaluz cultiva profusamente, como se verá enseguida.
Su narrativa, dedicada fundamentalmente al relato hiperbreve, constituye un verdadero despliegue de talento, originalidad y perfección y se sitúa en la línea de aquellos autores que no han necesitado cultivar la extensión para ser reconocidos como grandes escritores, me estoy refiriendo a Jorge Luis Borges o a Anton Chéjov, por citar dos ejemplos señeros y, por lo tanto, ya va siendo hora de que se le preste la atención que merece. En cualquier caso, en el ámbito del microrrelato de lengua española su nombre es de todo punto ineludible y es así como explica él su propensión por el texto literario breve:
“Desde siempre he estado abocado a la brevedad: por carácter, por afición, por convicción y también por una elemental cortesía hacia el lector (prefiero ahorrarle los tiempos muertos, las genealogías, los lugares comunes, los detalles intrascendentes). (…) Mi opinión es que basta lo suficiente. Unas pocas páginas, o unas líneas, pueden mostrar la esencia de algo; ya lo amplificará después el lector en su mente. Además, reconozco que me fascina el relato como miniatura, como mecanismo de precisión, como piedra pulida, como botellita que encierra un mundo, como armazón geométrico que esconde imágenes fulgurantes; me apasiona esa maravilla de lograr algo en lo que no sobra ni falta nada, esa contención del lenguaje que requiere lo breve, esa tensión narrativa, el vértigo de su historia, de su composición o de su sentido último, esa autonomía radical en definitiva”.
Vemos que, haciéndose eco de las declaraciones de J. R. Jiménez (“basta los suficiente”), lleva a cabo una interesante reflexión estética acerca de la brevedad como valor fundamental y a la vez expresa su convencimiento de que el microrrelato es el molde más apropiado para su “estilo de cincel y escoplo, deudor de la artesanal taracea granadina, tesela a tesela, palabra a palabra; y quizá, también, lo fantástico –puntualiza- precise de recipientes pequeños para que el veneno de esos bebedizos sea efectivo”.
Lo cierto es que Olgoso muestra una ostensible querencia por las formas breves y, entre ellas, hay que destacar el microrrelato, género que él cultiva desde 1978 y que coexiste desde los inicios de su producción con otros relatos de mayor extensión, como se puede apreciar desde sus primeros libros: Los días subterráneos (1991); La hélice entre los sargazos (1994); Nubes de piedra (1999) y Granada, año 2039 y otros relatos (1999); sin embargo, con la publicación de Cuentos de otro mundo (1999) parece producirse una inflexión en su obra, ya que, a partir de ese momento, salvo Los demonios del lugar (2007), todos sus libros serán consagrados en su integralidad a la hiperbrevedad, y hablo de hiperbrevedad y no de microrrelato, porque no todos sus textos responden a las exigencias de este género literario. Con frecuencia, éste cohabita con otros microtextos no narrativos, como el poema en prosa (por ejemplo, “La piel en el rompiente”; “Los reconocerás”; o “Bramador del viento”, “Umbrales” y “Diadema en tu cabello”), de carácter estático y fuertemente lírico, como se ve en el que transcribimos a continuación, en el que predomina la búsqueda de los efectos musicales y visuales del discurso poético:
DIADEMA EN TU CABELLO
Hay quien afirma que tu única vestidura es tu pelo, tu cabellera cuidadosamente cepillada y peinada y ungida con perfume, tu largo pelo negro que fulge y se ciñe como un manto real al blanco de tus huesos.
(La máquina de languidecer, p. 75).
En otros casos, estos textos son artículos periodísticos de raigambre especulativa, un género profusamente representado en el libro Astrolabio, aunque tampoco faltan en los demás. Suelen ser descriptivo-argumentativos y desarrollar una idea, un concepto o una tesis de orden científico, como sucede, por ejemplo, en “De Il corriere della Sera”, texto que adopta la forma de un reportaje sobre los resultados de una reunión internacional de “herpetólogos” sobre el peligro de extinción a nivel planetario de los sapos, pero, en la mayoría de los casos, son pseudocientíficos, pues lo fantástico termina interfiriéndose e imponiendo al texto un carácter ficcional, como sucede en “Los despeñaderos”, que presenta el suicido colectivo como un acto reflejo de regulación de la especie humana tras su crecimiento desmesurado o en “La tenia solitaria”, en que la destrucción del planeta está vista como la acción de unas larvas necrófagas que habitan en los intestinos terrestres. Y no faltan tampoco los microensayos que especulan con la literatura, como se puede apreciar en el que sigue, una clara reflexión sobre la potencia de la elipsis a la vez que una defensa ostensible del microrrelato:
ESPACIO
Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se asomaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.
(Astrolabio, p. 5)
Son frecuentes asimismo las fábulas, de las que hablaremos más tarde (por ejemplo, “El demonio de Bengala”, “Las barbas del cielo”, “Almohada de hierba dulce”), así como los juegos lingüísticos, basados en frases hechas (“Más que humano”) a las que a veces se atribuye un sentido literal, como sucede con la expresión “llover a cántaros” en el relato “Macao”, y tampoco faltan los diálogos dramáticos, próximos a las minipiezas teatrales (dos magníficos ejemplos son “El octavo día de la semana”, y “Bizcocho de luz”), las adivinanzas (“Adivinanza”) y hasta los textos burlescos y satíricos que adoptan la forma y el lenguaje de una oración (“Perikhoresis teológica”) o incluso de un expediente (“Maleza”), etc.
En definitiva, el escritor granadino pulsa diversas teclas de la brevedad y también de la literatura fantástica, mostrando una especial inclinación en este caso hacia el mundo onírico y de terror, género que adopta diversas variantes en su obra: lo macabro, metafísico, psicológico, sobrenatural, onírico, humorístico, oriental, etc. Gracias a un artículo de Fernando Valls y a las entrevistas realizadas al escritor granadino por Luis García y, sobre todo, por Miguel Ángel Muñoz, contamos con una valiosísima información para elaborar su poética fantástica. Veámosla.
POÉTICA FANTÁSTICA
Siempre he trabajado en torno al extrañamiento, a lo fantástico, ya sea cotidiano, razonado, extremo o conjetural. Aunque debo aclararle que no lo cultivo por mero capricho, lo hago irremediablemente porque responde a mi percepción de la realidad: mi visión de las cosas es extraña y la realidad lo es aún más. De ahí surge lo fantástico en mis relatos, mi interés en crear mundos alternativos donde lo excepcional, lo inesperado y lo inquietante tienen tanta vida propia como lo supuestamente real. Creo que la razón no agota las respuestas posibles y que lo fantástico no sólo no es un género menor (“enmiendas a los planes de la Creación”, lo llamaba Arreola), sino que amplía el foco y permite acercarse a las cosas de otra manera, con mayor complejidad, con perspectivas insólitas, para llegar así a los rincones más increíbles de la mente, de la materia, de las probabilidades. Tampoco es un plan de evasión, no es una huida (y si lo fuera, sería una huida de los lugares comunes), sino en todo caso de iluminación”.
Olgoso, al igual que Borges, pretende con sus cuentos fantásticos demostrar que el mundo en el que vivimos, gobernado por la razón y por categorías inmutables, no es real, lo que comúnmente llamamos realidad es una mera construcción ficticia, una invención. Es tal vez por eso que sus relatos incluyen “lo supuestamente real, su reflejo, la materia imposible de percibir por nuestros sentidos, lo probable, lo imaginado, lo soñado, las zonas envueltas en sombras –donde hasta el propio yo se convierte en un lugar extraño-, e incluso la urdimbre de vidas paralelas que siguen su curso a partir de las decisiones que, en cada momento, todos descartamos”.
Hay que recordar que si bien la literatura fantástica tradicional ponía en duda las leyes físicas de nuestro mundo, lo fantástico moderno, como indica Cesare Segre, va mucho más lejos, ya que cuestiona nuestra seguridad acerca de la realidad y, por lo tanto, “desmiente los esquemas de interpretación que el hombre en su larga trayectoria ha dispuesto para su propia existencia”. Es decir, los diversos sistemas de conocimiento e interpretación elaborados por el ser humano a lo largo de la historia con el propósito de acceder a la comprensión de la realidad (religiosos, científicos, metafísicos, etc.) no han desembocado en una comprensión cabal de la realidad, sino en la invención de una nueva nueva de carácter ficcional.
En esta tesitura, los escritores que cultivan lo fantástico parten de la premisa siguiente: si nuestro sistema racional y nuestros sentidos resultan instrumentos cognoscitivos insuficientes para aprehender la realidad, el arte, en general, y la literatura, en particular, por su poder de iluminación, tal vez nos faciliten la comprensión de esas zonas oscuras que la lógica y los sentidos nos escamotean. Es con este propósito, creo yo, que los relatos de Olgoso nos presentan un ángulo nuevo desde el que contemplar la verdadera e inquietante cara de la realidad y tratan de indagar en los secretos sueños del hombre y en las verdades que están más allá de su alcance, porque, como dice Rosalía Campra, “la función de lo fantástico (…) sigue siendo la de iluminar por un momento los abismos de lo incognoscible que existen fuera y dentro del hombre, de crear, por lo tanto, una incertidumbre en toda la realidad”.
Las fuentes fantásticas de las que se nutre el escritor granadino son muy diversas y han sido reivindicadas abiertamente por él mismo: la victoriana (Steveson, Wells, Conan Doyle, Kipling, Lord Dunsany, M. R. James, Machen, Saki, De la Mare); la sudamericana (Quiroga, Lugones, Borges, Felisberto Hernández, Rulfo, Cortázar, Bioy, Arreola, Wilcok, Piñera, Denevi, Levrero, Brasca, Shua); la italiana (Buzzati, Landolfi, Calvino, Manganelli) y la norteamericana (Bradbury, Dick, Brown, Ellison). A mi entender, habría que añadir la germánica (Austria, Alemania, Suiza alemana…), la de los países del norte de Europa (Dinamarca, Holanda), la hebrea, la árabe y la oriental (especialmente la japonesa y la hindú), ya que numerosos textos suyos transcurren en esos escenarios y aluden claramente a este patrimonio cultural y lingüístico. Ello es visible igualmente en la elección de los nombres y apellidos de los personajes (Ulmer, Karl, Lietzen, Neckelbaum, Lazarus Radecki, Schön, Rutzmeyer, Ankel, Akiburo, Hui Ji, Nyâmbu, Ramachandra Rao, etc.) en los topónimos, reales, unos, inventados, otros no (la región de Rigispitzli, el bosque Prijmadin, la plaza de Altsattl, los pastizales de Na Mustku, el río Týna, la colina Podêbrady”, etc.), así como en la descripción de ciertos ritos y creencias populares (“El vaso”) o en el léxico utilizado: “gulden”, “kaddish” “sutra” (“El vaso”); “el mes de Rajib” (“Arponeando sueños”); “el legendario arte de dim kat” (“Ignición”), etc.
DISTINTAS MODALIDADES DEL GÉNERO FANTÁSTICO
Se como sea, la visión que tiene el escritor granadino del género fantástico es muy amplia y no casa con definiciones estrechas o anticuadas de éste, pues él combina temas y recursos clásicos, a los que da nueva vida lejos de toda repetición de esquemas ya sabidos, con otros de cosecha propia, como, por ejemplo, el tratamiento que otorga a la materia orgánica, ya sea humana (el cuerpo) o planetaria (“Las nubes”), explorando así vías inéditas de lo fantástico. Además, según ha señalado M. Á. Muñoz, cultiva todas las variantes del género: lo gótico, lo fantástico romántico, lo detectivesco victoriano, el terror oriental, el lovecraftiano terror cósmico, los bestiarios y la erudición borgiana.
Entre los numerosos ingredientes de la literatura gótica inglesa que se rastrean en su obra, cabe destacar la ambientación romántica de ciertos paisajes sombríos, bosques tenebrosos (“El coracero en el bosque”), cementerios (“Tributo”), castillos (“Lección de música”) con sus respectivos sótanos y pasadizos, lugares poblados de monstruos, como la colección del doctor Frederik Ruysch (“Gabinete de maravillas”) o de vampiros (“Bebe, esta es mi sangre”, “Anestesia”, “Sangre”), pero también se advierte la presencia de lo sobrenatural (“Las manos de Akiburo”) o de lo maravilloso: “Osolubaf odnum”; “ “Historia del rey y el cosmógrafo”, o “Arponeando sueños”, en que se advierte la estructura del cuento de hadas y a la vez la influencia de Borges. Además, son recurrentes ciertos temas, como la muerte y sus manifestaciones físicas, el entierro prematuro (“El misántropo”; “El día primero de la tumba” o “Autopsias prematuras”), y toda la gama de asuntos luctuosos, como la venganza (“Las manos de Akiburo”), la maldición (“El vaso) la presencia de seres fabulosos (“El yacimento”), así como de ciertas fábulas medievales, como el clásico tema del caballero asustado a las puertas de un bosque tenebroso y sobrecogedor (“El coracero en el bosque”). En fin, en su obra se dan cita todos los miedos atávicos de la humanidad: a la oscuridad y a las tormentas (“Las tormentas”), a las pesadillas (“Contrapeso”, “Sueño nº 333”, “El emperador ermitaño”), al dolor y a la enfermedad (“Los dientes del tiempo”) o a la muerte (“Behemoth” es un compendio de todo esos miedos), y el nexo que los vincula es la atmósfera “enrarecida, angustiosa e incluso macabra”, elemento indispensable en el relato de miedo, que remite a Poe, verdadero maestro en la creación de clímax de pesadilla (“El gato negro”, “la caída de la casa Usher”, “El barril de amontillado”, “El corazón delator”), aunque tampoco hay que olvidar a otros grandes maestros, de los que se inspira Olgoso: H. P. Lovecraft, A. Chéjov, H. James, R. Kipling o F. Kafka.
En relación con esto, el escritor granadino ha declarado haber efectuado con Los demonios del lugar “un auténtico descenso a los abismos, a una especie de infierno concéntrico. Y es que quizás más que relatos –dice-, sean visiones, y más que historias extrañas y sorprendentes, revelaciones que lleven al lector a cuestionarse las bases de la realidad de su propia conciencia”. Pero hay que añadir que los textos más angustiantes para el lector no son aquellos en los que se producen fenómenos extraños o sobrenaturales, sino los que indagan en el lado oscuro de lo real, en los horrores cotidianos, y un buen ejemplo de ello son textos como “El espanto” y “Determinación”, en los que el autor explota motivos como la pedofilia y el incesto:
EL ESPANTO
Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción –repugnante en el más genuino sentido de la palabra- de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de la oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.
(Los demonios del lugar, p. 65)
El ogro que devora a los niños ya no es el personaje mítico-legendario, que ha alimentado nuestros miedos infantiles, sino el hombre de carne y hueso, presuntamente respetable y bienintencionado que vive a nuestro lado, acrecentando así el sentimiento de horror, máxime si el verdugo comparte nuestro espacio o es el propio progenitor, como sugiere el texto que sigue:
DETERMINACIÓN
“Algún día me casaré con esta niña” dijo, con la voz extraña y alegre determinación, aquel amigo de la familia al pie de la cuna de la recién nacida. Y así sucedió. El día de la boda ella tenía veinte años, él cincuenta. Nueve meses después, ella dio a luz una preciosa criaturita. Él dijo: “Algún día me casaré con esta niña”.
(Cuentos de otro mundo, p. 95)
Y otro relato algo más extenso relacionado con el tema de la pedofilia es “El flautista mágico”, una reelaboración intertextual original y novedosa de “El flautista de Hamelín”, en la que el protagonista encarna la imagen del pedófilo capaz de “encantar”, de seducir, a los niños con su flauta, es decir, con su miembro viril. Y no menos terrorífica resulta la convivencia forzada en esos pisos urbanos modernos, exiguos, plagados de olores apestosos y de ruidos insoportables que impiden la más mínima intimidad (“El tendedero”). En definitiva, Olgoso recurre a la tradición fantástica de la literatura de terror en busca de inspiración y de temas que él traslada al presente y reelabora inyectándoles savia nueva.
Por otra parte, en su obra se perciben todos los temas de la literatura fantástica clásica.; así, se vulneran constantemente las leyes de la física: los suicidas no logran morir (“Suicida”), ciertos individuos se comen su propia sombra (“Mi sombra”) o bien ésta se rebela contra su dueño (“Querido desconocido”); otros conservan la conciencia más allá de la muerte (“La bañera”), y abundan asimismo las metamorfosis (“Bienvenidos a la granja”) y las reencarnaciones sucesivas (“Samsara”). Y se cuestionan igualmente las coordenadas espacio-temporales: el cementerio es percibido como un lugar fronterizo entre dos mundos en el que durante la noche los muertos pueden sentir la caricia de los vivos (“Tributo”), las estaciones del año no siguen un ritmo cíclico (“Dulcedumbre”) y los relojes, además de cebarse en los sueños de los hombres, los van devorando lentamente hasta lograr su extinción (“Todas hieren”) e imponen su tiranía a quienes los utilizan engulléndolos literalmente (“Los lentos pastos del día”). Y. por si esto fuera poco, los protagonistas de sus relatos viajan hacia atrás en el tiempo (“El bucle”), o por el Más Allá, concebido éste como un nuevo Teatro del Mundo (“El Teatro de la Eternidad”), o bien logran llegar a lugares misteriosos en los que inexplicablemente adquieren el conocimiento con mayúscula (“La ciénaga”), como les ocurre a esos niños misteriosos que deambulan por la obra de Luis Mateo Díez.
Por otra parte, la interferencia o confusión entre planos de realidad distintos e incompatibles es frecuente, como, por ejemplo, entre la edad adulta y la infancia (“La larga digestión del dragón de Komodo”), la vida y la muerte (“Un buen servicio”), el sueño y la vigilia (“Las Pleyades”; “Sueño nº 333”; “Contrapeso”) o bien entre épocas muy alejadas en el tiempo, como se puede apreciar en el relato que sigue:
LOS DIENTES DEL TIEMPO
¿Quién eres, dolor?
Todos los domingos por la tarde una presión brutal, dominadora, invasiva, sobreviene de golpe sobre mis hombros y me postra hasta la mañana siguiente, en que ese peso infinito se retira dejándome la espalda anestesiada. Es como el doble bocado de un escualo, como las punzadas de un tridente que puentean y socavan de una clavícula a otra. He consultado a especialistas y quiropráctricos: nada hay anómalo en la circulación, huesos y músculos intactos, ningún indicio microscópico, ni una sola señal azulina visible en la piel.
El dolor persiste. Esta tarde de domingo, tras dejar caer el periódico al suelo, me obliga a gemir, a apretar los ojos como si mordiera una barra de hierro con los párpados, pero cuando los abro comprendo finalmente su causa mientras soy paseado bajo el yugo junto a los demás prisioneros romanos por la Vía Apia.
(La máquina de languidecer, p. 104)
Al inicio, son varios los indicios que nos hacen pensar que nos encontramos frente a un hombre de nuestra época atenazado por un dolor insoportable -lee el periódico y consulta a especialistas y quiroprácticos-, pero, de pronto, se subvierten las coordenadas espacio-temporales y nos vemos propulsados hacia la época del Imperio romano, lo que obliga a efectuar una resemantización completa del texto.
Y otro eje temático que aglutina varios textos es el paso de la humanidad a la animalidad y viceversa; así, en “Árboles al pie de la cama”, asistimos al pánico cerval de un hombre metamorfoseado repentinamente en un animal en medio de un espeso bosque, totalmente indefenso y sin recursos para sobrevivir en esas circunstancias, y también abundan las trasformaciones de los objetos en agentes ominosos para el ser humano, como se ve en el “Último grito en París”, cuya protagonista es atacada por los zorros de su abrigo de piel, aunque tal vez el objeto más ominoso de todos sea un ventilador que, colocado al pie de la cama de una pareja que duerme y sueña despreocupadamente, los vigila insidiosamente mientras parece maquinar una venganza (“Artículo genuino”). Pese a que ésta no llega a producirse, la atmósfera de amenaza está tan bien conseguida que termina contagiando al lector. Esos objetos constituyen por lo general un mundo autónomo con sus propias reglas y poseen inteligencia, pasiones y sueños como los humanos, al igual que en algunos textos de R. Gómez de la Serna (“El regreso de los sampanes al puerto”, o “La impunidad de los sueños”) y no es raro que asuman ellos mismos la voz narradora y presenten los hechos en primera persona gramatical desde su propio ángulo de visión.
Y junto a esos motivos clásicos del género fantástico, que él actualiza y reelabora constantemente, se dan otros más recientes como la metaficción, presente tanto en “Buenos propósitos” como en “El último lector”, en los que se plantea la continuidad entre dos órdenes de realidad aparentemente irreconciliables; en el primer texto, por ejemplo, un lector es raptado literalmente por la lectura y, en el segundo, se efectúa una reflexión metaliteraria sobre lo que sería el mundo sin lectores. Y también encontramos algunos relatos fantásticos que entran dentro de la categoría de la ciencia ficción respondiendo así a los avances científicos y tecnológicos, como “Interior con máquina” y “La cámara Limehouse”, que evocan el mundo deshumanizado en el que vivimos, así como el deseo del individuo de contar con máquinas capaces de resolver todos sus problemas materiales y, sobre todo, emocionales y psicológicos, como por ejemplo el miedo atávico a la muerte.
Hay que advertir, sin embargo, que lo fantástico en manos de Olgoso adquiere a menudo un valor simbólico destinado a censurar el comportamiento del hombre moderno así como los males que lo aquejan: la violencia generalizada (“Hábitat”, texto que posee la estructura de un cuento popular); la trivialización de la tortura (“Conjugación”); el cainismo atávico de los españoles (“Hispania I” y “Vidas privadas”), la absurdidad de la guerra (“Un día de campo”), la deshumanización de las relaciones de pareja (“Amante empedernida”), las imposturas femeninas (“Tacones de aguja”) y masculinas (“La habitación 201”), la corrupción y especulación inmobiliaria (“El lobo viejo de las desgracias”). Otros responden a preocupaciones ecologistas, por ejemplo, “Tábula rasa”, “Cuando la tierra se convierta en una tarde de domingo en los suburbios”, o “El golpe maestro del leñador mágico”–los títulos nos dan las claves para la interpretación de los mismos-; en todos ellos, se resalta el espíritu depredador del hombre, así como su irresponsabilidad ante la degradación irreversible que sufre el planeta en el que vive, y la crítica va dirigida igualmente a los científicos, presentados a menudo como ingenuos o farsantes (“Gabinete de falsos de Jean-Baptiste Colbert”, “Darwinismo”).
En fin, sea cual sea la modalidad fantástica a la que pertenezcan, los relatos de Olgoso comparten unas mismas características: la dimensión inquietante, la ruptura de las expectativas del lector y el hábil juego con la incertidumbre y la ambigüedad, y persiguen los mismos fines: indagar en el lado oscuro de la realidad para desvelar lo que se oculta bajo las apariencias y conseguir que el lector “cuestione las bases de la realidad y de su propia conciencia” así como los parámetros con los que suele acercarse a la realidad.
LA INTERTEXTUALIDAD
Otro ejemplo de la libertad con la que Olgoso se enfrenta a la tradición canónica son sus relatos intertextuales, en los que efectúa una relectura novedosa y original de los mitos clásicos y bíblicos, así como de la tradición literaria, ya sea oral o escrita. Entre los primeros, cabe destacar el de Pandora (“La caja de los truenos”), las sirenas (“Los bajíos”), las Gorgonas, (“En el lagar” –texto policíaco-), las Parcas (“Manos que ven”) o la espada de Damocles (“Perspectiva”); y, entre los segundos, la creación del Mundo (“El proyecto”), el mito de Adán y Eva (“Manzanas fermentadas”), el milagro de Jesús caminando sobre las aguas, (“Tiberíades”); la mujer de Lot convertida en estatua de sal (“El musgo de la extinción”) o la “Última cena”.
En lo tocante a la literatura, recrea leyendas, como la de Guillermo Tell, presentada desde el ángulo de visión del hijo del protagonista (“El beso de los sonámbulos”), cuentos de hadas, como el de Alicia en el país de las maravillas (“Osolubaf odnum”), el flautista de Hamelín (El flautista mágico”) o de la Bella Durmiente (“Cerco a la Bella Durmiente”), así como infinidad de motivos relacionados principalmente con la literatura canónica occidental. No en vano, asistimos a un curioso duelo entre Cervantes y Shakespeare en aras de la supremacía artística (“Los rivales”), o a una recreación novedosa del mundo de la caballería (“Caballería volante”), de Le Misanthrope de Molière (“El misántropo”) y de Casanova (“La ceniza de los besos”). Pero sin duda los más originales son los titulados “El otro Borges”, en el que un periodista relata su primer encuentro con el argentino durante un coloquio sobre literatura fantástica organizado por la Universidad de Sevilla y el entusiasmo manifestado por el escritor bonaerense al contemplar la primera edición del libro De bene disponenda biblioteca, publicado en 1631 por Francisco de Araoz, así como su ulterior viaje a la Argentina para visitar a escritor, rico en sorpresas, pues va a descubrir que la ceguera de Borges era fingida. Evidentemente, este episodio abre varias vías de interpretación. Existe la posibilidad de imaginar que Borges tenía un doble, vidente, pero también que su ceguera no era real. Aunque el enigma no se resuelve, lo más importante en este relato, como en otros muchos de Olgoso, es la inserción de documentos teóricos o de investigación sobre determinadas disciplinas, es decir, la acumulación de referencias bibliográficas reales o ficticias, así como lo que podríamos llamar el estilo pseudocientífico adoptado, práctica que tiene una gran tradición en la narrativa breve hispanoamericana, especialmente en la obra de Borges. Ello es patente en textos como como “Gabinete de Maravillas” en que se alude al libro Anthropogenia (1874), del médico y naturalista alemán Ernest Haeckel (1838-1919) o en “Historia del rey y del cosmógrafo”, cuyo narrador nos cuenta la historia de un cosmógrafo Jacob Haim que logró burlar al rey, contada, según él, por un tal Von Uexkull en Nouveaux vogages où personne n’a jamais pénétré, libro y autor a todas luces inventados por Olgoso, al igual que ese comentarista de los Apotegmas llamado Luigi Dardano que aparece en el relato “El eremita”. En relación con esto, otro relato que merece especial atención es “El incidente Avellaneda”, porque en él la utilización de las referencias culturales confluye con un juego metaliterario especialmente complejo. El relato se abre de este modo: “En un apéndice del libro colectivo ¿Dónde estás, Avellaneda? (Ediciones Grafisol, Tarragona, 1991), el historiador y filólogo Martín Canseco afirma haber dilucidado el misterio: el Quijote de Avellaneda no fue obra del soldado aragonés Jerónimo de Pasamonte, compañero de milicia de Cervantes, ni del doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, ni siquiera de Lope de Vega, sino del mismísimo Miguel de Cervantes” (p. 43). Curiosamente, a partir de la tesis de este presunto filólogo, el narrador del cuento de Olgoso construye toda una argumentación ensayística que viene a demostrar lo siguiente: de ser cierta la teoría de Martín Canseco, Cervantes fue un experto mixtificador que no sólo se permitió falsificar y parodiar su propia obra fingiendo indignación por un hurto inexistente, sino que compuso “el más fabuloso y extremado caso metaliterario de las historia de los libros”, pues “pergeñó en realidad una trilogía, un irónico juego de espejos, una enloquecida empresa acerca de un caballero andante aficionado a los Amadises que quiso imitar las aventuras de otro caballeros de ficción, de su doble que vive una vida paralela, y del autor de ambos que se miente, se vitupera y se desacredita para asegurarse la autenticidad de sus criaturas, personajes que incluso se rebelan contra la realidad al hacerlo contra el autor plagiario” (p. 45) . En definitiva, el escritor Ángel Olgoso, a la vez que nos presenta una relectura novedosa y original del Quijote, “engaña” a los lectores de su propia obra, pues les presenta como real unas referencias bibliográficas ficticias. El juego resulta así redondo.
En cualquier caso, es tal la profusión de referencias culturales, literarias y estéticas dispersas e insertas en sus relatos que no siempre es fácil saber si son reales o falsas ni tampoco captar la riqueza y sentido de los mismos. Dicho esto, nos vamos a detener brevemente en la utilización que hace el escritor andaluz de la fábula, género al que otorga cierta atención, como ya se dijo.
LA FÁBULA
Desde tiempos inmemoriales han existido fabulistas que pretendían aprovechar el supuesto simbolismo que emana del mundo animal para adoctrinar a sus conciudadanos, pero la fábula sufrió en el primer tercio del siglo XX con los escritores vanguardista una verdadera revolución al ser despojada de su carácter moralizante; ello es perceptible ya en los delirios zoológicos de los surrealistas y en ciertos relatos de Ramón Gómez de la Serna o de Max Aub, por ejemplo, en cuya tradición se sitúan los relatos de Olgoso, el cual no sólo ha interpretado libremente los parámetros de la fábula clásica y moderna, sino que a menudo presenta el mundo de los humanos desde la perspectiva de los animales –son ellos los que asumen la voz narrativa-, un punto de vista generalmente peculiar, anómalo y hasta desenfocado a veces:
NAUFRAGIO
El día que se hundió aquel navío entre retumbos de barriles y añicos de loza, yo nadaba cerca, ocioso, mientras practicaba esgrima intelectual con mi hermano (el irresoluble problema de la flecha del tiempo y la diana de la inmortalidad). La tripulación, desesperada, se agitaba sobre las aguas oscuras. Unos pocos habían logrado aferrarse a pellejos de buey. Al percatarnos de su desgracia, nos sumergimos resueltos y buceamos hacia ellos, aproximándonos a toda velocidad, con estilo poderoso, ondulante. Siempre sucede que, aunque lleguemos a tiempo para redimirlos, ellos no pueden evitar señalarnos y, enloquecidos, gritar al unísono con un timbre particularmente desagradable que el prestigio o quizá el horror concentran: ¡Tiburones! ¡Tiburones!”
(Máquina de languidecer, p. 32)
Al presentar la superioridad del mundo animal respecto del humano, Á. Olgoso sigue el camino trazado por otros grandes representantes del microrrelato hispánico, me refiero a A. Monterroso, J. Mª Merino o J. Tomeo, por ejemplo, y, al asignarles la voz narrativa, les permite dar rienda suelta a sus emociones, sensaciones, así como al resentimiento albergado durante siglos hacia los humanos, como se puede apreciar en el texto “Caída de los cuerpos siderales”, en el que un asno relata en primera persona gramatical (“Soy un asno. En sentido real y figurado”) su primera experiencia como animal de carga así como sus reflexiones metafísicas y sus frustraciones por verse privado de libre albedrío. Durante el tiempo que dura el viaje, se lamenta de la actitud desaprensiva de su dueño, manifiesta un fuerte afán de venganza, y se interroga sobre la pertinencia de viajar en sábado, una reflexión que cobra todo su sentido -religioso y satírico- en las últimas líneas del relato cuando nos enteramos de que el jinete no es otro que Jesús de Nazaret, el día de su entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén.
Y no son únicamente sus fábulas animalísticas las que adoptan el punto de vista de los presuntos seres “irracionales”, sino también las protagonizadas por objetos, como se ve en el monólogo del cuchillo que protagoniza el relato siguiente:
LOS TRABAJOS DEL CARNICERO
A partir de un trozo de madera y de un segmento cónico de metal, alguien me ha fabricado. Y al pulirme y adiestrarme en muchos y muy variados usos, quizá ha insuflado de vida mi propia materia, refractaria por lo común a los procesos mentales. No conozco a mi creador. Hace tiempo que dilucido si el lugar en el que permanezco clavado hasta el mango, en el centro mismo de un cuerpo blando y nutritivo, pertenece al ser que me dio la vida. De algún modo busco la constatación en esas dos esferas cristalinas que, desde su extremidad superior, me miran despavoridos.
(Cuentos de otro mundo, p. 26)
Aunque adoptan el formato fabulístico tradicional y están protagonizados por animales u objetos, estos textos de Olgoso no son fábulas propiamente dichas, sino microrrelatos satíricos, descargados ya de toda responsabilidad ejemplar.
EL CUERPO
La vida no es más que un viaje hacia la muerte
(Séneca)
Capítulo aparte merecen los relatos que giran en torno a los misterios del cuerpo humano, un tema preeminente en La máquina de languidecer –también es perceptible en algunos relatos de Los demonios del lugar-, que ilustra la visión fatalista que tiene el escritor andaluz de la naturaleza humana y de la fugacidad de la existencia, acorde con el pensamiento estoico de Séneca y de la literatura ascética tan fecunda en las letras españolas. Ahora bien, el estoicismo de Olgoso no está relacionado con una moral cristiana, según él mismo lo deja entrever: “Mi fatalismo será otro defecto de nacimiento, pero no ayuda mucho (…) saber que el Universo es una transición hacia la nada, que –como en el título de la novela de Eduardo Mallea- todo verdor desaparecerá, que las estrellas y por descontado la raza humana con la débil luz de sus logros, se apagarán en un vacío glacial. Por lo tanto, sus relatos no pueden encerrarse en esta convención porque en ellos la angustia proviene de la sensación de percibir la presencia de la muerte en el interior de la vida misma; es en lo carnal, en lo concreto, donde el granadino siente la obstinada y activa presencia de muerte, por ello, pese a su voluntad de imitar a los clásicos, especialmente a Quevedo, Olgoso ama la vida no en lo que puede tener de abstracto, sino en su más dolorosa y exaltante concreción, como él mismo reconoce: “…incluso mis textos más oscuros, o los que giran alrededor de la muerte, no hacen sino transmitir por efecto rebote un brioso apego a la vida”. En consecuencia, en lo más secreto de la meditación de Olgoso se eleva la voz patética de la rebelión quevediana (“¡Ay de la vida! ¿Nadie me responde?”) y resuena la angustia existencial moderna.
Para Miguel Ángel Muñoz, el mismo título de libro resume “esa concepción del mundo que ve el cuerpo como una máquina imperfecta que apenas nace se dispone a la extinción”. Y Olgoso confirma lo bien fundado de esta interpretación cuando declara: “… mis relatos parten de una obsesiva búsqueda de lo fuera de lo común (…), escojo personajes a los que la realidad tira por tierra, seres vulnerables, perplejos por el acoso de la desgracia y la muerte, seres melancólicos asombrados ante lo fugaz del tiempo… Creo que siempre me ha obsesionado la extravagancia que supone lo efímero de la vida: no puedo dejar de ver un esqueleto debajo de nuestra piel, ni mirar a un niño sin imaginarlo viejo”.
De hecho, las siete citas que preceden el libro giran todas en torno a la contingencia humana y a la fugacidad de la existencia. Me limito a reproducir tres de ellas especialmente significativas para la interpretación del volumen: Solamente a Dios se le ocurre hacer una máquina de carne, sangre, grasa y huesos (J. L. Borges); Si todas las materias fueran transparentes, el suelo que nos sostiene, la envoltura que ciñe nuestros cuerpos, todo parecería no un aletear de velos impalpables, sino un averno de trituraciones e ingestiones (Italo Calvino); El hombre no es más que un puñado de polvo, y la vida, una violenta tempestad (“Belwo” somalí).
En cualquier caso, la rápida decrepitud del cuerpo humano y la fugacidad de la existencia son el motor y el soporte de la mayor parte de los relatos de este libro. Aquí nos limitaremos a transcribir y comentar dos de ellos especialmente originales:
UMBRALES
Abro una puerta: hay cielo, espigas en los calcetines, una cometa, el aroma a madera dulce de un lápiz, canicas, cuadernos rayados, el mercurocromo que no cesa, una pulida piedrecita de playa.
Abro otra: hay renuncias, un despertador, el llanto del niño-jabato, manos sobre un cuerpo desnudo con piel de naranja sanguina, ráfagas de risa, la sirena en la fábrica, el ímpetu entendido como los rápidos de un río, una llamada de teléfono, ilusiones lastimadas.
Abro una más: hay caminos surcados y acatamientos, ritos de despedida, un banco al sol, la cal de las venas, un médico musitando algo en el pasillo blanco, recuerdos como heno quebradizo, temor.
Abro la última puerta: hay oscuridad inmaculadamente blanca (p. 121).
Los tres primeros párrafos resumen las etapas centrales de la existencia humana: la infancia, la madurez y la vejez, con sus correspondientes logros, renuncias y sinsabores y el último es como un aldabonazo que nos enfrenta con el sinsentido del vivir abocado a la extinción definitiva, pues, tras el umbral de la muerte, no hay más que vacío y blancura. Y otro texto que presenta la vida como un soplo es “Subir abajo”, texto que, en mi opinión, lleva la marca de Antonio Fernández Molina, escritor admirado por Olgoso:
Un niño muy pequeño aprende hoy a subir solo y erguido las escaleras que llevan a la segunda planta. Siente miedo, pero también un ansia voraz a escalar. Eleva su piernecita derecha hasta el primer peldaño. La izquierda, titubeando, secunda el movimiento. Temeroso aún, amaga ya unos pasos sin apoyar las manos en la pared. La pértiga imaginaria de un equilibrista es su aliada secreta. Se demora en los escalones centrales y después, un poco más ligero, zigzaguea como los cortafuegos que recorren las laderas. Al fin, arriba, abrumado por el vértigo del retorno, lo gana una alegría breve e insólita, y de pronto está bajando, es ya un viejo que se enfrenta al peligro de la escalera con torpeza y agitación, enhebrando cuidadosamente cada paso, como cuando era un niño muy pequeño (p. 131).
Y en la misma línea de pensamiento se sitúan los textos que nos presentan la materialidad humana como expresión del ser que no cesa de hacerse deshaciéndose. Un buen exponente de ello es el microtexto de carácter ensayístico –no es un microrrelato- que reproducimos a continuación:
MUTACIONES
En la vida de cada persona, no importa la edad ni la condición, llega ese momento ingrato, no por inesperado menos atroz, en que el cuerpo renuncia voluntariamente a leer el periódico, nadar entre los corales, conocer otros cuerpos, sentarse al volante o pasear, en que se niega a obedecer órdenes y estímulos, se resiste por igual a las contracciones del píloro y a los espasmos del pensamiento, decrece, se colapsa, se viene al suelo, se desvaina por así decirlo, se encamina sin indulgencia alguna, enmagrecido, hacia un estado de ingravidez, de meliflua evanescencia, de transustanciación, donde embreado con sombra y olvido se reduce, deliberadamente, a polvo.
(La máquina de languidecer, p. 114)
Los textos más interesantes, sin embargo, son aquellos en los que el tema adopta la forma del microrrelato fantástico ofreciéndonos una visión lúdica y extraña de la realidad. Es así como descubrimos cuerpos traslúcidos y transparentes que dejan ver lo que hay tras la envoltura de la piel consiguiendo borrar de un plumazo las diferencias entre los individuos (“De las limitaciones”), mujeres que se desprenden de la piel como si fuera un vestido “Doncellas textiles” o seres excéntricos y fetichistas que atesoran las excrecencias humanas (“Naglfar”). En todos ellos, el escritor granadino apuesta por mostrarnos mundos paralelos, alternativos o inesperados que cuestionan la trivialidad de lo ordinario, como se desprende del que sigue:
POSIBLES ENORMIDADES LATENTES
La enfermera grita mi nombre. Transfigurado de nerviosismo, levanto la vista del Catálogo Routlege de Filosofía, lanzo lejos los restos del último cigarrillo y la sigo a grandes saltos. “Es un niño”, me predispone. Incrédulo aún, y con gran alivio, pienso que las malas noches, las crispaciones, el sufrimiento, los estertores y el gorgoteo subcutáneo han acabado para siempre. Miro a la criatura tras el cristal. Además de la capacidad de parpadear de abajo hacia arriba, posee otras cualidades suplementarias que la delatan: cierto fenómeno luminoso en la piel y esos palpos sensores de la frente que se retuercen en el aire. Es la viva imagen de su madre.
(Cuentos de otro mundo, p. 28)
En consecuencia, dichos relatos nos ofrecen un ángulo nuevo e insólito desde el que contemplar la verdadera e inquietante cara de la realidad así como el horror de lo real, marcado por el tiempo y la muerte.
El ESTILO
Más allá del sustrato común de lo breve y de lo fantástico, en los microrrelatos de Olgoso hay que subrayar la búsqueda acendrada de la perfección constructiva y estilística, así como el afán por “dejar sólo un texto destilado, donde a lo sumo aparezca el tuétano de los personajes y el aroma concentrado de la atmósfera”, según sus propias palabras. “En mis textos –dice- intento aunar la precisión y la belleza del lenguaje con la singularidad de la historia para conmover o inquietar al lector (…) Conseguir una prosa quintaesenciada y unos cuentos milimétricos es, pocas veces, fruto de un proceso puramente febril, casi siempre lo es de una tarea disciplinada. Me interesa una prosa hipnótica, envolvente, que quizá exija lectores con calma y en un estado propicio de concentración”.
Es evidente que para lograr la máxima expresividad con el mínimo de palabras, una de las exigencias básicas de los microrrelatos, Olgoso ha tenido que someter a los suyos a un severo proceso de depuración casi alquímica y el resultado es excelente; sin embargo, es en los relatos más largos donde se pueden apreciar mejor sus galas de estilista, su inmenso talento para la descripción así como la riqueza y diversidad de su lenguaje. El formato más extenso le permite forjar con minucia de orfebre el escenario y la atmósfera adecuados a la acción de cada relato y, en esto, parece seguir los postulados de Lovecraft, que decía que todo relato fantástico “debe de ser realista y ambiental, limitando su desviación de la naturaleza al canal sobrenatural elegido, y recordando que el escenario, el tono y los acontecimientos son más importantes a la hora de comunicar lo que se pretende que los personajes y la acción misma”.
Un buen ejemplo de la maestría alcanzada por el andaluz en la descripción de paisajes tenebrosos y de atmósferas desasosegantes lo tenemos en “El coracero en el bosque”, texto en el que lleva a la cima la densidad poética y plástica de su prosa así como sus cualidades sensoriales:
“Con asombro, sus ojos oscuros abarcaban vastas masas de vegetación que se extendían sin fin y en las que aún despuntaban lejanas copas de robles, de pinos, de hayas. De acuerdo con sus estimaciones, la magnitud de los flancos del bosque era abrumadora, y del todo impracticable antes del anochecer (…). Visto de cerca, el bosque despedía su propia y móvil luz interior, un parpadeo, un trenzado de rayos palpable aunque demasiado tenue para cielo tan grande. Parecía el resultado de gajos de claridad, de débiles espectros perfilándose contra sombras de crecido terciopelo, semejante a vitrales que flamearan en una catedral invadida por la niebla (…) (p. 42).
Como ha señalado D. Roas, “el fenómeno fantástico, imposible de explicar mediante la razón, supera los límites del lenguaje: es por definición indescriptible,” de ahí que, para transmitir la amenaza que se cierne sobre el protagonista al enfrentarse con ese espeso y tenebroso bosque, el discurso del narrador se haga vago y utilice recursos como los símiles y las comparaciones: “Parecía el resultado de gajos de claridad, de débiles espectros perfilándose contra sombras de crecido terciopelo, semejante a vitrales que flamearan en una catedral invadida por la niebla (…). El coracero se paseaba inquieto a uno y otro lado, mirando en la distancia a través de las ordenadas hileras de árboles como si fuese el costillar de un animal ilimitado”, o las metáforas; por ejemplo, el bosque se describe como “un mar elevado de cortezas, de nervaduras y penachos trepadores” e incluso se animaliza convirtiéndose en “una fiera” provista de vísceras y capaz de “engullirlo con sus incesantes y desdeñosas fauces”. Tanto si persiguen inquietar al lector como extasiarlo, como es el caso de las que trascribimos a continuación, sus descripciones son marcadamente sensuales y un verdadero regalo para los sentidos:
Olía a agujas de pino, a sofocantes barricas de savia colmadas en el curso de los siglos. Dagobert sintió, bajo la piel, de una forma diáfana, el misterio de los países fríos incitado por las siniestras notas del goteo de los helechos y la ligamaza, por la viscosidad del musgo al pie de alisos y olmos, por la inaccesible barrera de zarzales y horcaduras de robustas ramas (….) . Se escuchó el ulular de un búho (…) le llegaban los infinitos rumores apagados de un rompiente vegetal. Percibía susurros del helador aire en los ramajes, bufidos repentinos, el golpeteo de erizos de castañas contra tocones podridos y setas venenosas, intensos aleteos, topetazos de cornamentas de ciervos, gotas de rocío descendiendo audiblemente de un tallo, acaso los crujidos de cascos herrados de una avanzadilla enemiga. El coracero se paseaba inquieto a uno y otro lado, mirando en la distancia a través de las ordenadas hileras de árboles como si fuese el costillar de un animal ilimitado, que a su vez, de alguna manera, lo mantenía a él prisionero pero alejado todavía de sus vísceras. Dagobert experimentaba confusos sentimientos de perplejidad, de humillación, de impaciencia (…) profundo horror (“El coracero en el bosque”, pp. 41-42).
Atraído por el fresco del lugar, penetras en el interior de la iglesia. La oscuridad cae sobre ti como una bendición. Levitas, empapado en sombra. El primer reinado corresponde al olfato: cirios de cera de abeja, vapores de incienso y de rosas de Líbano, el fervor del azufre, pelo de ratón y de cadáver, secos aromas de avena loca, tamarilla y flor de cantueso que zizaguean sobre los bancos en la estrecha intimidad del recinto sagrado (“Idolatría”, p. 146).
Como se desprende de estas citas, la prosa de Ángel Olgoso es densa y está trabajada a conciencia y el caudal léxico, riquísimo, procede de diversos campos semánticos (oficios y artes diversas, religión, filosofía, biología, zoología, gemología, etc.). Además, es muy visible su querencia por las enumeraciones: de adjetivos (“… mirada decidida, implacable, rectilínea, penetrante, abrigadora, imantada, limpia, impúdica, devota y cómplice”, “Venablos”), sustantivos (“… ópalos negros, turmalinas rojas, malaquitas, ágatas de encaje azul, ojos de tigre, piedras de luna…”, “Tintineo de piedras semipreciosas”) o de frases simétricas (“Nudos”), y hasta se permite el lujo de crear un microrrelato cuyo soporte estructural son los adverbios acabados en mente (“Un mélange mitológico”)
Son frecuentes también las reiteraciones anafóricas que tiñen el texto de connotaciones líricas (“La piel del rompiente”, “Sortes biblicae”), así como las construcciones lingüísticas ingeniosas, como greguerías (“El malentendido es la ley de la gravitación de los solitarios “ (“El misántropo”) o máximas (“Según Basilio, las moscas no son sino los pensamientos malignos e insultantes que las personas se dirigen unas a otras” (“Las moscas”) y, en algunos caso casos, el lenguaje se convierte en el eje del relato, como se puede apreciar en el microtexto humorístico e ingenioso que sigue, construido con una sarta de frases gramaticalizas:
MÁS QUE HUMANO
Él nunca admitiría tener ojillos de rata, risa de hiena, malas pulgas o hambre canina. En cambio, reconocería con gusto ser más listo que un lince y hacer vida de hormiga. Para hablar con exactitud, era un animal de costumbres. Bien es verdad que en este caso, bajo su rala piel de cordero, se escondía un tiburón de las finanzas. Sus enemigos, sin que sospechara nada, quisieron llevarse la piel del oso: lo mataron como a un perro mientras él echaba por la boca sapos y culebras. Pero, como asesinos inexpertos, rehusaron comprobar si su víctima tenía más vidas que un gato (en Astrolabio, p. 94).
Mediante este trabajo hemos intentado poner de relieve algunos de los rasgos más sobresalientes de la poética y estética de este maestro de la brevedad, pero su producción es tan rica y versátil y se sustenta en tal caudal de lecturas y de influencias que no siempre resulta fácil identificar los guiños del autor e interpretar correctamente sus textos.
Sea como sea, al margen de las modas y de las corrientes imperantes, Ángel Olgoso ha sabido forjarse, con tenacidad y exigencia extremas, un mundo propio dentro de la tradición literaria y someter la lengua a su máxima tensión verbal hasta llevarla a su punto de incandescencia. Con ello, no sólo ha conseguido iluminar con una luz distinta los temas que le interesan, sino convertirse en un prosista sobresaliente y en uno de los más destacados autores de cuentos y de microrrelatos de la literatura española actual.
Irene Andres-Suárez ha sido catedrática de Literatura en la Universidad de Neuchâtel, donde dirigió el Centro de Investigación de Narrativa Española. Desde 1993 organizó en esta ciudad suiza el Grand Séminaire, prestigioso coloquio internacional sobre los escritores españoles actuales más relevantes, cuyos trabajos se publican en la colección Cuadernos de Narrativa de la editorial Arco/Libros. Especialista en literatura española contemporánea, ha dedicado a esta materia numerosos artículos y varios libros, entre otros: Los cuentos de Ignacio Aldecoa. Consideraciones teóricas sobre el cuento literario (1986), La novela y el cuento frente a frente (1995) y La inmigración en la literatura española contemporánea (2002). Pionera en el estudio del microrrelato español, ha consagrado a este género literario una veintena de trabajos y un congreso internacional, cuyas actas también publicó Menoscuarto con el título La era de la brevedad. El microrrelato hispánico (2008).
Exhaustivo trabajo, maravillo
ResponderEliminarFelicidades.
Muchas gracias, querida amiga. Un abrazo.
ResponderEliminarNos hicisteis pasar una tarde fantástica. Tu presentación estuvo genial, de una sobrada maestría. y la exposición del autor muy buena. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias a vosotras por vuestra lealtad, por acompañarme en esos momentos de apuro que son siempre las presentaciones públicas y hacerlos así mucho más gratos. Un abrazo.
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