He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

viernes, 14 de julio de 2023

Reseña de "Devoraluces" por Gerardo Rodríguez-Salas

Muchísimas gracias a Gerardo Rodríguez-Salas por su magnífica, por su impecable reseña de “Devoraluces” (Premio Andalucía de la Crítica 2022) en la revista Castilla-Estudios de Literatura.




DEVORALUCES (Ángel Olgoso, Ed. Reino de Cordelia)

La escritora británica Angela Carter hablaba de «vino nuevo en odres viejos» para describir su reescritura de cuentos tradicionales en la colección de relatos 'The Bloody Chamber'. Podría decirse que en ‘Devoraluces’, la última colección de relatos de Ángel Olgoso—no sólo la más actual, sino la que marca el fin de su trayectoria como maestro del género—, el autor no sólo reescribe cuentos tradicionales como 'Las mil y una noches', o dialoga intertextualmente con obras de la literatura universal como 'La Odisea' o 'Frankenstein', sino que, al igual que Carter, toma el molde del cuento tradicional (o 'folktale') para ofrecernos variaciones actuales y absolutamente idiosincráticas que elevan el género a otra dimensión.

Carter y Olgoso coinciden en el preciosismo y elegancia del lenguaje, la exquisitez de metáforas e imágenes retóricas y la dimensión onírica. Sin embargo, mientras que Carter altera radicalmente la estructura de los cuentos tradicionales y su barroquismo tiene un punto de artificio que podría alejarnos del cuento como refugio, Olgoso mantiene la exuberancia verbal pero su lirismo es tan intrínseco que, además de reinventar los cuentos tradicionales, conserva el sabor atemporal y misterioso. El artificio subversivo de Carter desaparece en las manos de Olgoso de modo que, en los cuentos de éste, nos adentramos en un espacio temporal contemporáneo ('hoc tempus') que, paradójicamente, mantiene el 'illud tempus' o atemporalidad del cuento tradicional que teorizaba Marie Von Franz. El resultado, en Olgoso, son los «odres nuevos» que dan título a uno de sus relatos.

En «Fulgor», por ejemplo, encontramos reyes y súbditos, doncellas y mancebos, mercaderes y artesanos y un argumento que bien podría ser el de algún cuento tradicional: un hombre pobre que es tan feliz que todo el mundo quiere participar de su fulgor. Como las fábulas de Esopo, el cuento de Olgoso no prescinde de moraleja—el retorno a la simplicidad, a la pobreza, a lo que verdaderamente importa, a la luz—pero es un cuento que bien podría simbolizar el proceso evolutivo del propio autor en su ficción. Incluso en relatos como éste, el que más se acerca al formato clásico, Olgoso transciende los estereotipos de caracterización y nos hace caminar hacia el Pajarillo—que así llaman al protagonista de «Fulgor»—unidos a «aquella grey trashumante», en busca de la luz que desprende el autor y que nos hipnotiza como la música del flautista a los ratones.

Con ‘Devoraluces’, como reconoce el propio Olgoso en una reciente entrevista en TodoLiteratura, culmina su larga trayectoria como cuentista en «territorio fronterizo entre lo narrativo, lo poético y lo metafísico». Aquí, nos cuenta, la diferencia es que regresa a los orígenes del cuento—Homero, ¡Las mil y una noches¡ o Cervantes—para despedirse de él. En efecto, este volumen de 14 relatos es el adiós de Olgoso al género corto de la ficción con otra diferencia que también aclara el autor en esta entrevista: es un libro más vitalista.

En esto relatos predomina la liminalidad, una tierra de nadie entre la realidad y el sueño que nos deja con un regusto a ensoñación pero con los pies bien anclados en una certeza ineludible: las palabras. Olgoso es un maestro de la imaginación con palabras tan bien entrelazadas y urdidas que el tapiz resultante—o más bien almazuela—es una filigrana. Como en «Hajdú», estos relatos tienen «algo de mediodía tardío, donde no se sabe cuál es el cielo y cuál el mar»; «la alucinación provoca efectos extraños sobre los sentidos». Y es que en Olgoso las palabras cobran vida, son reales y sagradas, palpables—los cuentos «avanzan como una caravana de dóciles camellos»—y él las mima, las acicala con cuidado para regalárnoslas en todo su esplendor; nos hace verlas, tocarlas, saborearlas como «esponjoso pan de azúcar».

Estos relatos nos invitan a adentrarnos en la luz del recuerdo y de los sueños, de lo que fuimos y lo que quisimos ser, de lo que nunca seremos pero podemos imaginar en la ficción, la luz que, como a Hajdú, nos puede llevar a descubrir «con una puñalada» un nuevo color que no conocíamos. De hecho, en «Villa Diodati», donde otorga voz al lugar que acogió a Byron, Polidori y los Shelley en 1816, destaca «la luz exaltadora» de estos insignes resistentes en un verano oscuro, en sus «ojos brillantes, encendidos por la hoguera interior de la creación». De la pluma de Mary Shelley nació un monstruo que se parecía demasiado a nosotros y nosotras, y es la escritura quien puede aliviar esa soledad de nuestra especie y sacar luz de la tiniebla.

En Olgoso los relatos, sobre todo por las noches, se abren «como el loto bajo la mirada de la luna». A pesar de ser un despliegue de fuegos artificiales, ‘Devoraluces' irradia una luz sin alharacas, como la de la luciérnaga o la de la luna, momentos de gran intensidad pero pasajeros, que encienden el recuerdo para que luego quede oculto de nuevo entre las sombras hasta que volvamos a imaginarlo.Como nos exhorta la voz narrativa en «La ilusión del horizonte»—uno de los relatos más innovadores con un estilo entrecortado que recrea magistralmente una sucesión de impresiones provocadas por un viaje aparentemente por carretera a modo de flujo de conciencia—«Saldremos hechos águilas de este viaje». Aquí se repite insistentemente la referencia al «tendido eléctrico»y a una migración generacional de abuelos, tíos y padres, la luz que enciende el camino, que en este relato cobra especial importancia en su metáfora como viaje de la vida.

Los relatos de Olgoso se convierten en barcos que nos adentran en una aventura, como argonautas junto a un Ulises atemporal que, en su relato «La Rosa de los Vientos», recorre la literatura universal de todos los tiempos para buscar un hogar, una Ítaca entre letras. En estos relatos nos reencontramos con las luciérnagas de un pasado idílico que huele a eterna niñez; buscamos nuestras propias ensoñaciones en un mundo de «sueños sin dueño» o la luz y el fulgor en la vida sencilla de antaño; encontramos salida a los campos de concentración a través de un nuevo color; volvemos a la Villa Diodatti que, en esta ocasión, toma voz para narrarnos el oscuro verano de 1816; realizamos un trepidante viaje por carretera cargado de vívidas impresiones que cambiará (o no) nuestro destino; buscamos desesperadamente al padre perdido que nos contaba historias y añoramos su presencia, que quizás una vez despreciamos; escuchamos cuentos durante Mil y una noches, pero con un inesperado cambio de guión; experimentamos a través de una máquina todas las vidas alternativas que podríamos haber vivido y que danzarán sincronizadas ante nuestros ojos; descubrimos cómo acabaron en manos de Cervantes los papeles de Cide Hamete Benengeli; nos embriagamos, como una pareja en sus comienzos, con el frenesí del amor expuesto por orden alfabético y con regusto al 'Cantar de los cantares'; lloramos rendidos al poder del amor maternal que sobrevive a los estragos de la guerra más allá de límites biológicos; concluimos el viaje anticipando la nueva etapa en la que se adentra Olgoso con un tratado sobre el cuento.

Este último cuento, «Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies», que nos regala a modo de coda, se convierte, en palabras del autor en la entrevista antes indicada, en un texto bisagra que separará en dos su producción literaria: un sueño de juventud, que consiste en escribir libros de relatos con tan sólo títulos para concentrar así historias apasionantes en una sola línea. Para Olgoso, este texto representa su entrada en una nueva época creativa, «más híbrida y libre, dejando atrás para siempre la ficción entendida como invención». Este cuento metaficcional se torna en exquisita poética sobre el relato corto y concluye: «No es culpa mía si encuentro más vida en el carácter concentrado, disminuido, de una obra así que en el curso predecible de una narración y su grosero barullo de situaciones establecidas de antemano». Con este relato-poética nos invita Olgoso a reflexionar sobre un género que ha trabajado durante treinta años, desde ‘Los días subterráneos’ (1991) hasta ‘Devoraluces’ (2021), corroborando las opiniones de críticos que conciben el relato como un espacio de belleza arquitectónica de notables estilistas (John Baker o Suzanne C. Ferguson), caracterizado por su sugestión, o lo que Austin Wright denomina en inglés 'recalcitrance'. El relato nos ofrece un espacio de sugerencia y una luz intermitente, similar a la de la poesía, momentos epifánicos de una intensidad incomparable, momentos que, como «Las luciérnagas» del relato inicial, se quedan grabados a fuego en el recuerdo. El motivo de la luciérnaga es, sin duda, la imagen más acertada para resumir el impacto de estos cuentos con los que Olgoso se despide del género: «el fuego de la soledad, la amargura y la saña no han conseguido evaporar el fresco misterio de aquellas luminarias en las remotas noches de verano».

Cuando cerramos el libro tras haber devorado las luces que conforman este último alarde de fuegos artificiales de Olgoso, no podemos sino sentirnos como el hijo de Okitsu, eternamente agradecidos a este padre del cuento breve al que echaremos de menos. Eso sí, siempre podremos releer su prolífica obra para recrearnos en los detalles de sus filigranas, para admirar la destreza de su oficio y esperar, como dijera T. S. Eliot, las palabras de un nuevo año, de un nuevo Olgoso, que vendrán acompañadas de una nueva voz. Mientras tanto sus cuentos volarán, como nos dice en Devoraluces, «como vilanos de un cardo deshilachado que poblaran súbitamente el aire».

(GERARDO RODRÍGUEZ SALAS, Universidad de Granada)

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