He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

viernes, 22 de marzo de 2024

Prólogo de "Sideral" por Juan Jacinto Muñoz Rengel

Si os gusta viajar lejos, visitar otros mundos y otras dimensiones, habéis venido al lugar apropiado: “Sideral”. Podéis empezar sintonizando el fantástico prólogo de Juan Jacinto Muñoz-Rengel, verdadera síntesis del género y extraordinaria destilación de mi segundo volumen recopilatorio.



I

“Para indagar en los antecedentes de la imaginación extraterrestre de Ángel Olgoso, en su forma de soñar, cósmica, lúdica, preciosista, enumerativa, rizomática, a veces macabra y no siempre tecnológica, tendríamos que ser mucho más ambiciosos.

Habríamos de revertir toda la historia de la civilización, sobrevolar más de dos mil años y situarnos en la épica apocalíptica del poema sumerio de Gilgamesh, para así buscar la inmortalidad con la misma valentía que lo hacen los personajes de nuestro autor en la expedición del volcán de la Montagne Pelée.

Deberíamos surcar continentes y arribar a la India, para asombrarnos ante las naves espaciales, los vimanas, que aparecen en la epopeya en sánscrito ‘Ramayana’ (siglo V a. C.), esas máquinas voladoras capaces de viajar al espacio o sumergirse bajo agua, y de destruir ciudades enteras utilizando avanzados proyectiles.

Tendríamos que abrir nuestra mente y desprendernos de los rigurosos esquemas del género.

Solo así nos aproximaríamos a las verdaderas raíces de la obra de Olgoso y a su modo de concebir su ficción científica. Si imagináramos con la misma libertad que lo hace Yambulo en ‘La Isla del Sol’ durante el periodo helenístico, convenciéndonos de que hemos arribado a una isla donde los días y las noches son siempre iguales y los nativos ostentan huesos flexibles. Estaríamos en sintonía con su misma perspectiva soñadora si nos dejáramos llevar y nos maravillásemos ante este pueblo pacífico y longevo, cuyos miembros viven hasta ciento cincuenta años con la salud intacta y, cuando se sienten envejecer, se echan a dormir sobre una planta de propiedades mortíferas.

Este sería el enfoque. Para entender las fuentes de los cuentos de este libro tendríamos que viajar, como lo hizo Antonio Diógenes en el mismo siglo III a. C en sus ‘Historias increíbles de más allá de Tule’, en línea recta, hacia el norte, donde siempre es invierno y las noches duran más de seis meses y habitan los muertos vivientes. Este vuelo pitagórico, el primero de la historia de la literatura universal que culmina con un hombre en cuerpo y alma sobre la superficie lunar, nos llevaría a conocer unas plantas y animales más espléndidos, suculentos y hermosos que los terrestres. Y, sin duda, se ajustaría de una forma mucho más precisa a la materia ficcional que nos ocupa.

Solo de este modo nos alinearíamos con la imaginación del escritor español. Eludiendo los cánones genéricos y avanzando de la mano de estos imaginadores libres, como Luciano de Samosata, que en el siglo II d. C. concibe en sus ‘Relatos verídicos’ el primer viaje espacial en el que aparecen formas de vida alienígenas, como los cabalgabuitres, guardianes de la frontera lunar, o un linaje de hombres arbóreos.

II

Porque, a la manera de Borges, hay autores de ideas. Autores que basan toda su escritura en una intuición, en un destello, en un instante —a veces mínimo— de gracia o de vértigo, en una revelación, en un pasmo.

Es en el sustrato de esos instantes donde arraiga y crece la prosa de Ángel Olgoso. Algunos de sus relatos pueden construirse por entero alrededor de un único coito, entregarse al repicar de los dientes entrechocando, las lenguas bullendo, el zureo de los gemidos, al sexo envarado, incandescente, y a sus empellones contra la pulpa abierta de una fruta reventada. O bien, desde el acodo en una mesita del café Madagascar, desde un promontorio de corales, desde un fumadero de opio, desde una nave interestelar, consagrarse a la mera contemplación de acontecimientos y paisajes: esa franja marítima de basalto donde crecen extraños árboles coronados de plata, los tambores africanos, los cuernos de caza de Yucatán, el reflejo de los astros sobre el agua y, bajo la superficie, adamantinos sargazos y bancos de peces de luz capaces de encender las profundidades del océano, los cantos en lenguas mazatecas, el hielo que se repliega y los mares que hierven, enjambres de pobladores derramándose por los valles, imperios desmoronándose, realidades errantes en las volutas de infinitos mundos posibles, que nacen y se deshacen fugaces. En ocasiones, la historia girará en torno a un descubrimiento, en torno a la revelación de que nuestra realidad no es tal, se arremolinará alrededor del presentimiento de que existe una lógica arcana e insondable, de que no hacemos pie y los muros de la razón se hunden, de que la gente que nos rodea cada día no era lo que parecía o ni siquiera lo es la pareja amante que vibra sobre nuestra pelvis. Y entonces, las más de las veces, es en esos momentos cuando resbalamos y nos precipitamos en el horror: el espanto de vislumbrar la verdadera anatomía, membranosa, escamosa o insondable, que se escondía bajo su piel. De reparar, de pronto, en la enorme masa de huevos primigenios que estaban adheridos al cemento de nuestros edificios. De contemplar, cara a cara, toda la miseria humana concentrada en el fruto del árbol Yggdrasil, que sostiene el universo. De no poder olvidar la visión de todo un pueblo dormido bajo el lecho marino, hombres, mujeres, niños y animales domésticos en trance, mecidos por las corrientes oceánicas. El pavor ante la posibilidad de que un buen día, a media mañana, el mundo se acabe sumiendo por completo en la oscuridad. O más aún, que al salir de la barbería, sencillamente, el mundo haya desaparecido.

Por el contrario, hay otros autores que se dedican al amplio y cabal desarrollo de las tramas de la literatura prospectiva, que invierten su tiempo en la documentación técnica y en la consulta a especialistas, en la laboriosa planificación de las escaletas. Escritores que edifican un mundo completo, con sus muchos personajes y sus líneas de acción cruzadas, con sus detalladas escenas a tiempo real, sus subconflictos y sus diálogos hiperrealistas. Muchos de los cuales, de hecho, se verán tentados y acabarán internándose en la ‘hard science fiction’.

Y por esta razón, y no por ninguna otra que pueda leerse por ahí en artículos o entrevistas, ni siquiera en palabras del propio Ángel Olgoso, todas sus ficciones literarias cobran forma de cuento o de microrrelato, y nunca hasta la fecha de novela. Porque su obra surge de un instante de clarividencia, explota hasta los límites de lo posible una imagen, un pálpito, un escalofrío, una conmoción, un diminuto seísmo. Pero su musa no tiene mayor interés en seguir avanzando, estudiando y acompañando ‘sine die’ a sus personajes. Su creación permanece en el instante suspendido, como el hombre que observa la superficie de un mar a la que no estremece ni el más ligero temblor, el mutismo de los árboles y la luz congelada del sol, las bandadas de pájaros petrificadas en el cielo.

Si tuviéramos que establecer un parangón, la imaginación de Olgoso se removería excitada ante la oscura y turbadora visión de los invasores de Wells; pero con probabilidad se mantendría ajena a las investigaciones científicas de Verne, a sus visitas a exposiciones y museos, indiferente a su constante estudio de maquetas y prototipos, a su afición por las publicaciones especializadas y, sobre todo, a su necesidad de justificar la precisión de sus inventos y de acertar en sus predicciones.

Sus relatos guardan un íntimo parentesco con las criaturas primordiales y la dimensión ominosa del universo de H. P. Lovecraft; pero repelen los complejos argumentos de suspense, la calculada arquitectura de giros inesperados y revelaciones escalonadas de los libros de Stephen King.

Y serían también consanguíneos de la misma libre inspiración que insufla vida a los cuentos de Bradbury en sus ‘Crónicas marcianas’. Mucho más que del Bradbury ordenado y disciplinado de ‘Fahrenheit 451’.

En ese sentido, entre los escritores distópicos tendríamos que descartar a todos aquellos que construyen precisos sistemas políticos anticipados, mundos viables, estables, basados en el estudio sociológico y de la economía. Y acaso solo nos quedaríamos con alguno tan poco convencional como William S. Burroughs.

Porque nuestro autor tiene mucho más de la imaginación desordenada, perturbadora, inflamada y febril de un J.G. Ballard o de un Philip K. Dick, que del tipo de mente científicamente rigurosa que comparten Arthur C. Clarke o Carl Sagan.

Si nos ciñéramos a los viajes en el tiempo, se aproximaría más a la alterada temporalidad de los tralfamadorianos y ‘Matadero Cinco’ de Kurt Vonnegut, que a las teorías planteadas en ‘El fin de la Eternidad’ de Asimov.

Estaría más ligado al mar protoplasmático y pensante de ‘Solaris’ de Stanisław Lem, o a los disparatados y gamberros viajes de sus ‘Diarios de las estrellas’, que a la tecnología, las hipótesis y el horizonte de sucesos de su titánica ‘Fiasco’.

En el panorama actual, podría perfectamente haber escrito ‘Exhalación’, de Ted Chiang, mucho antes que ‘El problema de los tres cuerpos’, ‎de Liu Cixin.

O, si se quiere, y por poner fin de una vez a este cotejo, la ciencia ficción de este volumen no es la de ‘Black Mirror’. En cambio, sí podríamos leerla como si viéramos ‘El gabinete de curiosidades’ de Guillermo del Toro.

III

Entonces, ¿qué se van a encontrar los lectores de ‘Sideral’ agazapado en el interior de sus páginas?

A estas alturas, alguien podría pensar que nada demasiado conforme al género de la ficción científica. Sin embargo, las páginas de este volumen están recorridas de principio a fin por una de las grandes preocupaciones de esta literatura, el tópico de la realidad como simulacro, la sospecha de que la realidad no es lo que perciben nuestros sentidos, tan presente desde la alegoría de la caverna de Platón hasta ‘El tiempo desarticulado’ o ‘El show de Truman’, desde la noción de ‘māyā’ hasta la película ‘Matrix’, pasando por Calderón, Borges o Lewis Carroll. Aunque en los relatos de Ángel Olgoso la matriz sea puesta al descubierto en «Contraviaje» por dos operarios tan mundanos como Tibor, montador jefe, y Ferenc, ayudante, dedicados a desmontar con toda parsimonia bastidores, paneles y el resto del armazón del decorado universal.

Y no es, ni mucho menos, el único de los grandes temas de la ciencia ficción tratado en este libro.

La realidad virtual, sin ir más lejos, se aborda en «Las montañas flotantes de Plutón» y no solo afecta a nuestro presente, sino también a todo nuestro pasado.

La inteligencia artificial se despliega pues en su versión digital, pero también con toda la contundencia de chapas, engranajes y pistones, en textos breves como «La impunidad de los sueños». Si bien, en consonancia con la mucho más libre condición soñadora del escritor granadino, que hemos venido proponiendo en estas líneas, quizá su verdadera aproximación a un modelo de IA se encuentre mucho mejor reflejada dentro del contexto y la tradición del gólem, de lo que es perfecta muestra «Nimrod», su criatura de piel soplada.

Los viajes en el tiempo a veces se manifiestan como meros desórdenes entre distintas dimensiones, como ocurre en «La miel de lo visible», o anomalías circulares, como en «El bucle». Aunque en otros casos también lleguen a adoptar la moderna forma de las conexiones espacio-temporales, a través de algo tan orgánico, laminado e iridiscente como «La vaina».

No faltan tampoco jugosas muestras de exploración galáctica, entre las cuales acaso la lectura más apasionante sea la de «Van Utt y el millar de mundos». Van Utt es uno de los doce pilotos distribuidos por el plasma abismal del universo en busca de inteligencia extraterrestre, y su última aventura resultará de lo más reveladora.

Y se hallan, claro que sí, formas de vida extraterrestre. Seres unicelulares, dicotiledóneos, simples filamentos, criaturas metamórficas, langostas invasoras que emiten repugnantes sonidos de masticación, gelatinosos rastreadores con aguanosa sangre de yema escarlata, elefantes amarillos, gatos tonkineses con plumas de avestruz, seres que parpadean de abajo hacia arriba, que poseen una piel lumínica o palpos sensores en la frente.

Incluso abundan los artefactos y los inventos, como la cámara Limehouse, un dispositivo catóptrico que aplicado sobre la corteza cerebral del moribundo nos permite ver el más allá. O el néfesch, un prisma de cristal con forma de crisálida que contiene todas las vidas posibles de cada individuo. O la celda triangular de mármol pulido y fulgores translúcidos de «Geometría», cuya ausencia de curvatura es capaz de despojar al preso de toda humanidad.

Y así, uno tras otro, los temas y las líneas maestras de la ciencia ficción van cobrando una forma nueva en las manos de Ángel Olgoso.

En tanto que, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, Tibor y Ferenc siguen cargando su camioneta, desacoplando monturas, introduciendo planchas bajo la lona raída y, capa por capa, acaban por desarmar este prólogo”.

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