ACERCA DE "LA GLORIA DEL MUNDO",
DE FRANCISCO SILVERA

De vez en cuando, en la travesía de nuestras vidas lectoras, nos cruzamos con uno de esos autores cada vez más escasos, Francisco Silvera por ejemplo, islotes creativos donde aún florece la riqueza estilística, la alegría barroca de la lectura, la voluptuosidad de saborear y paladear cada palabra viva, carnal, cromática, vibrante, henchida, aromosa, nos topamos con uno de esos silenciosos y valientes gusanos de seda que hilan -a contracorriente- la auténtica cultura. Al igual que ocurre con otros escritores discretos como José A. Ramírez Lozano, Óscar Esquivias, Emilio Gavilanes, J. Antonio Tamez-Elizondo o Rodolfo Padilla, o más visibles como Manuel Moyano, Eloy Tizón, y Miguel A. Zapata, que conciben también la literatura como retos que afrontar, como una avanzadilla de formas y conceptos novedosos, como humildes torres vigía en un páramo desecado. Este librito de Francisco Silvera, “La gloria del mundo”, logra que el lector se rebulla con deleite y glotonería, como “al albur de las mareas”, siendo “los ojos hontanares del placer”. Ese lenguaje a borbotones, abundoso, como una lluvia feraz que va dejando empapado al lector, esa poesía tangible y pesable que rebosa vigor, está a años luz de la hojarasca, de la maleza, de las ubicuas flores de plástico que se quieren hacer pasar por fresca vegetación literaria, a años luz de la altanería de lo ramplón y de la penuria expresiva. En “La gloria del mundo” huele a nuberío, a aire resinoso, a pastosidad de damas de noche, a terrón humedecido, al aliento subterráneo de la granazón en las semillas. Las páginas, y con ellas los personajes, rielan como el azogue, y “la realidad era un zumbar de movimientos admirables”. El añorado poeta de la imaginación Rafael Pérez Estrada dejó escrito que hay palabras que, bien tratadas, acaban adquiriendo el brillo único de ciertos cristales, como centellas y chispas que danzan abandonadas en la arena de una playa remota.
Los que buscáis esos libros nacidos de ’los adentros’ y no fabricados, que ya decía Teresa de Ávila, haceos con alguna muestra de la abundante obra narrativa de Francisco Silvera (“Las apoteosis”, “Libro de las taxidermias”, “Libro de los humores”, “Álbum blanco”, “Tenebrario”, “Las criaturas o Libro de las causas segundas”, “Mar de historias. Libro decreciente”, “Los camaleones” o “Libro de los silencios”); poética (“Libro del ensoñamiento”, “Delta”, “Pintar el aire”, “Amor, Poder y Geometría”) o ensayística y editorial (sus escrupulosos estudios sobre la poesía de Juan Ramón Jiménez o Antonio Carvajal, y “La vida de la Cultura o Contra la cultedad”). Leed “Los animales felices”, el delicioso bestiario en marcha que está publicando cada día en Europa Sur. Romped una lanza por autores que reverencian el lenguaje y lo trabajan como empecinados herreros u orfebres, por autores que gustan de experimentar con la forma. No los dejéis en la indigencia repitiendo la dramática frase de Felisberto Hernández: “Cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor”. Así podréis repetir algún día los pensamientos del Hermano Luis al final de “La gloria del mundo”: “Percibió la armonía, la paz de los frutos de vivir, la perpetua proporción del alma del mundo. Atrás quedaba el desorden de una época; oculto, el estiércol de sus solemnidades; manifiesta, la sencillez mórbida de la ignorancia”.
De vez en cuando, en la travesía de nuestras vidas lectoras, tenemos la suerte de arribar a una de estas Islas de los Bienaventurados.
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