Os dejo otro impactante relato de Ángel, acompañado de nuevo por la lectura de Roberto Martínez Mancebo, esta vez con efectos sonoros.
EL ASEDIO
A Alberto Granados
Los encargados de la defensa organizan la guardia nocturna entrando en cada casa, las rondas inspeccionan el estado de cepos y víveres, los centinelas vigilan cercados, gateras y barricadas. Son protocolos de una población sitiada.
Ya no hay autoridades ni llegan noticias del resto del mundo. Nadie sabe dar indicación alguna del origen de los hechos, a qué circunstancia atribuir tal sublevación, tal azar incomprensible, tal hecatombe. Desde hace meses, en esta pequeña ciudad en lo alto de un alcor, nos acucia el pánico, la sed, el hambre. Mientras, ellos ventean con sus hocicos nuestra amedrentada debilidad.
Los ladridos, los aullidos, alcanzan el punto máximo por la noche. Resuenan rabiosos en los anchos espacios de la paramera, presagio de un nuevo asalto. Es preciso taponarse los oídos con brío y habilidad para atenuar aquel ruido implacable, enloquecedor. Es preciso hacer de la ciudad un escudo, una cobija bien protegida, una estratagema plural. Insomnes ellos y nosotros.
Antes de este tiempo invernizo, en que los días empiezan invariablemente con una niebla que lo ocupa todo, uno de los centinelas gritaba la alerta y los veíamos ahí, en manadas erráticas y desafiadoras, a unos metros de las últimas casas, flacos, la mirada vidriosa y afiebrada, las lenguas fuera, espumeantes, las orejas tiesas de codicia, mostrando los colmillos con fiereza, copulando entre rugidos, comiendo el cadáver de cualquiera que intentara huir a la desesperada a través de los páramos, reuniendo montañas de huesos repelados frente a nuestros parapetos, como un reclamo o un mensaje largamente esperado.
Los recibíamos con piedras y palos, con escopetas de caza. Ahora los cartuchos escasean.
Fuera lo que fuera, esta desviación del orden natural ha demostrado falaz la intimación de miles de años entre nuestras especies. Ahora los perros son más que eso. Han escapado a su ciega servidumbre, han roto el pacto de fidelidad. Se tensan, nos amenazan, se ensañan, nos devoran, se disputan nuestros cuerpos despedazados, imprudente pitanza de carroñeros. Se multiplican en las parideras del yermo.
Hemos olvidado las risas de las mujeres y el feliz griterío de los niños. Siempre ojo avizor, hemos olvidado los sueños y las dichas de la rutina, ya irrecobrable. Las hogueras han de lucir toda la noche. Los armadijos, las trampas para alimañas, se hacen y rehacen en un ir y venir angustioso.
Antes de que llegaran los días de niebla, antes de que persistieran en salvar las trincheras para caer sobre nosotros con desconocida ferocidad, durante los primeros ataques los veíamos ahí, imitando las sombras del terreno con el hopo entre las patas. Al arrastrarse, al levantarse y avanzar, distinguíamos perros de todas las razas, diminutos o formidables, ovejeros o de caza, de compañía o de trineo, callejeros o con pedigrí, de pelaje cuidado, raído o tiñoso, pero preparados todos para hostigar, desgarrar, desventrar.
A la pestilencia de calles y guaridas, y de nuestro propio miedo, se une el hedor penetrante de los cercadores, que levantan a su alrededor fétidas colgaduras con el vaho de sus alientos, de sus efluvios seminales, de la grasa de su pelambre, de las vísceras y putrefacción de sus víctimas.
Ahora, en el silencio de la noche, se avivan una vez más los ladridos, reverberan los aullidos sobre la landa ingrata que rodea esta pequeña ciudad condenada. Es un eco perenne, invasor, insoportable. Un diálogo ininterrupido, como la repetición creciente de órdenes que recorren las filas de un ejército sin disciplina, precediendo a una ofensiva temeraria.
Victor Delhez
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