Es cierto que entre los más de seiscientos relatos escritos por Ángel abundan las invenciones sombrías, obsesivas y hasta escalofriantes, pero creo que la ironía también está muy presente en buena parte de sus cuentos, así como en sus textos de no ficción. Iré rescatando algunos ejemplos. Y comienzo con la divertida presentación que en 2010 realizó del libro de relatos de Félix J. Palma El menor espectáculo del mundo.
Foto: Ángel Cabrera Fernández
PRESENTACIÓN DE
“EL MENOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO”
Buenas tardes y bienvenidos al menor y más lamentable espectáculo del mundo. No me refiero por ahora a este maravilloso libro, sino al penoso espectáculo que van a dar a continuación -que están dando ya- estos dos tímidos patológicos aquí presentes, aterrorizados frente a un público expectante, compuesto sí por amigos, conocidos y aficionados al relato breve y fantástico y a la literatura en general, pero también un público feroz en su individualidad de seres provistos de ojos, de oídos y de cerebros dispuestos para cartografiar sin piedad y para paralizar de miedo a estas dos criaturas indefensas y cohibidas, cuyo único pecado es escribir de vez en cuando, y que se han visto obligadas a comparecer hoy aquí amenazadas de muerte por un ogro monstruoso, horripilante, llamado Editor.
Hace unos meses, Félix Palma, sufriendo sin duda la misma tortura que un servidor, presentó un libro de la escritora Care Santos y tituló su intervención “10 razones por las que odio a Care Santos”. Por supuesto, no podía dejar pasar esta oportunidad que él mismo, sin saberlo, me servía en bandeja y elaborar yo la mía siguiendo sus directrices. Seguramente no es la presentación que Félix esperaba, pero me pareció irresistible la tentación de darle una cucharada de su propia y vitriólica medicina. El ingrediente principal de aquella pieza maestra de las presentaciones literarias que Félix escribió era el humor; en esta ocasión, como obviamente no estoy dotado para tan noble cualidad, he optado por limitarme a un ingrediente local que abunda en nuestra tierra hasta límites de plaga y que todos conocéis: la malafollá.
10 RAZONES POR LAS QUE ODIO
A FÉLIX J. PALMA
Una. Porque es más joven. Puede parecer que una diferencia de siete años es un minucia, pero os aseguro que las neuronas, la vista, las rodillas y los demás salientes que el viento puede erosionar lo notan, por no hablar del tiempo extra del que va a disponer Félix para escribir nuevas obras maestras.
Dos. Porque es más prolífico. A sus cinco libros de relatos -fantásticos en su doble sentido- hay que sumar una novela juvenil muy sui generis, otra novela que es un verdadero viaje a los infiernos, una tercera que es la mejor novela de ciencia ficción -y mucho más- escrita en España, cientos de columnas de prensa y de críticas literarias y la guinda de un blog propio donde encuentra tiempo para informar a sus miles de lectores de sus viajes por este y otros mundos. Mientras algunos, debido a nuestra evidente falta de talento, reprobable pereza y exasperante lentitud, tardamos cinco años en pergeñar un relato de quince páginas y al final lo que escribimos no parece sino una simple guarnición, tengo la dolorosa constatación de que a Félix únicamente le llevó dos años elaborar ese rotundo plato principal, levantar ese monumento ciclópeo de casi 700 páginas que es “El mapa del tiempo”, y hacerlo además con una energía y una maestría sobrehumanas. Con lo cual Félix no es sólo el escritor más odioso que conozco, sino también el más titánico.
Tres. Porque ha ganado todos los concursos literarios habidos y por haber, sin importarle arruinar las ilusiones de la mayoría de nosotros, pobres aspirantes a la gloria o, lo que es lo mismo, a la bolsa de sextercios municipales y provinciales. Ni Atila el Huno aplicaba de forma tan implacable la táctica de la tierra quemada como lo hace Félix Palma tras su paso por el fértil y florido vergel de los certámenes literarios; aunque, eso sí, de vez en cuando tiene la desfachatez de dejar gentilmente las migajas de los accésit para el resto de la troupe.
Cuatro. Porque es capaz de divertir al lector. Utiliza de manera portentosa el humor, la ironía y el sarcasmo y, según sus necesidades, los dosifica y espolvorea con mesura o los derrocha con loco desenfreno, apelando directamente al lector, al desparpajo del narrador, a la desdramatización de personajes o situaciones o incluso a lo escabroso y escatológico. Muestras de esta envidiable frescura, de este ingenio y de estos guiños fecundos se encuentran en todos los textos de “El menor espectáculo del mundo”, en especial en ese desopilante cuento de fantasmas que es “Margabarismos”, en ese entretejido desternillante de existencias posibles que es “La siete vidas (o así) de Sebastián Mingorance”, y en la absurda y delirante aventura de un padre encerrado en un estrecho trastero que es “Una palabra tuya”. Un consejo -a mi pesar- para los que acostumbran a alimentarse con insípidas e intercambiables lonchas de jamón envasadas al vacío, es que en este volumen, en este auténtico manjar, encontrarán la sabrosa grasa de lo cómico entreverada profusamente con oscuras vetas dramáticas, como en el mejor jamón ibérico.
Cinco. Porque posee una máquina para fabricar de un modo mágico e infatigable metáforas preciosas y sorprendentes, símiles brillantes y originales. Mientras otros las rebuscamos arduamente como en una eterna prospección petrolera, Félix, con la endiablada habilidad de un ilusionista, esculpe sin cesar -mediante continuos fogonazos de analogías- un lenguaje increíblemente plástico y sensorial, una exuberancia formal luminosa donde los ojos son revólveres amartillados y las preguntas martillazos inoportunos, donde el sol golpea la ventana como una pedrada, los besos se desovan en la frente y el mar dispone en la orilla su mercadillo de caracolas. Lo más grave es que incluso la locura y el dolor de la vida, la mezquindad cotidiana o los matrimonios condenados a no entenderse devienen en un magma poético gracias a la abrumadora catarata de metáforas. Lo más grave es que este odioso escritor, con la ayuda de su milagroso jarabe de símiles visuales, consigue que el lector beba encantado -diluyéndolos- los tragos de amargura que componen el miserable festín de la existencia.
Seis. Porque logra una empatía total con el lector. Su voz narrativa, segura, poderosa, exploratoria, le permite a éste la reconfortante sensación de una cercanía instantánea con lo narrado, algo dificilísimo de obtener y que la mayoría de los escritores sólo conocemos de oídas. En los cuentos de Félix existe una comunicación real, un vis a vis, una intimidad asombrosa con el lector, que parece ser llevado agradablemente en volandas a merced del vertiginoso tobogán de una acción y una introspección trepidantes, de una viva y certera pirotecnia de imágenes y, sobre todo, de la irresistible filosofía vital de los protagonistas. En este libro son seres solitarios y débiles, hundidos en la ciénaga del tedio, en ocasiones cautivadoramente zafios, siempre patéticos, víctimas de tropelías domésticas, capaces de encerrarse un día y otro a leer mensajes en la puerta del cochambroso retrete de un bar, pero también capaces de conmovedores gestos en las postrimerías de la vida como en el relato “Un ascenso a los infiernos”, o de rebelarse contra la infidelidad en “El síndrome de Karenina” o en “El valiente anestesista” -la insólita vuelta de tuerca al cuento de los hermanos Grimm-, cruzadas que todos ellos consideran heroicas pero que, por desgracia, pasan desapercibidas para la humanidad. La voz narrativa del muy canalla de Félix consigue que el corazón se acelere a medida que nuestros ojos se internan en cada página, y que sintamos el mismo embeleso devorador que la hija en “El País de las Muñecas” cuando lee las cartas que supuestamente le escribe, desde algún rincón perdido del planeta, su muñeca extraviada.
Siete. Porque tiene la osadía de describrir la vulgar realidad y hacerlo de fábula. Los que nos dedicamos cómodamente a cultivar sólo orquídeas raras y exquisitas despreciamos -envidiándolos secretamente- a los autores que muestran un saludable impudor a la hora de dibujar la fealdad del mundo; una destreza innata para recrear, con minuciosa y eficaz exactitud, el universo doméstico y su basura escondida bajo las alfombras, ese “olor familiar hecho de tufo a sumidero, guiso de siempre y vida apretada”; para diseccionar las existencias malgastadas, la descomposición grotesca y desoladora del matrimonio provocada por la carcoma de la años y la rutina, dejándole a los personajes, sin embargo, intacta la esperanza para alzarse del lodazal insoportable en el que han caído.
Ocho. Porque ha encontrado la fórmula, la mezcla justa para obtener de la realidad su destilado fantástico. Mientras algunos seguimos buscándola sin éxito en nuestros polvorientos laboratorios, realizando cientos de pruebas y aproximaciones fallidas, Félix, con cada relato, proporciona al sorprendido y entregado lector un vial que desde entonces le hará percibir la realidad como un hojaldre. Así, asistirá como a la cosa más natural del mundo a encuentros contra natura, a atajos a otras dimensiones, al deslizamiento de lo cotidiano hacia un final inesperado e impactante, al inquietante encadenamiento de hechos que subvierte el orden natural de las cosas, a reencarnaciones como en el relato “Maullidos”, a simulacros de vidas ramificadas como en “Las siete vidas de Sebastián Mingorance” o a un mundo dentro de otro mundo como en el cuento “Bibelot”.
Nueve. Porque tiene la capacidad de crear personajes femeninos tridimensionales, a diferencia de los que nos conformamos con recortar unas siluetas, unos ridículos desmontables de cartón a los que aplicamos algo de colorete con la lastimosa intención de engatusar al lector. Es cierto que muchas veces las mujeres inventadas por Félix son infieles, esquivas y escurridizas, que algunas desprecian a los hombres o los conducen al precipicio de la locura, o que otras contemplan la vida como si fuera “una inacabable parrillada de felicidad”. Pero, por muy perversas que nos resulten -o quizá por ello- todo esto es irrelevante para alguien que invariablemente acaba enamorándose de personajes femeninos tan vivos y tan seductoramente presentados. Como dice el protagonista de un relato del libro, “en el fondo, lo único que nos diferencia de la ameba es el amor de una mujer”.
Diez. Porque es adictivo. Porque aborda sin miedo la literatura de género. Porque es capaz de la hazaña de escribir, magistralmente y sin despeinarse, relatos largos y novelas colosales. Porque ha desempolvado la genuina máquina del tiempo de H. G. Wells y al mismo H. G. Wells. Porque su imaginación y recursos estilísticos son tan inagotables como la energía nuclear de fusión. Porque le quita a uno las ganas de perder el tiempo escribiendo y le despierta a uno las de leer. Demasiado tarde me he dado cuenta de que diez es un número insuficiente para inventariar mi odio hacia Félix J. Palma.
Espero, al menos, que tanto él como los presentes hayan entendido las sensatas razones de este odio. Y espero igualmente que Félix no me odie demasiado por estos motivos pormenorizados que no son de odio, sino de rendida admiración.
Y ahora os dejo con el escritor más odioso que conozco.
Foto: Ángel Cabrera Fernández
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