Este relato es un nuevo homenaje olgosiano a los libros, a la vez reverencial y lúdico, pues el lector puede jugar a las adivinanzas con las pistas que Ángel deja sobre algunas de las inmortales historias que la literatura nos ha legado.
Victor Hugo
Victor Delhez
EL PALACIO DE LAS IMAGINACIONES
En este lugar inexistente donde todo el mundo ha estado alguna vez, las puertas permanecen abiertas, pasillos y vestíbulos tienen por alfombra, no lisura de pórfido ni pieles de Siberia, sino el conocimiento del pasado y la adivinación del futuro, y las estancias están preparadas para gozar de los sueños más fascinadores y delirantes. La sencillez de la fachada no iguala a la magia del interior, dilatada por el silencio y sus ecos. Los viajeros que allí se hospedan suspenden todo trato con lo real; enfebrecidos durante horas, días o semanas, su sombra se aparta del cuerpo, sienten incluso deshacerse su envoltura de arcilla. Al elegir una de entre las incontables habitaciones, como un vino que les concediera una luminosa lucidez, como una tarde de verano que les entregara su cálida brisa, ya se descubren embriagados, con el espíritu dispuesto a regocijarse en las ilusiones de la especie. En este palacio el día nunca se despide y, aun así, una llama se mantiene siempre encendida en cada habitación. Y hay tantas como estrellas caen por el cielo, albergando todas algo distinto, como en las divisorias de un bazar prodigioso: ciudades de oro y lapislázuli hundidas bajo las aguas; un caballo de madera al otro lado de murallas formidables; seres que eclosionan cuando el sol se ha puesto y vuelan a la caza de un cuello que alivie su sed; un paladín, osado pero iluso y melancólico, que tiene por yelmo la bacía de un barbero; mosqueteros brincadores; un viajante de comercio que despierta, en su habitación, convertido en un monstruoso insecto; las islas de la Eterna Juventud; una caja vacía de la que escaparon todos los males; un navío submarino que, en su travesía de veinte mil leguas, sortea el látigo de luz de los faros mientras arrastra guirnaldas de hinojo marino; el enloquecedor latido de un corazón que sigue palpitando mucho después de haber sido arrancado; ejércitos que cruzan hierro y fuego sobre campos de nieve; muchachos que fuman en pipa bajo los árboles, rebuscan huevos de tortuga, rizan un gran río con su balsa y se adentran en una caverna tras un tesoro escondido sujetando hilo de cometa; un príncipe danés, agónicamente indeciso, que conversa en las almenas con el fantasma de su padre; el escudo de plata, grande y pesado, que dejó ciego a Homero, en cuyo triple borde Hefesto labró todo cuanto ocurría en el mundo; un preso que, para escapar del penal de un castillo al borde del mar, ocupa el lugar de un cadáver en el saco embreado atando por dentro la costura; un sultán al que una voz, hija de la astucia, hace olvidar el sabor del hastío en el transcurso exacto de mil y una noches; valientes que descienden hasta las puertas del Hades y amansan a Cerbero con tortas de miel; un barco errante sin tripulación; un libro maldito, con bajorrelieves y piedras de color en la cubierta, que guarda entre sus páginas poderes arcanos y cultos inefables; el pueblo arrojando el polvo de reyes muertos al rostro de reyes vivos; una joven de hermosas trenzas que contempla, estremecida, la espada retinta por la sangre del Minotauro; una tabla, redonda, en torno a la cual rinden honores los caballeros más gallardos; un lobo de mar, con pata de marfil y un blanco relámpago recorriéndole cabello y rostro, que maneja su odio a guisa de arpón; el horror de los Grandes Antiguos irrumpiendo en nuestra dimensión, amorfos y primordiales, tras haber sido pronunciadas las Palabras y aullados los Ritos; las lágrimas de rabia de una casada de provincias que sueña con pasiones voluptuosas y espléndidos días de gala; una pequeña esfera fulgurante que encierra, ocupando simultáneamente el mismo punto, una infinidad de actos. Y en el desván del palacio, adonde sólo puede llegar la zarzur, la legendaria ave de los oasis perdidos, viven, muy al fondo, vecinos de las sombras, los dioses. Llegados de los cuatro puntos cardinales, se esconden ahí, asustadizos, tratando de evitarnos por todos los medios. Y cuando se echan a dormir tienen por almohada, no las nubes de olímpica luz de los paraísos, sino las cosquilleantes pestañas de los soñadores.
Otra joya de relato.
ResponderEliminarCon una frase inicial que hace que, literalmente, cada vez que la leo se erice la piel, "En este lugar inexistente donde todo el mundo ha estado alguna vez". Espectacular.
Uno de esos cuentos que hacen disfrutar de verdad, sentir cada palabra, que se pueden leer mil veces y cada vez se descubren nuevos matices, genera nuevas sensaciones, y alienta a seguir internándose cada vez más en ese querido palacio.
La verdad que ante relatos como este solamente se puede decir una cosa: ¡gracias!
Muchas gracias a ti, Roberto, por pasarte por el blog y por tu apasionado comentario. Seguro que a Ángel le estimulan y emocionan tus palabras. Siempre resulta confortante para un escritor sentirse acompañado en el camino que recorre en solitario.
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