Ayer, la sección Liebre por gato (coordinada por Fernando Valls) del suplemento Los diablos azules (dirigido por Luis García Montero) en el diario Infolibre, finalizó su temporada de colaboraciones con el relato de Ángel Olgoso Minotauro blues, un texto inédito cuyo título original era Hispania II.
A continuación de esta narración, transcribo otra que hizo pareja con ella en el momento de la gestación, y con cuyo título comparte referencia: Hispania I, publicado en La máquina de languidecer (Ed. Páginas de Espuma, 2009), un vivísimo cuento breve en el que la crueldad del hombre para con sus semejantes convive con una desarmante ironía.
Victor Delhez
MINOTAURO BLUES
Refieren que los habitantes de esta ciudad son seres primitivos, de espíritu filisteo, carentes por completo de educación y cortesía, sin capacidad para ver más allá de sus ideas parásitas, para pensar en los otros o ponerse en su lugar, para imaginar, para hacer algo distinto de su vulgar rapiña diaria, algo mínimamente civilizado. Recordé esto a propósito de la noche en que al volver caminando de una cita, a la una de la madrugada, me vi asediado por una turbamulta vociferante que se acompañaba de explosiones y bocinazos de autos. Mientras me refugiaba aterrorizado en un zaguán pensé en revoluciones, en insurgentes e incitadores, en asaltos y saqueos, en barbaries desatadas. Creemos conocer el verdadero miedo hasta que nos topamos de pronto con algo cuyas consecuencias no podemos siquiera calibrar. Temí por mi vida. Sin el menor asomo de esperanza, me demoré en el escondite durante horas. La ensordecedora tromba humana, quizá enervada por el odio, la conmoción o la ignominia, ahogaba aún las calles, violando impunemente el silencio de la noche. Cuando más tarde, al borde del colapso, logré asomar sin peligro la cabeza y entrever al fondo unas banderas multicolores, creí entender que aquella buena gente celebraba la victoria deportiva de algún equipo local.
Victor Delhez
HISPANIA I
Salí al pasillo y supliqué educadamente a mis vecinos que cesaran en su vocinglería. Como es natural, fui ofrecido a la ira de la familia: me tumbaron de espaldas sobre la mesa del salón, apaleándome con un vivo sentido del ritmo, extirparon mis ojos y mi lengua, me desollaron la piel a tiras, cortaron manos y pies y arrancaron brazos y piernas, desmembrándome por completo. Resultaba extremadamente curiosa su espontaneidad, casi rayana en el desapego, y se veía a padres e hijos persuadidos de la eficacia de su labor, en absoluto impelidos por animosidad alguna. Parecía bastante probable que, de un momento a otro, habría de prescindir de toda mi sangre, que borboteaba y manaba de forma espléndida y corría zumosa. Lamenté en verdad que se prodigara hasta empapar aquel tapete de ganchillo, poseedor, por lo demás, del intemporal encanto de la artesanía. Al final, quizá un tanto arbitrariamente desde mi parecer, me separaron la cabeza del tronco con un hacha de cocina, sin embargo en modo alguno trato de sugerir descortesía por su parte, puesto que ellos no hacían más que ceñirse a los usos del lugar. La mesa producía ya el efecto de una aguilera con despojos: mi vesícula colgaba de las flores de plástico del jarrón y mis ojos, depositados en el cenicero de cerámica, aún describían una trayectoria semicircular. Pero al menos me extinguí con la convicción de haber defendido sustanciosamente mi derecho a la tranquilidad.
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