He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 12 de agosto de 2018

El embrujo del agua

Según su director, el escritor Francisco Beltrán, la cuarta edición de "El embrujo del agua", celebrada en la casa de Federico García Lorca de Valderrubio el pasado 20 de julio, ha tenido este año el lema El agua en las tres culturas. Al objetivo inicial de estos encuentros ideados por Francisco Beltrán y por el cantautor Enrique Moratalla, sobre la promoción de la multiculturalidad desde la poesía y la canción de autor, han ido sumando la sensibilización por la sostenibilidad integral del ser humano con los territorios que habita, propiciando un espíritu crítico, dando vida poética a la casa de Valderrubio, animando al gusto por la cultura popular y fomentando en la juventud los valores humanos desde la cultura, especialmente desde la poesía, la música y la danza.


La velada contó con la presencia del poeta catalán Javier Gil, de la marroquí Aicha Bassry, de la bastetana Natalia M. Navarro y de los granadinos Francisco Beltrán y Ángel Olgoso, acompañados todos por la música clásica interpretada por Cristina Serra, Esther Padilla e Irene Díaz; con la cantautora vasca Sara Nievas; con la danza de Julia M. Rodríguez; con las voces de Esther Casares y Lola García recitando la poesía de García Lorca y Miguel Hernández; y con el grupo andaluz de música popular medieval Zalema -que en mozárabe quiere decir ‘la paz sea con nosotros’-.

Ángel participó con una lectura de relatos, varios de los cuales colgamos a continuación en esta entrada: El narval (Cuentos de otro mundo), Lamelibranquios (La máquina de languidecer), La bañera (La máquina de languidecer), Las lluvias (Breviario negro) y Puntualidad (La máquina de languidecer).



EL NARVAL 

El calor en el salón era ya, a esas horas, un bramido solar, una llamarada negra. Me serví abundante hielo en el vaso. Y aunque bebí de un trago el té helado, en el pecho aún me quemaba el desprecio de Carla, su flagrante desapego. El hielo se derritió. La lengua de fuego mascaba mi corazón destrozado. Añadí y añadí más cubitos hasta que se desbordaron, cayeron sobre la alfombra y cubrieron toda la habitación, arrastrándome con ellos. Cormoranes y gaviotas me sobrevolaban. A la luz del día polar -escasa, claustral, subsumida- contemplé las resquebrajadas placas de hielo entrechocando furiosamente. La alfombra, algunos libros, la vitrina y yo mismo sufríamos los embates del oleaje ártico. Dos ballenas narvales, atrapadas entre los hielos, entablaban un impetuoso duelo. No me paralizó el terror sino la imagen de una Carla cada vez más lejana, visión que ensartaba recuerdos en un largo collar de melancólicas piedras. El frío glacial del viento y de las aguas apenas atenuaba el dolor. De pronto, uno de aquellos unicornios marinos majestuosos y legendarios, emitiendo amenazadores vahídos, nadó en mi busca. Mantuve los ojos abiertos, apretando con la mano el vaso vacío, mientras notaba progresar su cuerno hacia mi corazón.


Esther Casares






LAMELIBRANQUIOS

Eres buscador de perlas en un mar subtropical. Buceas hoy a mayor profundidad, más allá de la barrera del arrecife de coral. Anémonas. Blenios dentados. Anguilas-jardín. Erizos. Peces arlequines. Bosque de quelpos. Descubres regocijado un vastísimo criadero natural. Semienterradas en el fondo limoso, las conchas cubren por entero la pradera submarina. Blandes el cuchillo, lo introduces con habilidad entre los bordes sellados de uno de los moluscos bivalvos y haces palanca. Contemplas entonces atónito, a través de la turbia luz, el sexo femenino que se aloja en su interior, su palpitante morfología venusina, sus labios abultados, el vello crespo sombreando el contorno, su fresita retráctil, sus repliegues de cresta de gallo, ababosados, salidizos, pultáceos. Abres otra concha. Y otra. En aquel delirante criadero de las profundidades, acunados por las aguas madres, todos los lamelibranquios cobijan un sexo con vida propia, encarnado, de contacto mucilaginoso, ciliado, como un pequeño hocico mostachudo y acuoso. Incrédulo aún, sientes cierto escalofrío cuando alcanzas a calibrar la peculiaridad del lugar.




Sara Nievas


LA BAÑERA

Un día, mientras aguardas el regreso de tu mujer, prolongas ese baño sedante, la grávida sensación de deriva en el agua jabonosa, los lametazos del minúsculo oleaje, la indolencia que lleva a perder deliciosamente la noción del tiempo, y adivinas que se va a apoderar de ti una monotonía sin deseos, que ya no sobresalen las medias lunas de tus hombros y de tus rodillas, que poco a poco tu piel se va acomodando a la blancura de la bañera, a sus curvas, a sus bordes, que te desvaneces en el esmalte, que te invade un sentimiento de rigidez, de malestar, de miedo, cuando fracasas en los intentos por abandonar la bañera, y luego de escuchar los pasos de tu mujer, que se desnuda en silencio y deja caer el agua sobre tu fondo y se sumerge con un suspiro de júbilo, sientes el aviso de la firmeza de sus miembros contra ti como la sondaleza de un barco que tocara el fondo del río, sientes la suavidad de su piel sonrosándose con el agua caliente, y descubres que nunca volverás a abrazarla, que no podrás orientarte por más tiempo en tu memoria blanca, lisa, pulida, que asistes impávido a los latidos de su corazón, a sus movimientos acariciadores y basculantes, a los rosetones de luz que refleja el cuerpo de tu mujer, completamente sola en el cuarto de baño.



Julia M. Rodríguez




LAS LLUVIAS 

De madrugada, la crecida del río inunda el antiguo cauce. Un furioso turbión de agua y barro, estribándose sobre la colina arbolada, lo arrasa todo a su paso. Troncos y piedras atoran caminos y recovecos. Una vorágine líquida se desmanda, colma, invade con estruendo. El montículo de arcilla del hormiguero es barrido y las galerías subterráneas anegadas. Una tromba caótica, espumeante, sumerge las calles, las casas del pueblo, las cámaras de cría. Sin esperanza, sólo hay tiempo para un pestañeo de pánico, un temblor de delgadas antenas, una tragantada de angustia, un aleteo aterrorizado. El embate de la riada fija las formas antes de arrastrarlas a un fin repentino, de voltearlas, de hundirlas con lentísima violencia. Las paredes vibran aturdidas. El tiempo se suspende. Sobrevienen enconados remolinos que desgonzan las puertas, densos infusorios que deshacen los túneles de la colonia. El golpeo de las aguas se lleva la porcelana de los vasares, las larvas y las pupas, la ropa blanca de los armarios, el almacén del enjambre, muebles ya inservibles, legiones de obreras con trozos diminutos de hojas entre sus mandíbulas. Palitos como mástiles, sillas como ramas, pasillos como bocanas, habitaciones como médanos. Un hervor de fríos borbotones, grávido de vientres hinchados a la deriva, de ojos compuestos, de zapatos vacíos, de segmentos abdominales. Un múltiple ahogo, una devastación de refugios derruidos, un recuerdo pavoroso que irá olvidándose hasta que regresen a las márgenes ya secas del río, levanten de nuevo el montículo de tierra, restituyan la electricidad, excaven con esmero minucioso otra colonia nutrida, vuelva la vida grata a sombra de tejados, la recolección de semillas, el cobijo de sueños y pasiones, el trabajo y el periódico de los domingos, el néctar embriagador de la rutina, los vuelos nupciales, la verbena en la plaza, las hembras que se arrancan las alas y comienzan a poner huevos. 

Lola García



Zalema





PUNTUALIDAD 

Todos los veranos regreso al lugar que un día ocupó mi pueblo, sumergido desde hace treinta años bajo las aguas del pantano. Me siento en la orilla, o en un roquedo, y cada mañana, a las diez en punto, escucho un sonido que sube desde las profundidades, un tintineo sordo, conmovedor, helado como una pena. No, no es el tañido de las campanas de la iglesia, me digo siempre, se parece más al timbre de la bicicleta del cartero. 


Francisco Beltrán y Míriam Martín





Fotos: M. Tapia

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