He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 14 de abril de 2019

Bárbaro solo


Nos llena de alegría que Claudio Sánchez Viveros haya retomado el viejo proyecto de hacer un cómic a partir del relato de Ángel Olgoso Bárbaro solo, perteneciente a su libro Los líquenes del sueño. Antes ya habían colaborado en la edición de esa delicia medieval que es Almanaque de asombrosAquí os dejamos una muestra de ilustraciones y bocetos de Claudio, junto con un comentario de Ángel sobre la génesis de aquella poderosa narración escrita a los 19 años, Bárbaro solo, y el texto íntegro del relato. Estamos seguros de que disfrutaréis esta aventura trepidante y apocalíptica. ¡Al volante!

Ángel y Claudio (Foto: Ángel Cabrera Fernández)




<<El primitivo original de Bárbaro solo tenía un subtítulo: A lo largo de los ángeles desplumados, y venía con una dedicatoria: "A Jimmy Dean, Michel Poiccard, Kit y The Driver". En esa dedicatoria se encuentran las claves cinematográficas del relato. James Dean y Michel Poiccard (el personaje que interpretó Belmondo en "À bout de souffle" de Godard) representan la rebeldía propia de la juventud. Kit (el papel interpretado por Martin Sheen en "Malas tierras" de Terrence Malick) y The Driver (el conductor de "Carretera asfaltada en dos direcciones" de Monte Hellman) son el prototipo de antihéroes norteamericanos que huyen o atraviesan su país, que viven en permanente movimiento. 

Recuerdo que en mi cuarto de casa de mis padres -donde en 1980 escribí este relato mientras comenzaba la Universidad-, empapelado por completo de posters, ilustraciones y fotografías, tenía sobre la cama un gigantesco cartel de "Carretera asfaltada en dos direcciones" que logré comprar en el cine Alhambra o en el Príncipe, con esa fascinante imagen de la carretera que divide en dos el paisaje y de ese coche dirigiéndose inexorablemente hacia un sol crepuscular. Imagino que bastaba con levantar la mirada de los folios y contemplar el cartel para entrar en situación. Pero hay otros referentes. Acababa de leer En el camino de Kerouac, uno de mis escritores-fetiche de adolescencia y juventud junto con Cortázar, Vian y Mishima, y esa lectura fue el impulso literario más decisivo para la creación de Bárbaro solo, junto con otra que me impactó mucho en aquella época: los relatos de ciencia ficción de Harlan Ellison. 

Escrito a mano y pasado luego a máquina de escribir con doble papel calco, sin ordenador que poder consultar, sólo un pequeño y destartalado diccionario enciclopédico de un tomo, conteniendo escenas y pensamientos políticamente incorrectos ahora, supongo (¡hace ya tanto tiempo de aquello, sólo tenía 19 años!) que quería levantar una road-movie literaria, un canto a la energía de la juventud, a la rebeldía, a los espacios abiertos, a la comunión con la naturaleza y al constante movimiento; quería de paso ajustar cuentas -literariamente- con mi padre; quería, sobre todo, escribir de una manera física, sentirme vivo mientras garabateaba con furia esas páginas sobre una carpeta en el apoyabrazos de un viejo sillón y que al lector le sucediera lo mismo mientras las leía. 

Recuerdo también que llegué a dibujar hasta un mapa de las regiones que atravesaban el protagonista y su perro hablador, Lengua, en su loca huida de los Rastreadores hacia el mar. 

Lo curioso es que se trata -creo- de la única narración de ese tipo que he escrito, entre la acción y la aventura apocalíptica, de un mirlo blanco en mi producción, más preocupada luego por los derroteros de lo fantástico, lo inquietante y lo breve. Aunque haya evolucionado y espero que mejorado, lo cierto es que añoro volver a conseguir esa sensación de energía -frenética e ingenua al mismo tiempo- que logré con mi viejo y a la vez imberbe relato Bárbaro solo>>.




BÁRBARO SOLO



“En cuanto cruzas la calle/ estás del lado de la sombra” 
(Juan Ferraris)



“¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera. ¿A quién me alquilo? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué falsedad debo mantener? ¿Sobre qué sangre caminar? La vida dura, el simple embrutecimiento” 
(Arthur Rimbaud)



“¿Por qué diablos voy a trabajar? ¿Qué haré esta noche? ¿Cómo podría deslizar mi mano en el sexo cálido de la mujer que está a mi lado? Huir, convertirme en un vaquero, tentar a Alaska, las minas de oro, partir y volver la espalda, no volver nunca más, saltar, saltar el río, terminar con todo, bajar, bajar como un tiburón, la cabeza y los hombros en el barro, las piernas libres, los peces que vendrán a morder, mañana una nueva vida. ¿Dónde? No importa, ¿para qué comenzar otra vez? La misma cosa siempre y en todas partes, muerte, la muerte es la solución, pero no morir todavía, esperar otro día más, un golpe de suerte, una cara nueva, un nuevo amigo, millones de oportunidades, eres demasiado joven todavía, y de todos modos a nadie le importa un bledo” 
(Henry Miller)



“Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta las espuelas; hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta las riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo” 
(Franz Kafka)






-¡Cava aquí! -rugió el viejo, señalando. 

Pisé firme, aferré el mango metálico y las primeras hierbas volaron. Frente a mí, suspendido en el aire de la noche y barrido por los potentes focos del Barracuda, revoloteaba un minúsculo plancton de insectos y miríadas de motas de polvo orgánico. Mi bendito padre tenía la pistola colgando de un costado, la estupenda Magnum, pero a pesar de esto me gustaba el trabajo, sus vibraciones, sus olores, su electricidad, me gustaba la idea misma de trabajo. Por un momento adiviné que el viejo babeaba. Mi pelo se agitó bajo un soplo de viento que había zumbado a lo largo de retorcidas leguas para asistir al espectáculo. Antes de acabar la tarea, decidí que era suficiente y trepé arriba, sobre la tierra amontonada. Si uno se acuesta vistiendo un maldito y engallado traje de franela, puede despertarse en harapos... Nunca se sabe. De modo que inicié un leve balanceo, miré a mi padre a la perfección, salté sobre él y lo abracé, lo abracé al fin, como una tenaza carnívora, para siempre, lo abracé hasta que su lomo se quebró y crujió como un seco mondadientes. El viejo no tuvo apenas tiempo de notar la maniobra. Reculó y quedó estaqueado en el suelo. Hasta que no desaparece tu padre no empiezas realmente a vivir, no puedes medir tu energía, no puedes mirar a tus manos, ni a tu ombligo, ni a las muchachas, no puedes ponerte en movimiento ni procurarte velocidad. Si te comportas decorosamente y eres un buen chico, acaban por chuparte y triturarte el más mínimo huesecillo, hijos de perra, carroña bonita, comadrejas, condenados trompos. 

Me había sumergido en las poderosas mallas del odio y mi mandíbula resplandeciente cobraba ya proporciones fantásticas. Liquidar o ser liquidado. Por otro lado, no podía despreciar la posibilidad de que aquel agujero caliente estuviera en realidad destinado a mí. Le saqué la Magnum engolosinado e hice rodar el cuerpo del viejo más allá del borde. Estampado en la fosa, homúnculo polvoriento. Comprendí que nunca sería una buena cosecha. No tendría oportunidad: los Rastreadores darían con él tarde o temprano y después tratarían de detenerme, condenados huelerrabos, ¡al diablo! Una, tres, quince paletadas de tierra dulzona, magnética, posesiva. Cuando hube compactado la superficie del agujero de manera uniforme, vi que algo llameaba caleidoscópicamente en la oscuridad. 

Recogí la dentadura postiza y la hundí en el bolsillo de mis pantalones colgantes. Como un lubricado basilisco, como una señal atávica de triunfo, la dentadura me ayudaría a dar el salto. Viviría fuera de alcance. No deseaba volver a los pavimentos rosados ni a los brazos de las agónicas convenciones. Arrojé los arneses... Todo lo tenía ahora en mis manos y eso me hacía sentirme bien. La vida real comienza cuando estamos solos, cara a cara con nuestra propia sustancia desconocida, con ese enjambre, vivo y aterrador, de millares de seres diferentes habitándonos, fluctuando a nuestro alrededor como una nube alveólica. 

Ahora todo estaba tranquilo. Simplemente había embocado bien la operación. Incluso podía escuchar, bajo mis pies, el roce de las serpientes que volvían a casa erizando las temblorosas pelusas de hierba. Sin perder un instante, hirviendo de excitación, hice despertar el motor del viejo Barracuda gris del 80 y me puse en marcha. Volví a mi cubil. 

Permanecí allí abajo durante largo tiempo, sin prestar atención a cosas como la comida, los envolventes rayos del sol o las engrasadas ancas de las muchachas. Al cabo de varias jornadas, mientras me llegaban los movimientos de la superficie con un confuso ruido de zepelines, sentí sobre mis adormecidos miembros todo el peso del planeta. No había ya ninguna razón válida para que no pudiera salir a tomar aire. Deslicé el dedo meñique por la ceja izquierda y me ofrecí, con los ojos cerrados, a la acariciadora fecundidad de la atmósfera. 

Mi camino no sería un camino a cualquier parte y de cualquier modo. Miraría a los demás con la mirada de una bestia, bendeciría las amorosas y relucientes acometidas del odio, hundiría mis pies en esa materia nueva violando a los que aún se debatían en sus lechos de piedra. Tan pronto como hube acicalado el viejo Barracuda, dispuse todas las provisiones y el abastecimiento justo para la ocasión en la parte trasera del auto. Debería crujir a lo largo de cinco provincias antes de llegar a Bahía Camaro. Así que ajusté la Magnum 357 en la bandolera, el cuchillo de monte en su aceitada vaina, el panamá blanco en mi cabeza y fuera. 




II 


Si quería salir de la provincia de Lamar, tenía que tomar la ruta 9, línea sureste, en dirección a la ciudad fronteriza de Uyten. Me mantuve al volante durante todo el día, hipnotizado por un creciente éxtasis mecánico que me trepaba por el pecho. El neumático delantero izquierdo absorbía la infinita línea blanca de la carretera, mientras el sol, esfumándose en una enceguecedora estela de oro mate, se agolpaba sobre el horizonte oeste. Proseguí como un insecto veloz entre planos verdes y rojos, rocé las fondas camineras, dejé atrás los tembladerales de Nundawa, las cañadas desiertas y las espumeantes escombreras de la llanura Pontiak. Al caer la tarde, frotándome el vientre, me detuve a comprobar si el combustible aún gorgoteaba en el depósito. 

Acampé bajo un abedul que crecía entre una formación de rocas peladas y no tardé en hacer chispear una amable fogata. Poco antes de embutirme en mi saco de lona, algo se movió sobre mi cabeza tocándola, manoteé frenéticamente, pero el extraño animal ya se había disuelto en los vastos prismas cauterizados de la noche. Me encogí de hombros y a continuación me sumergí de cabeza en el sueño. Cuando desperté tenía la nariz hinchada como una berenjena, un horrible aspecto general y el cañón de una escopeta Holland presionándome la garganta. Allí estaba, al alcance de mi mano, dispuesto a dejarme fuera de combate. Sin apartar la vista del repugnante Rastreador me puse en pie. "Este es un mal asunto, muchacho", pensé, ayudándome a mantener el tipo mientras la pulsación de la sangre enloquecía mis venas. No debía perder los estribos, pero demonios, lo hice. ¡Se trataba de mi propia vida! Con un rugido, embriagado por átomos fundentes, dirigí las uñas hacia lo que parecía ser su cabeza, al tiempo que él disparaba chamuscándome el cabello. Las hendiduras abiertas en su carne comenzaron a chorrear una especie de yema escarlata y aguanosa; quedó tendido, pero consiguió revolverme las tripas: su cuerpo parecía la raíz podrida de un diente. Si le acompañaban otros Rastreadores, estos habrían escuchado claramente el estampido, así que trepé al árbol y busqué un buen ángulo de tiro. No me equivoqué. Otros tres ya se habían hecho con el terreno colindante a las rocas. La estupenda Magnum no me preocupaba, nunca faltaban balas en su cargador circular, de modo que me quedaba tiempo para prepararle un plato especial al Rastreador más cercano. Situé la pistola en el antebrazo, apunté al pecho y su cabeza reventó como una fruta madura. Les había descubierto mi posición. Los proyectiles 30-06 de punta blanda comenzaron a volar en todas direcciones, astillando las ramas a mi alrededor. 

Los dejé trabajar; es decir, no exactamente, yo estaba allí, inmóvil, con el cuerpo tenso como un alambre. En estas malas tierras la vida de un hombre vale menos que un vaso de thil o de cerveza. Pero no deseaba moverme con el cinturón flojo, ni dejar de ser el más duro del frente: la chispeante Magnum de culatín adosado comenzó a llevar el compás. ¡Yiiiii! Uno de los Rastreadores cayó a plomo; el último, herido, huía dando una especie de saltitos espasmódicos y gelatinosos; "de acuerdo, de acuerdo, vamos hombre", me dije brincando del árbol, puse una rodilla en tierra y el proyectil penetró limpiamente. 

Tras frotarme el vientre, cargué el material en el Barracuda y enfilé de nuevo hacia la carretera sin volver la cabeza. Para sobrevivir no basta con mantenerse despierto, hay que estar también vigilante. Lancé el viejo Barracuda contra el aire y las distancias, y comprobé que una vez más todos y cada uno de mis filamentos se debatían y quemaban hasta pulverizarse, mientras yo hincaba los colmillos alrededor del polo fijo de la plenitud, de una plenitud brutal e incandescente. Y mientras sacudía al acelerador, el panorama cambiaba vaporosamente o de pronto se coagulaba en forma de localidades ferroviarias abandonadas, de llanadas y malecones hoscos, neblinosos, interminables. 

Advertí un punto en el camino. Había un tipo al pie de un poste de vidrio hilado, y aunque no quería historias con la gente, mis dedos necesitaban algunos cupones para combustible. "¿Hacia dónde vas?", le grité. "A Uyten", respondió. "¿Llevas cupones?" "¡Claro!" "Estás de suerte, amigo. Sube". Era un tipo bien trajeado y bien gaseado. A juzgar por su aspecto debía llamarse Red, o quizá Roig Cavalcanti. Me preguntó y le dije que mi misión consistía en inspeccionar los solariums de los Sectores Orientales. Me advirtió: "Sabrán que eres novato y te destrozarán". "No hay cuidado", le respondí; y añadí: "Gracias". 

Durante el trayecto, Red Roig Cavalcanti acabó pareciéndome muy divertido; gesticulaba sin cesar. Poco antes de arribar a la ciudad se le antojó comprarme el sombrero panamá y me ofreció, entre otras cosas, dados trucados y un par de siseantes muchachas con el linimento azul adecuado para frotar sus puñitos. Muy tentador. Pero ya en Uyten me limité a confiscarle varios cupones, a subir el nivel del depósito y a nublar nuestros ojos con los turbios vapores del thil: acabamos aullando y dando tumbos en una esquina. 

A la mañana siguiente, despierto y bien encuadrado, me preparé para reanudar el viaje. Tenía que moverme continuamente, como una maldición... Uno no es nunca un bárbaro si no sabe moverse, si no bombea con celeridad. En medio de la ancha calle, atascada y bullente como cualquier ciudad fronteriza, algo me tiró de la pernera derecha. Era un perro setter. Gordo, erizado, espantoso. "¡Vamos, lárgate!". Le aticé un puntapié. El quisquilloso perro volvía de nuevo, se sentó a mis pies, me miró fijamente, sin parpadear, y dijo: "Bien, escucha, puedo proporcionarte compañía o buscarte un buen culo perfumado y complaciente". ”¡Deja de mirarme así -le grité-o te rompo los dientes!”. El setter bajó la cabeza para lamerse el costillar y después añadió: "Eso es, muchacho, este asunto no hay que tomárselo con calma, de todas formas te harás viejo y empezarás a temblar". "Ahórrame tu filosofía, maldito saco de púas. Yo no hago nada si no tengo deseos de hacerlo". El perro se encogió de hombros resignado y se puso a cavilar. Me había hecho perder los estribos. Y aunque las sugerencias formaban parte de su trabajo, sus baquetazos me entraron dentro y duro: no necesitaba un ángel guardián. Pero sí diré algo del condenado alzapatas, y es que necesitaba realmente una mujer. "De acuerdo. Vamos, en pie. ¿Como te llamas?", pregunté. "Lengua", contestó. Y antes de que me diera cuenta, moviendo los dos el rabo, me guió hasta la garita de un aparcamiento subterráneo bombardeado y abandonado. 

Aquello duró toda la tarde. En ese cráter movedizo y absorbente mi cuerpo, embadurnado de electricidad, se vio desposeído de la energía que llevaba entre las caderas y gratificado con un lindo obsequio: la chica de ojos amorosos me contagió ladillas, pero, demonios, al parecer eso era todo lo que había. 

Busqué a Lengua durante un buen rato. No di con él. Tenía intención de dejar atrás mi provincia, Lamar, y zambullirme en la siguiente, Dauphine, esa misma noche. Cuando llegué al destartalado Barracuda gris, Lengua estaba rascándose en el asiento zaguero mientras sonreía estúpidamente: ¡Erf, erf! Mantuve las manos sobre el volante toda la noche. Chispeando. Sierra aerodinámica bajo la línea blanca a noventa. Flujo constante. EI amanecer nos salió al encuentro con su diseño de raíles delicuescentes y de veteados intersticios emergiendo tras las colinas de Tula. Unos minutos más y entramos sin dificultad en Baatsamoth. Lengua sacó su hocico tembloroso por la ventanilla y enarcó las cejas. El paisaje estaba echado a perder. Retorcidos soportes de acero, edificios calcinados y derruidos, maderos, ceniza e inmundicia, paredes apisonadas y vidrios fundidos. Salimos de allí como un humeante proyectil, dejando atrás una ciudad asolada y reducida a escoria. 

Avanzamos por la carretera de doble pista hasta que nos topamos con un desconocido. Estaba parado en mitad del macadam, obstruyendo el paso, y me obligó a frenar bruscamente. Pensando en posibles provisiones, le abrí la portezuela delantera y, fijando la vista en su musculoso cuello de toro, decidí que se llamaría Muncer. A través del retrovisor supe que Lengua estaba inquieto. El tipo me preguntó y le dije que era proveedor de redes de fibra; por su parte, musculoso cuello de toro dijo trasladarse a la localidad de Werfel, pero no le permití proseguir su relato y saqué el cuchillo de la deslizante vaina, dispuesto a fajárselo hasta el mango. 

Exactamente por el espacio de un pestañeo, comprobé que el tamaño real de Muncer no era el que aparentaba, debía haber estado doblado todo el camino y de sus brazos salieron puntiagudos y acerados ganchos. Por suerte Lengua se había adelantado a los dos. Saltó como un resorte sobre el cuello, le clavó los dientes y se llevó en la boca un trozo de carne de Muncer. ¡Qué magnífico puñado de sangre era Lengua! El valiente huelerrabos me había dado tiempo para salvarme y para reaccionar duro y parejo: aferré la cabeza del tipo y la aplasté una y otra vez contra el cristal delantero hasta que chorreo sangrantes excrecencias. Maldito Muncer: se trataba de un indecente trampero y Lengua lo había husmeado antes que yo. "Vi que estabas en un lío y me pregunté si podrías arreglártelas solo", dijo Lengua tranquilamente, masticando aún el pedazo de carne. "¡Eres un endemoniado hijo de perra!", le rugí. "Soy un endemoniado hijo de perra", asintió sarcástico. Los tramperos eran tipos feroces y correosos, descendientes del poderoso Odjigh. En un principio se les conocía como matadores de lobos, pero cuando estos fueron exterminados, se lanzaron a la caza del hombre... Y sus métodos eran temibles. 

Pasaríamos la provincia de Dauphine como una exhalación. La siguiente, Uwe, nos aguardaba en forma de inmensa caldera iridiscente y glacial, pero antes perderíamos algún tiempo en la travesía de aquellas tierras crepusculares de la agreste Dauphine: al mediodía repostamos combustible en Werfel, compramos carne seca en una de sus proveedurías rancias y sofocantes y avanzamos hasta Hanshui del Norte, donde el jugoso viento doblaba los tallos flexibles de salgueros y mirtos, de aulagas y junqueras. Por la tarde abandoné la ruta para frotarme el vientre en una brumosa laguna llamada Roden, salpicada de camaleones indolentes y de oblicuas manchas luminosas; luego nos vimos de nuevo en dirección a Shiburg, conté los insectos que se estrellaban contra el vidrio y nos cruzamos con un GTO y con un velocísimo Sköda. En Shiburg había el goteo de las líneas eléctricas describiendo diminutas órbitas ondulantes por el aire; en el túnel de Ovas, un murmullo aflautado y azul, el frío y mi chaquetón de cuello peludo. Acampamos a la caída de la tarde, en Eredstone, camino de los Altos de Santallana; allí tumbado mordisqueé la fresca hierba, enterré mis manos en el humus oscuro, caminé bajo grandes penachos de nubes malva y turquesa, y bailé entre tocones de árboles y franjas herbosas estremecidas de savia. Lengua, jugando, escondió mis botas duras y la bolsa de lona de las municiones. Le racioné la carne hasta que apareció todo. Al amanecer montamos en el Barracuda y lo enfrenté a los escarchados y misteriosos páramos de Salvio. El mismo poema de hace un millón de años: los carcomidos letreros de madera, la lluvia, las abrazaderas y los galpones arqueados, las ingrávidas orugas hilando espirales sobre las cortezas, el tiempo anudando su propio cordón umbilical. 





III 


Me gusta el frío. Y no me da miedo lo que me gusta. Pero he de admitir que en las estribaciones de la provincia de Uwe nos esperaba la parte más gemebunda y peligrosa del trayecto. Los montes helados del macizo Saint Passaic, a medida que subíamos, se nos venían encima como un enorme cuerpo mineral y rutilante. Es como la ropa: de repente te das cuenta que llevas sobre ti la piel de un animal muerto, aunque ya no sirve de nada pensar en ello. La nieve emplumaba los cristales del viejo Barracuda. Lengua se enroscó junto a mis pies, bajo la luz roja e intermitente del salpicadero, alargando las últimas bocanadas calientes. 

El ancho trazo laminado de la ventisca se extendía hasta más allá de los farallones de la cumbre mientras el aire, atascado de agujillas transparentes, esterilizaba la tierra con su irradiación de plata. En aquellas condiciones no podríamos seguir adelante mucho tiempo. El camino se hacía impracticable. Temiendo que la tormenta de nieve me zafara la carrera, aceleré como un maníaco, frenéticamente: una de las ruedas delanteras se subió de tono y estalló. Bufé y maldije hasta que agoté el catálogo. Debería salir a cambiar el neumático, aunque en realidad esa era la menor de mis preocupaciones: cuando estás solo y en medio de una rociada de frío glacial como aquella, las manos son joyas mimadas, se convierten en la malaquita y el jaspe de la supervivencia. Hubiera dado cualquier cosa por tener en aquel momento mis guantes de cuero almizclado y el prendedor de fuego que le robé al cochino Gough. 

Una vez afuera, el hielo me penetró en las botas, el chapaleteo de las afiladas ráfagas me abrió la cara y los brillantes destellos cegaron mis ojos. Había sido realmente una tarea delicada. Cuando entré en el Barracuda no podía mover los dedos. "Bien, estás en un lío, muchacho", dijo Lengua meneando tristemente la cabeza, "quiero decir que hay que untar eso con grasa o con sangre. Y cuanto antes". Me di cuenta que Lengua no bromeaba: parpadeó y se tendió sobre las patas traseras con intención de cortarse. Pero no podía permitirlo, así que saqué el cuchillo de la vaina y, tras alzarlo, lo clavé con fuerza en mi muslo derecho situando después allí las yemas de los dedos, que comenzaron a teñirse de sangre tibia. Penosamente iniciamos el descenso. 

Los montes del macizo Saint Passaic quedaban atrás. Mundo mastoide. Cuévanos. Lisas corrientes en forma de anillos invisibles, yodados. Disolución aséptica de crestas y de leños. Vastedad. Al anochecer ya habíamos chupado los pocos pedazos de carne seca que quedaban. Nos mantuvimos así, hambrientos, hasta llegar a Rojo, ciudad triste y desabrida, y en una de sus proveedurías malgasté los últimos cupones: grasa, líquidos, gollerías y combustible. Decidí que en Zatki-Picot me emplearía en algún insoportable almacén de cilindros envarillados o en una achicharrada factoría, con el fin de reunir los cupones necesarios para seguir serpenteando a mi aire. 

Antes de abandonar Rojo supe que aún no me había sacado de encima a los Rastreadores. Esos endiablados chacales venían batiendo la linea de la Ruta 9, arbusto por arbusto, y ahora casi me pisaban los talones. En los desgarrados suburbios de la ciudad aminoré la marcha y recogí a una chica. Parecía llamarse Greta. Tenía los cabellos teñidos de peróxido. Me explicó que huía de la fusta de su supervisor y yo le dije que nos dirigíamos al servicio de veterinaria de Zatki-Picot. Lengua se agitó en el asiento trasero. ¡Que me empaquen si alguna vez había deseado decirle algo a una muchacha! Simplemente las frotaba. Pero Greta lo hizo. Antes, sólo una mujer dulce llamada Alannah lo había conseguido. En aquel tiempo aún azuzaban a las mujeres contra los hombres y algunas de ellas se movían en grupo... Ahora a nadie le gustaban los sentimientos, nadie creía en juegos de niños. 

Greta emitió una especie de puchero. Sus piernas blancas y pulidas prolongaban el día. Yo estaba realmente hirviendo, por una u otra razón sus piernas me enloquecían, tenía que apartar la cabeza para no mirarla como un mono. "Debo dejar de perder el tiempo". Hice fulgurar mis ojos de un modo manifiesto, distendí mis músculos en torno y bajé la mano: el lado interior de sus muslos estaba enrojecido y caliente por el roce de la piel. Me deslicé hacia dentro. "No eres un buen chico", murmuró ella. "No soy un buen chico", repetí mecánicamente. Greta volvió a abrir la boca; por un instante pensé que iba a decir algo más, pero solo era un bostezo. Su actitud me enfrió. La dejamos en el lado sur de Zatki-Picot, al pie de un galpón solitario. Lengua reía sordamente en el asiento zaguero. Le dije que cuidara sus reacciones, porque si no le rompería una pata. “Mira, muchacho”, repuso él, “lo que nos gusta de nuestros amigos es el caso que hacen de nosotros. Y el problema es que tú me caes bien, culo de zorra, ja, ja”. “¡Déjate de bromas!”, rezongué apesadumbrado, “tengo que encontrar un trabajo”. 

Y lo encontré. No había medio de saber si los inmundos Rastreadores darían allí conmigo, pero opté finalmente por un lugar llamado Departamento de Rehabilitación. 

Al instante comprendí de qué se trataba: inmensas salas de recreo con vitrales polícromos, tapas rodaderas, ocupación a destajo, vapores tósigos y sofocantes, comida rápida y la administración de Devium, una droga euforizante e hipocalórica. Eso era todo. Allí estaba encerrada la mayor parte de los habitantes de Zatki-Picot. Aunque el primer día me habían confiscado el cuchillo y la estupenda Magnum, mi zona era una zona dura y eso me gustaba. En los otros sectores, buena parte de lo enfermos padecía únicamente pólipos en las cuerdas vocales o depósitos de calcio en los huesos de las caderas. Los que estaban a mi cargo eran en su mayoría semicatatónicos. Pero en compensación por el ruinoso panorama, los supervisores accedieron a que Lengua permaneciera junto a mí y a que bailáramos unidos el baile de los locos. En la mañana de la tercera jornada aparecieron los Rastreadores. Nos encontrábamos en una sala de recreo cuando la puerta saltó en pedazos. Raeeem. Las condenadas alimañas irrumpieron estruendosamente en el interior, con los rifles dispuestos para rociar. No tuve tiempo de pensar qué demonios ocurría. Eran cinco, siete Rastreadores. Lengua se lanzó contra las Holland y las Smith correglamentarias, pero uno de ellos disparó desde la cadera y lengua brincó en el aire, cayó y no se movió más. Comprobé que querían sacarme y ponerme en su terreno, de modo que bajé la escalinata y corrí desarmado a verme con el más cercano: le hundí mis pulgares en sus ojos, le dirigí un rodillazo hacia lo que parecía su entrepierna y le arrebaté la Browning ametralladora. Esta acción envalentonó a mis enfermos, les parecía todo muy divertido. Y los benditos chiflados pasaron a la acción mientras yo lanzaba andanadas de fuego con el cañón apoyado en el antebrazo. Los Rastreadores estaban reculando y aullaban lastimeramente. ¡Yiiii! ¡Yiiii! Uno de ellos atravesó la puerta y, más bien perplejos, los dos últimos le siguieron a escape. Corrí tras ellos. Apunté. Absorbieron mis balas como un par de raíces sedientas. La violencia es la forma más perfecta de caridad; aunque los supervisores del Departamento, que eran auténticos patanes sin ningún gusto por la vida salvaje, no lo entendieron así: algunos enfermos habían recibido impactos mortales durante el alborotado cortejo. "Estás en un lío, muchacho". Recordé las palabras de Lengua y supe que debía alejarme cuanto antes. Supongo que simplemente no tenía ganas de discutir, así que recuperé mis armas y el menguado salario, y la acristalada ciudad de Zatki-Picot se cerró como un iris tras de mí. 




IV 


Sentí deseos de frotarme el vientre, eso me ayudaba a seguir en este extremo de la línea y a pensar que mi único recurso consistía en no dejar crecer la hierba bajo mis pies. El deslucido Barracuda del 80 cruzó directamente la meseta Damanlhur. Como una barrena. Cápsula llameante. No lejos de Carnasie, un sofocado viajero me informó que la ciudad habia sido tomada por los Padrinos y sus monstruosos bulldogs. Los de su raza, rodeados siempre por ese típico olor carbólico, eran los más impermeables al festín incandescente de la época, los únicos que continuaban haciendo las mismas y viejas trampas. Me daba grima verlos ahora ahí, en Carnasie... Y sobre todo, no cometería el error de internarme en la ciudad con los Padrinos dentro. Desconocía el porqué, quiero decir, no exactamente, pero tampoco me habían embocado nunca un tiro en la cabeza y sabía que no me iba a gustar. Lo cierto es que rodeé la ciudad a unas dos leguas de distancia y pasé de largo. Confiaba que el combustible tintineara lo suficiente como para atravesar el frío desierto Dili Oriental y arribar a la ciudad de Pola, en la frontera de la cuarta provincia, Bullboca. 

A medida que avanzaba sobre la espléndida autorruta, en medio de una nube de polvo, me sentía inmerso en el plexo mismo de la tierra, en el centro de la vida, de un universo que se expandía en veloces oleadas mientras rozaba los bordes cromados de mi Barracuda. Estaba atardeciendo. El olor de los reptiles, de los cactos, de la arena y de los mezquites me penetraba intensamente, derramándose entre mis poros como un fuego frío. Sobre el horizonte, una aguja de blancoazulado y otra de ópalo naranja comenzaban a disponer el crepúsculo. Detuve el coche. Al cerrar la portezuela sentí una salvaje punzada en la boca del estómago: ese atardecer era lo más puro que había visto nunca. De pie, frente a aquellos fugitivos diapasones de luz, invoqué la más perfecta cópula, la más embriagadora comunión con la vastedad... No podía moverme. Oro. Ámbar. Azafrán. Gamuza. Bermellón. Esmeralda. Añil. Todos los colores armonizados en un fluido amniótico que palpitaba bajo las primeras estrellas y quemaba el silencioso sortilegio del tiempo. Grité. Y el grito arrasó mi pecho. Un alarido brutal, vertiginoso, un chillido de alabanza y de desafío: era mi pacto con los espacios abiertos. 

Me gustaba el frío y el desierto, pero mis miembros estaban agotados y el sueño me tironeaba presentándome su mullida oferta; de modo que me tumbé a la intemperie, cara a las constelaciones y los asteroides, y dormí resoplando hasta que, poco antes del amanecer, la tierra escupió un rechoncho topo que maniobraba con energía frente a mi cabeza. 

En un cruce solitario, camino de Pola, di con el Caravelle de un engallado conductor que también había encontrado su movimiento. Debía llamarse Vargas. La apuesta saltó como un chispazo: el último que cubriera la distancia a Pola, pagaría el combustible al otro. El primer trayecto lo corrimos juntos, al pelillo auto con auto, mientras el lavado paisaje se hinchaba a presión contra nosotros. Abandonamos la carretera en Elkowall. Vargas se despegó y su ostentoso Caravelle inició una línea zumbante tan regular como un chorro de leche. Los autos no eran máquinas pensadas sólo para correr; con el tiempo se habían transformado en caparazones vivos que rodaban libremente sobre lechos de brezo y de mineral ceniciento, a la deriva durante años y años, disolviéndose inertes sus conductores sobre los asientos, circulando para purificarse y con miedo a vivir fuera, separados de ese ovario de planchas laminadas. El camino de tierra me llevó a través de los llanos de la región de Loreinto. Tomé de nuevo la autorruta, puse mi viejo Barracuda gris a ciento noventa, estuve a punto de estamparme contra un bloque de basalto en Vellones, y dejé atrás a Vargas en la colina arborescente de Saltmouth: no estaba mal. Sin otro deseo que llegar a destino y apropiarme el combustible que me correspondía, entré en Pola y, parado en mitad de la carretera, esperé a Vargas relajado y sonriente. Al fin apareció el Caravelle ante mi vista. 

Venía a toda carrera... ¡Que me empaquen si Vargas pensaba detenerse! Pero no me aparté hasta el último instante. ¡Vuuuuum! Logré tirarme al suelo, rodé, me levanté del otro lado y lancé varias andanadas con la Magnum. Luego oí dos cosas: el chirrido de los neumáticos del Caravelle al zarandearse sobre el borde del macadam y el estruendo de la explosión. Simplemente había utilizado el cañón para obligarlo a cumplir el trato. Me levanté. Tenía algunos cortes y la sensación de que destruía todo cuanto me salía al paso; pero, curiosamente, ello me mantenía intacto a mí y a mis uñas fluyentes. ¿Por qué? A esto sólo contestaré: la cobardía es el más cochino de los defectos. Los cobardes están siempre condenados desde el nacimiento y mientras se arrastran se ven despojados de todo una y otra vez, sin poder pasarse siquiera una vez a la vida por la piedra. 

Al mediodía logré hacerme con un poco de combustible, salí de Pola y crucé finalmente la linde entre las provincias de Uwe y Bullboca. Rumbo a la populosa Local Totoya, se me unió un tipo vistoso y coloradote. Estaba seguro que no se trataba de un inmundo trampero; de todas formas, mi cuchillo en su aceitada vaina me daba seguridad. Dijo llamarse Belushi. No le creí. Me pareció que su nombre era Mehmed y así se lo expresé. Mehmed se arrellanó en su asiento, batió palmas, rió impetuosamente y me explicó luego que acababa de recobrarse de su "fase molusco" y que había entrado en la "fase arco iris". Yo conocía a la perfección ese sistema. Era mi propia historia. Mehmed continuó hablando como si hubiese sido rociado con los activos mecanismos de un velocímetro. Su saliva volaba en todas direcciones. Había que quitarse el sombrero ante el tipo, capaz de mover el lenguaje como una endiablada turbina; y Mehmed, con sus divertidas parrafadas, lo hizo a escape durante el tiempo que duró el viaje a Local Totoya. Allí le saqué antes de separarnos algunos cupones y una botella de thil. 

Yo quería hacer noche en la ciudad, pero en esos momentos la Fiesta de la Estampida se encontraba en pleno torbellino. Miles de tipos ruidosos ondulaban en grupos sobre las calles atestadas. El aire hedía a cerveza y a nuez moscada especial. No pude zafarme: en la zona de los Servicios Centrales me tomaron del brazo, y mientras forcejeaba inútilmente entre la opresión de la masa humana, escuché una especie de cantos solemnes. 

El calor se hacía insoportable y animal. Me abandoné poco a poco al vaivén que me rodeaba. Después hubo una imagen recortada en el fondo de un pozo, la temperatura subiendo, un hocico, una gota de mercurio dando tumbos y desinflándose, un suave ronroneo. Más suave, más suave... Cuando desperté, bajo el cobertizo de una fonda, tenía apretado entre los dientes ensangrentados el calzoncillo de una muchacha a la que no recordaba en absoluto. Recorrí las calles vacías frotándome el vientre: nada parecía indicar que en Local Totoya hubiera ocurrido algo durante la noche. Atravesé unas callejuelas donde aún se desvanecían penachos de vapor espeso, monté en mi cascado Barracuda gris y partí en dirección a la divisoria de las provincias de Bullboca y Taimir. 

Conduje todo el día sin ningún incidente, paralelo siempre a las nubes, comprobando que el aire era cada vez más húmedo y las curvas más cerradas. Dejé atrás el nacimiento del río Cayuga, un río de espumas claras y montaraces que regaba los pastos de Bullboca y de Taimir antes de desembocar en Bahía Camaro. Después vibré hasta la altura de Puerto Alcarve, me colgué allí sobre la comba del planeta y, tras maniobrar en el intestino rocoso de la quebrada Montsavage, decidí cubrir algunas leguas en punto muerto durante el descenso, para ahorrar combustible. 

No podía dejar de embadurnarme con el bendito ungüento de la tierra fértil y perfumada: el viento comenzaba a sacudir las hierbas rojas del bosque Gwehono, las matas de muérdago se estremecían en los troncos de las encinas y millones de animales minúsculos bullían entre los surcos, donde la retama henchía sus cabezas como pepitas de oro. 

Atravesé la raída Kasavian, de habitáculos de pizarra. La siguiente ciudad no era una simple magulladura en el paisaje; se trataba de Point Loma, un concurrido dominio fronterizo. De un lado, el lavado verdor de Bullboca; del otro, las tierras anegadas y relucientes de Taimir, la quinta provincia. Buena parte de la tarde la invertí en buscar trabajo en Point Loma, con el fin de procurarme los cupones necesarios para el último bamboleo hasta Bahía Camaro. No me fue difícil entrar de faenador en una Granja. El supervisor, un patán con barriga de bebedor de thil, era conocido por todos simplemente como Pope, pero yo prefería llamarlo sir Gordon Alpheus Beaconfield. Mi tarea consistía en limpiar el estiércol y adecentar los inmundos cubiles del "ganado", y para ello me ayudaba repitiéndome en voz alta: "¡Vamos, trágate la nariz, tipo delicado!". Después de eso todo iba bien. 

Al cabo de dos jornadas, los papeles matamoscas, los fanales rojizos y las escalinatas carcomidas formaban parte del íntimo fuselaje de mi carrera. En los ratos libres me frotaba el vientre y me dirigía a la taberna, en un costado de la Granja, a jugar al keno, a beber cerveza y a disputar partidas de dados con los otros faenadores. Estos admiraban la fuerza, respetaban la experiencia y la astucia, pero se burlaban de la elocuencia, siempre duros y bien encuadrados, dispuestos a pinchar al menor descuido. Había mucho comercio retorcido en Point Loma. Sir Gordon solía divertirse llamándola Ciudad Rábano, por el color de sus habitantes. En una ocasión apareció por la taberna un viejo payador, pionero y mensajero de tierras llenas de promesas, y nos enseñó la rancia tonada "El aullido del lobo" mientras se trasegaba unos vasos de thil. Después, el viejo patituerto comenzó a hablar de La Región: "Allí el silencio se descompone y huele, los pensamientos se clavan en las rocas, los perfumes se convierten en oleadas de luz, los seres viven en el fondo de los lagos y se desplazan con una calma vertiginosa. En La Región hay abismos insondables y geometrías extrañas y dimensiones numinosas...". Los faenadores se hicieron señas de complicidad unos a otros y le llenaron de nuevo el vaso al viejo payador. 

Una noche en que la lluvia se desmorrillaba ferozmente contra La Granja, se produjo al fin el chasquido. Yo había trabajado firme durante todo el día y ahora, en la taberna, sólo deseaba olvidarlo, ¿y qué es lo más estúpido que puede hacer un hombre en esas circunstancias? Beber y buscar acción. Entre los faenadores había uno con aspecto de oso hormiguero. Le grité. Sin embargo él se limitó a escupir y dio un codazo a su compañero. Oso hormiguero no buscaba acción, estaba bajo probablemente. ¿Bajo? De pronto empezó a andar hacia mí con toda la lentitud del mundo. Intenté dar unos pasos, pero mi equilibrio se había ido al garete, la mar estaba picada. Oso hormiguero se detuvo y yo me moví dentro de sus ojos, dentro de las pupilas que reflejaban la puerta laminada, la columna de cerámica y la luz rojiza del fanal. Frente a mi cara, trazó en el aire con el dedo un movimiento pendular. Sabía lo que eso significaba. Y sabía también que si permanecía allí podía ocurrirme algo fastidioso, pero tenía que usar mi regla y hacer pedazos al maldito oso hormiguero, de manera que puse a prueba sus reflejos y lo tendí de un puñetazo. La lluvia tableteaba frenéticamente sobre nuestras cabezas. 






Retrocedí fabricando adrenalina y coloqué mis miembros en posición de salto. "¿Qué pasa, masajean a alguien?", rugió sir Gordon tras dar una patada a la puerta de la taberna; se acercó y me miró fijamente. No le hice caso, yo estaba como loco, había tempestades enteras en mi vientre. Tardaron un rato en hacerse conmigo: a medida que se adelantaban hasta mi posición, los faenadotes iban desplomándose uno tras otro. Otro hombre… otra cáscara seca. Al final caí de bruces y recibí una bonita sacudida, es decir, concretamente, me estaban machacando… Perder el tiempo a lo lindo cuando tenía que largarme… Punto y aparte. Reanudé el viaje. 

El valle Kolima me esperaba con sus oscuras turberas y sus ciénagas enfundadas en niebla amarilla. Agujero lluvioso y chorreante. Cuerpo carbonífero. Sofocante. A un lado de la carretera, pavoneándose entre las masas de bruma, divisé a un tipo, aposté y acerté: se trataba de un onano, uno de esos asquerosos exhibicionistas de los caminos. A juzgar por su aspecto de ave del paraíso, debía llamarse Syd. Entró en el Barracuda exclamando "yuu, yuu", se sentó, alargó la mano y me dio un soberbio pellizco en el trasero. Preguntó mi rumbo y, encogiéndome de hombros, le ofrecí esta miserable respuesta: "Ya pensaré en eso, carroña". Syd se bajó los pantalones con calma, cerró su mano derecha sobre el enorme mango lubricado y comenzó a frotar violentamente. Resoplaba, sudaba, abría un poco la boca como una pequeña o. "Oye, sucia escupidera, ¿por qué demonios tienes que remontar los cien tirones?", le pregunté. "Me meto y no puedo parar", contestó, sacando la punta de la lengua por una esquina de la boca. "Prueba a quitar la mano de ahí", añadí, y antes de que el repugnante onano me pusiera perdido el parabrisas, sin decir más, extendí mi pierna y de un fuerte puntapié arrojé a Syd fuera del auto, en plena marcha. 

Avancé siguiendo el curso veteado del río Cayuga. La impresión que me dejaban tales encuentros era la de que formábamos parte de otro mundo, de otro tiempo, del tiempo de los músculos hinchados y del veneno oculto aqui y allá, con sus cartílagos preparados para el salto, del tiempo del escalpelo: pueden derribarte de un hachazo, pueden devorarte la nuca o rebañarte el cráneo y, sin embargo, es hermoso; todo tiene su nombre, su oportunidad, todo puede experimentarse, puedes revolcarte, puedes mascar la vida... "¿Escrúpulos, muchacho?", me sugerí. Quizá el viejo payador tuviera razón. 

Y mientras tanto, mi Barracuda y mi vestimenta iban desintegrándose hebra por hebra, sin ningún pudor. Cuarenta, setenta leguas. La línea sureste de la Ruta 9 tocaba a su fin. El cauce burbujeante del río Cayuga me llevaría hasta Byronville, la última ciudad de la provincia de Taimir e inmediatamente anterior a las espumas susurrantes de Bahía Camaro. Abandoné el vetusto Barracuda en lo alto de la pendiente del río, bajé con la cantimplora hasta la orilla y escuché de súbito sobre mi cabeza un gran estrépito: ¡mi coche se despeñaba rodando hacia el agua! Levante más la vista. Donde hacía unos instantes se encontraba el Barracuda, aparecieron ahora las extremidades viscosas de los Rastreadores; y, antes de que pudiera darme cuenta de la situación, sus chispeantes escopetas Holland comenzaron a llevar el compás. Resollando y bufando me lancé al agua negra. Sabía con creces que la bala que silba no mata, pero empecé a pensar que se trataba de un mal negocio, y además había dejado atrás definitivamente, hundidos en el fango, mi viejo Barracuda gris del 80 y la estupenda Magnum de cargador circular y culatín adosado. ¡Condenados reptiles! El tiroteo amenazaba con no terminar nunca. Cuando alcancé la otra orilla corrí serpenteando tan rápido como una viruta metálica pero, demonios, me tocaron: un proyectil 30-06 había entrado en mi nalga izquierda, echándola a perder. Sentí deseos de reír, de reír eternamente, la mandíbula rota y ensartada en el tuétano de la risa como una turbina enloquecida. 

Entré en la goteante Byronville en medio de traspuestas carcajadas. Si aquella ciudad era el fin del mundo, no se veía en las caras de sus habitantes; estaban aburridos. "¿Siempre es esto así?”, pregunté. Creo que contestaron algo sobre la desconfianza hacia el otro, hacia el extraño, aunque en lo que a mí respecta, he de admitir que al final hicieron un buen trabajo: me desinfectaron tan profundamente la herida como los remojados bolsillos. Así, marcado a fuego, sin ningún cupón y sin otro material que mi cuchillo y mi sombrero panamá blanco, me dirigí andando hacia Bahía Camaro. 

Iba a conseguirlo, demonios, no podía esperar. Encontraba mi vestimenta astrosa, pero tenía de nuevo las energías intactas y relucientes, listas para continuar trepidando en la "fase arco iris", para arder por dentro como un poseído, para sentir la poderosa descarga y el salvaje enervamiento de la escapada. Avancé cojeando por el delta del río Cayuga. Veía lo distante y lo cercano, el final y el comienzo enlazados todos de la cintura, y eso me hacía sentirme bien. Había aprendido a vivir conmigo mismo, había dejado un poco más ancho el camino; así que me puse una vez más en movimiento y me procuré velocidad. Bahía Camaro me aguardaba: la fosforescencia del vasto espejo del océano. Entrar aullando. Un deseo suicida. Fugaces vidrios fundidos. A propulsión, en órbita. Un silbido abisal. Bestia flameante, fluyendo acosada a través de yermos infinitos. Galopar. Sin aliento. Y fuera. Un bárbaro debe soportar toda la sombra y toda la luz. 


Ángel y Claudio durante la presentación de su anterior proyecto, "Almanaque de asombros".

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