En 2010, Ángel presentó en Granada el libro de relatos de Pélix J. Palma, El menor espectáculo del mundo (Ed. Páginas de Espuma). Un escritor alicantino, Josemari Lizón, que estuvo presente en el evento y que al finalizar este interactuó brevemente con ambos autores, escribió poco después un prefacio a su propio libro, El mejor cuento del mundo, en el que cruza a los protagonistas de aquella presentación con su propia obra.
Ángel y Félix (Foto: Ángel Cabrera Fernández)
PREFACIO A EL MEJOR CUENTO DEL MUNDO
Josemari Lizón
Ángel Olgoso va a presentar un libro de cuentos de su amigo Félix J. Palma. Me lo anuncian los altavoces en la feria del libro. Lo crean o no, yo sí creo tener en el bolsillo el número de teléfono de Ángel Olgoso. Lo conseguí tiempo atrás no sé dónde. El caso es que este fin de semana he intentado corroborar que ese es su número sin necesidad de acudir al teléfono. Ni el listín telefónico ni el listinón de-qué-no internético ofrecían unos dígitos con los que cotejar los de mi trozo de papel. Por supuesto que una simple llamada hubiera disuelto la duda y, quizás, me habría permitido hablar con él. Pero el teléfono resulta engorroso para pedirle algo a un desconocido. Así que durante el paseo dominical unos altavoces divulgan una sorpresa de esas que ojalá la vida te depare cada domingo. La sorpresa es un regalo y los libros que, a pesar de mi maltrecha economía, voy resuelto a buscar, también. El libro de cuentos breves o minirrelatos de Ángel Olgoso titulado Astrolabio incluye El papel, una pequeña obra maestra que había caído en mis manos por casualidad. Me gusta pensar que esa misma casualidad hizo que el papel de El papel cayera hecho añicos al alcance de las manos del narrador. El papel es la causa que me induce a querer hablar con Ángel Olgoso. Compro también El menor espectáculo del mundo de Félix J. Palma. Un título de cinco palabras, de las cuales tres estarán calcadas en el título definitivo de mi novela. Si a menor le cambiamos la ene por una jota el calco alcanzaría las cuatro quintas partes. La palabra central de nuestros respectivos títulos, diferentes en longitud como palpitación y latido, no diferirán tanto si uno pone empeño en ver los puntos en común entre un espectáculo y un cuento. El cuento es un espectáculo, pero por dentro, como la procesión fuera de semana Santa. Por cierto, que este año el Jueves Santo ha sido el 1 de abril, día en que se terminó de imprimir El menor espectáculo del mundo. Es curiosa la nota. La transcribo literalmente:
El menor espectáculo del mundo,
de Félix J. Palma, se terminó de imprimir
el 1 de abril de 2010, un año y cinco meses
antes de la llegada de los marcianos.
Espero que para septiembre de 2011 mi novela, no con el título tan largo que tenía en la mente hasta ahora, sino de cinco palabras, haya visto la luz y los marcianos tengan el hábito de la lectura.
Tras los turnos de palabra del presentador y del autor, no hay preguntas de los asistentes, así que se llega al momento de firmas y yo que le paso mi ejemplar. Félix lo abre y un vahído de tibieza confirma que, efectivamente, el libro está recién salido del horno tipográfico. Escribe, tras preguntarme el nombre:
Para Josemari, esperando que al menos encuentre una línea por la que le haya merecido la pena adquirir este libro.
F J. P.
Leo la dedicatoria, según la va escribiendo y, nada más firmar con sus iniciales, le confirmo su expectativa desplazando el dedo índice por el título. “Esta línea”, le digo.
Ahora que menciono esta línea, mis neuronas enramadas caóticamente me llevan a pensar en otra línea: la del tiempo. Mi novela es bastante lineal. El primer capítulo empieza unos años atrás. El último capítulo comienza hace poco más de un mes, si bien es cierto que el cuarto párrafo consigna el futuro respecto a este prefacio y siguen pasando los meses. Acaba, pues, en lo que será el futuro, pero esta ilusión se debe a que escribo en presente. Escribo en una sucesión de presentes, porque esta historia no ha sido recordada, sino revivida, a la manera borgiana de Funes el memorioso, para ser escrita.
Aunque esto que viene a continuación, sí ha sido deliberadamente sacado de su segmento temporal. Ha ocurrido hace un rato.
Veo entrar a Ángel Olgoso en la sala en la que va a presentar el libro de cuentos de Félix J. Palma. Lo reconozco por alguna foto que debí de ver. Me presento y le digo que, si me permite abusar, no me conformo con citar El Papel; lo quiero recitar en el prefacio de mi novela. No solo no le parece un abuso, sino que se siente halagado. Se interesa por mi obra. ¿Cómo se llama? El enigma de Alejandro Magno y 698 palabras más. Mi agente italiana no ha dejado títere con testa, pero el título, aun sin convencer ni a ella ni a mí, permanece inalterado en mi cabeza. Ángel me da la razón o se la quita a mi agente. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Por eso mismo cuando le confieso que, aunque su Papel y mi Enigma tienen la misma esencia, yo he necesitado más de 30000 palabras (más de 85000 en la última versión) para solventar lo que él culminó con unas 300, exactamente 301 si incluimos el título, 299 si no lo contamos, Ángel, tras reconocer que desconocía el dato numérico sobre su propia obra, me advierte que quizás al incluir su relato en mi novela estoy metiendo al lobo en mi redil. Sé a qué se refiere. Más. Mucho antes de hablar con él, desde el mismo momento en que pensé incluir su cuento a modo de prólogo, acusé una sensación de alarma; un peligro indeterminado al que Ángel acababa de dar forma de lobo. Mi instinto de supervivencia me conmina a pasar lista a mi redil: perros, gatos e, incluso, un torito entretejido con las legañas del sueño, pero ni rastro de ganado que pueda dar por perdido. Mi instinto suicida me incita a agradecer su advertencia procurándole al lobo el hábitat de la contraportada, escaparate en que los editores ensalzan la calidad del rebaño recogido a salvo en su redil. Basta de dilaciones. Les dejo ya con el lobo.
EL PAPEL
Encuentro en mi portal un papel que alguien ha roto en varios trozos. Está escrito a mano con letra diminuta: parece la enumeración de algo, una lista o quizá instrucciones, se trata en cualquier caso de una serie ordenada de párrafos. No hay en el mundo otro corrosivo equiparable al de la curiosidad. Intento recomponer los pedazos pero no encajan de ninguna manera. De pronto, aunque es mediodía, cae la noche. Me asomo a la ventana y veo la luna. Tras unos instantes, sale de nuevo el sol de junio pero comienza a nevar. Regreso ante el papel y, alarmado por la contemplación de tales arbitrariedades, busco atropelladamente otras combinaciones. Ni los bordes ni las líneas se corresponden. Afuera, las aves chillan enloquecidas mientras abandonan el pueblo en bandadas, unos leones rugen al arrimo de la sacristía, todos compiten con el disonante aullido de la tramontana, sobrepujada a su vez por el canto de las arenas que trae el simún de algún desierto. Se suceden los eclipses y las lluvias de sapos. Temblando, sin respiración, muevo una y otra vez los fragmentos, me esfuerzo desesperadamente en unir cada filo serrado, cada arista, cada rebaba del papel, como si con ello pudiera remendar derroteros incomprensibles o, al menos, mi propia confusión. En vano doblo y aliso irregularidades para hacer coincidir los trozos. Un tren recorre las estrechas calles desprovistas de raíles. Las olas de un mar desconocido suben por el valle, por los caminos de herradura, por los huertos en terraza, hasta batir contra las casitas de este pueblo montañés, y las guijas de sus playas ruedan inclementes sobre nuestros tejados de pizarra y nuestros patinillos. Hace años que soy viudo y, sin embargo, reconozco a mi esposa en esa figura que camina hacia mí con una sonrisa de desconcierto.
Ángel Olgoso
Ángel y Félix (Foto: Ángel Cabrera Fernández)
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