He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

lunes, 15 de julio de 2019

Entrevista para El síndrome Chéjov

Rescato la entrevista que Miguel Ángel Muñoz le hizo a Ángel Olgoso en 2010 para su blog de referencia sobre el cuento El síndrome Chéjov. Esta entrevista, seguramente la más exhaustiva de todas, fue recogida después en el volumen La familia del aire. Entrevistas con cuentistas españoles (Ed. Páginas de Espuma).
Las ilustraciones son de Samy Charnine.

Miguel Ángel Muñoz y Ángel Olgoso








1. Es inevitable comenzar con tu condición de escritor oculto, con un grupo fiel de seguidores apasionados, pero que no tiene la repercusión que merece y que el tiempo, sin duda, le dará. Hay extrañas resistencias a reconocer la valía de tu obra, desde el principio. Pondré un ejemplo curioso: tu primer libro, "Los días subterráneos", que ya evidenciaba una valía extraordinaria, fue finalista, pero no ganador del premio Gustavo Adolfo Bécquer, que por aquel entonces, 1991, se entregaba a autores jóvenes. Perdió ante un autor hoy desconocido. Yo no tengo ninguna duda -y quería empezar la entrevista con esto como una declaración de principios- de que dentro de cincuenta años, cuando no estemos por aquí la mayoría, tu obra formará parte del canon de la literatura española de este tiempo. Pero la travesía se puede hacer insufrible para un autor que encuentra tanta absurda falta de reconocimiento. ¿Cómo escribe un autor desde el silencio -relativo, es cierto, he comenzado hablando de tu grupo de seguidores-? 

Estoy acostumbrado. Tanto, que aún dudo si es un paso lógico publicar un libro tras haberlo escrito. Pero soy el único responsable: esta fortuita vocación marginal o minoritaria, esta resignación oriental, no resultan tan absurdas cuando durante treinta años uno se ha limitado a escribir relatos y, además, fantásticos (lo que debe ser como sembrar en arena); cuando se ha creído ingenuamente que ésa era la única labor del escritor y se ha hecho sin esperar demasiado, sin sentido de futuro; y, sobre todo, cuando uno tiene tantas limitaciones (terrible timidez -en una ocasión logré no asistir a la presentación de mi propio libro Cuentos de otro mundo-, carácter tercamente solitario, pereza para mercadear, falta de ambición, de contactos, de entusiasmo social en definitiva). Aunque siempre es agradable el reconocimiento, quizá el hecho de ser recibida con silencio o con fuegos artificiales carezca de relevancia para la obra en sí. De cualquier forma, en mi candidez continúo viendo al escritor como un puro Sir Galahad para el que sólo cuenta la recompensa interior, el privilegio de ser fiel a sí mismo, el valor supremo de escribir con total libertad, esas cosas que no sé si conllevan ciertos inconvenientes pero que sin duda parecerán obvios disparates. De tener un sueño, es uno modesto: tiempo para escribir algún relato más. Lo otro, la ilusión que todos guardamos de publicar sin acabar demasiado malheridos, o de que se le preste una mínima atención a nuestra obra, entra en la categoría de absoluto milagro (a fin de cuentas, soy uno de esos a los que Chandler llamaba endurecidos veteranos de las cartas de rechazo: mucho tiempo después de conseguir publicar los relatos de Los demonios del lugar gracias, como de costumbre, a un pequeño premio literario, aún seguía recibiendo cartas de editoriales que rechazaban el libro, indicando alguna de ellas con certera puntería “le devolvemos su novela”; y un libro de haikus que escribí en 1992 -Ukigumo- aún permanece inédito tras ser repudiado tan infaliblemente como esas puertas marcadas con una cruz de sangre en tiempos de peste, acaso por lo anómalo del género en aquella época y ahora por la epidemia en que se ha transformado esta forma breve, inefable y volátil). No sé, Miguel Ángel, cada uno tiene su propia historia y la mía me dice que se puede ser sin ser percibido. Tal vez las cosas llegan cuando tienen que llegar, incluso si se ha ido a contracorriente; tal vez sea saludable luchar en vano contra fuerzas fatales, tal vez sea elegante no luchar en absoluto; o tal vez, como dice Jelinek, la marginación es el lugar del escritor. Por otra parte, te agradezco de manera muy sentida -y ruborizado como un condenado melocotón- la generosidad de tus elogios, pero por exigencia del decoro no creo que deba aceptarlos hasta que yo mismo esté mínimamente satisfecho con mis relatos. 



2. De esa trayectoria de búsqueda y persistencia da la medida el que desde tu primer libro se habla de un misterioso inédito llamado "Los líquenes del sueño", y que ha sido muy recurrente en tu vida hasta dentro de poco, en que al fin, veinte años después de aquel anuncio, será publicado un libro tuyo con ese título. Cuéntanos la historia de esa lucha en pos de un título. 


Ese libro fue creciendo desde los ochenta hasta convertirse en un horizonte que nunca podía alcanzar. En 1999 creí lograrlo cuando bajé la guardia y permití que se publicara como Granada, año 2039 y otros relatos en una colección de temática granadina de Comares. Por imposición editorial -neciamente acatada ante la razonable perspectiva de ver, por fin, un libro mío en los estantes de una librería tras veinte años escribiendo relatos-, tuve que cambiar el orden de los textos y aun el título, e incluir como “locomotora que tirara de los vagones de los demás cuentos” un viejo divertimento (Ordenación patafísica, heterodoxa y multidisciplinar de Ganada en el año 2039). Sería demasiado prolijo contar la odisea de su publicación, de la corrección de pruebas de imprenta a contrarreloj en la sede de la editorial, escapándome furtivamente del trabajo varias horas durante una semana (mientras revisaba al mismo tiempo, en un estado de máxima urgencia, las galeradas de Cuentos de otro mundo y preparaba la edición lastimosamente casera de Nubes de piedra); de los adrenalínicos retrasos de impresión a unos días de la Feria del Libro; de la naturaleza escurridiza del contrato, de la persona encargada de proporcionármelo y hasta del ordenador que debía imprimirlo; o de Justo Navarro intentando leer apresuradamente el grueso tomo, mientras era zarandeado en el coche que lo traía desde Nerja, camino de la presentación que debía hacer del mismo dos horas más tarde en el Museo Casa de los Tiros. Para mi escarmiento, después he podido ver el libro no sólo en el estante de narrativa, sino en el de ciencia ficción y en el de guías turísticas. Supongo que he tenido una vida editorial algo nefasta -no tanto como la de Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo-, pero si te digo que el único artículo que he publicado en un periódico en toda mi vida, en el Ideal de Granada, apareció firmado por Miguel Ángel Blanco -redactor de cultura del Ideal de Almería- verás que no exagero. El próximo año, felizmente, Tropo Editores va a publicar Los líquenes del sueño como lo concebí en un principio: una de especie de antología o reunión bastante completa de mis primeros veinte años de relatos y, también, una rotunda afirmación de los sueños y la imaginación. Por supuesto, dudé si obedecer la implacable línea de A. F. Molina (“Quemar los escritos que no queman”) o dejar el libro tal y como era, con sus tanteos y sus debilidades. Al final decidí no quemar los puentes sobre los que uno caminó más o menos tortuosamente en el pasado. 



3. El conjunto de tus cuentos está adscrito al género fantástico. Creo, de hecho, que una de las virtudes de tus cuentos es que la lectura global de tu obra es una pequeña enciclopedia del género fantástico, en el que hay ejemplos de todas sus modalidades, alternadas dentro de tus libros: el gótico, el fantástico romántico, el detectivesco victoriano, el terror oriental, el lovecraftiano terror cósmico, los bestiarios, la erudición borgiana. Sólo echo en falta, a excepción de unos pocos ejemplos que no figuran entre los más logrados tuyos, el fantástico cotidiano que inició Cortázar. 


No puedo evitarlo: me gusta lo poco común, me encuentro cómodo con lo extraño y me procura una enorme felicidad estética lo asombroso y lo inquietante. Pla decía que la sensación de hallarse en un mundo desconocido deja el espíritu como nuevo. Debe ser eso. Por no hablar del placentero latigazo que se recibe al conseguir atrapar la escurridiza anguila eléctrica de lo inaudito, de “lo otro”, de lo que está más allá de nuestro alcance y de las limitaciones del espacio y el tiempo; o al abordar conjeturas y paradojas (quizá exista un mundo anterior olvidado por nuestra especie o un tiempo distinto al cronológico, quizá todo el tiempo ha transcurrido ya y nuestra realidad es sólo un eco tardío del proceso, quizá los solipsistas tienen razón y cada uno crea su propia realidad...). La verdad es que no sé de dónde procede esta inclinación personal por lo fantástico. Lo más probable es que surja de un rechazo bastante visceral a la tiranía de lo cotidiano -más cruel y, sobre todo, mucho más inoportuna que lo extraordinario, que los lugares lejanos y exóticos, que la bruma de los misterios y los sueños-, pero también puede venir de mis ancestros gallegos, de los libros que leí en la biblioteca de La Salle o, incluso, de las historias que de pequeño escuchaba a las mujeres en la tienda de mis padres -mientras levantaba ordenadas montañas de fruta, embolsaba picón para los braseros o me acodaba en el mostrador junto al tambor de arenques-, historias que hacían del mundo un lugar extraño y complicado pero también pintoresco y fascinante, que estimulaban la imaginación y la curiosidad pero también el temor. 

Me gustaría pensar que sí, que dentro de mis posibilidades y siguiendo la divisa patafísica (“Me esfuerzo de buena gana en pensar cosas en las que pienso que nadie pensará”) y la de José María Merino (“La literatura debe hacer crónica de la extrañeza”), he intentado explorar exhaustivamente ese territorio fronterizo entre la vida soñada y la real, regido por leyes propias. Y el relato breve fantástico, que en apariencia es un registro muy acotado, una parcela muy limitada, me ha permitido siempre cultivar el espacio sin límites de la imaginación -luego los frutos han crecido más o menos comestibles, claro-, rebasar la sordidez y banalidad de lo real mediante ensoñaciones y especulaciones, hacer inventario de mundos, poner a prueba la percepción de lo familiar, ver -como Blake- el mundo en un grano de arena, desmentir la queja terrible de Dalí que tanto me impresionó, cuando se lamentaba de que nada de lo que puede ocurrir ocurre nunca. No sé si estarás de acuerdo conmigo (a tenor de tus relatos, diría que sí) en que la realidad es una ilusión, muy poderosa, pero ilusión al fin y al cabo, y que lo que vemos y oímos sólo representa una parte de lo existente (ya Demócrito advertía que de la realidad no aprehendemos nada que sea absolutamente verdadero). Pues bien, yo creo que no escribo de espaldas a esa ilusión de realidad, ésta sería más bien la tapia sobre la que me aúpo -tan ruinosa que sus escombros pueden desgarrarte las manos- para tener una perspectiva distinta e imprevista, compleja y sorprendente, una visión más amplia y a la vez más pormenorizada, casi caleidoscópica, de los mundos y dimensiones que se despliegan al otro lado. Por muy embarazoso que resulte, me atrevo a decir que lo fantástico, sustentado con frecuencia en un proceso lógico, ilumina los rincones en sombra de lo que no sabemos. Hace poco leí que la raíz indoeuropea común a las palabras fantasía, fantástico fantasma, es BᾹTHIS- (“luz resplandeciente”), que como ves designa lo contrario de oculto u oscuro. 

Respecto a lo fantástico cotidiano, tienes toda la razón: me cuesta reforzar la tramoya con datos verídicos, algo tan necesario en el fantástico para que el lector experimente después la angustia de lo desconocido. Y es que, como a Perucho, no sólo no me interesa contar lo que le sucede todos los días a todo el mundo, sino que en mi caso no sé hacerlo, y si supiera me resultaría muy penoso realizar una copia naturalista de algo que aborrezco. Es cierto que el relato fantástico debe vincularse con la realidad -aunque sea prendido de un hilo de seda- pero no necesariamente con la que es más rutinaria, sino con la del mundo interior, abismal y secreto del hombre, la que atañe a los estados de conciencia, a la memoria colectiva, a los procesos oníricos. Prefiero reinterpretar la realidad, suplantarla, lograr lo que Gil-Albert decía maravillosamente de la literatura de Rafael Dieste, “una minúscula centella de vivos sueños vencedora de la pesadez de la tierra”. Disculpa por extenderme tanto. Quizá no deberías haberme preguntado sobre un tema que me apasiona... Nadie va a creer que soy autor sólo de brevedades. 




4. "Los demonios del lugar" me parece tu obra maestra y también el libro que aglutina tus distintos modos de narrar el fantástico en un solo libro. Quizás sería interesante que contaras cómo nació ese libro, en qué condiciones y con qué variadas peripecias hasta llegar a ser publicado. 


Ese libro fue mi propio, aunque modesto, descenso a los infiernos. Tras cinco años sin escribir, y en mitad de una serie de desagradables circunstancias, aproveché una baja prequirúrgica para volver a los relatos (si me consientes la osadía, en esto me parezco más de lo que quisiera al escultor Manolo Hugué, del que Pla decía que durante muchos años su producción fue una propina intercalada entre largos períodos de inactividad). Semana tras semana, como ignoraba si el médico de cabecera me daría, en ese momento, el alta para incorporarme de nuevo al trabajo antes de la lejana operación -y era, además, la primera vez en mi vida que podía escribir a tiempo completo-, lo hacía a contrarreloj, de día y de noche, como un perro vagabundo que saciara furiosamente su sed en un manantial inesperado, si se me permite esta bochornosa analogía. La presión y el furor creativo derivaron en terribles migrañas y una medicación inadecuada hizo que acabara ingresado en Urgencias, con todos los valores descompensados. Pese a ello, y tras tomarme las cosas con un poco más de calma, un servidor -que es de una lentitud lamentable y normalmente tarda eones en terminar un relato- consiguió escribir ciento cincuenta en esos meses previos a la operación (los de Los demonios más los de La máquina). El primero no fue planificado como conjunto, trabajé cada relato según acostumbro, arriesgando al máximo, hasta convertirlo en una pieza única e independiente. Más tarde, a la hora de organizarlos, me di cuenta de que todos compartían una atmósfera malsana, enrarecida, angustiosa o incluso macabra. Eran tan oscuros que -vista la nula receptividad de las editoriales a las que los enviaba y el persistente descalabro en concursos de libros de relatos- decidí reordenarlos y probar suerte en el certamen de literatura de terror que, sorprendentemente, propició su publicación. Tengo la sensación, seguramente errónea, de que son en general relatos como visiones, en los que intenté expresar el mal y el pavor de una forma delicada (ese miedo que según Ánxel Fole agranda las sensaciones), con énfasis en la percepción del prójimo como el más formidable y refinado de los torturadores. Al parecer intenté también -de manera involuntaria y retrospectiva- una actualización y reelaboración de los mitos del género de terror. Intenté, en fin, una prosa más densa, trabajada a conciencia, que buscara la belleza agónica de las palabras, su cualidad casi hipnótica, por decirlo así; puede que reclame toda la atención del lector y lo obligue a dejar de lado cierta comodidad, pero creo que a cambio se ve recompensado al sentirse dentro de la historia, en lugar de creer que simplemente se le está contando una historia. 



5. ¿Cómo se fabrica un Olgoso? ¿Qué conglomerado de lecturas y pasiones varias –el talento es ya cuestión de la que no podemos sacar norma-, y sobre todo qué metodo de escritura se bate en tu interior para llegar hasta el momento de la elaboración de tus cuentos, cuentos que denotan un enorme caudal de lecturas y documentación, una búsqueda obsesiva de la palabra exacta, mezclada con un afán de trascendencia lírica? 


Suponiendo que tal cosa exista, con mucha torpeza y lentitud, con cuentagotas, avanzando con pequeños arranques como un cachorrillo asustadizo, y siempre que haya tiempo por delante y vecinos mudos e inmóviles alrededor. Como soy perezoso, poco constante y dependo por completo de las circunstancias, a veces he estado en barbecho durante cuatro o cinco años hasta encontrar el momento propicio para escribir. Y, cuando lo hago, por lo general no tengo método, no suelo planificar los relatos (excepto los más largos), no pienso en decálogos, premisas, coordenadas o segundas lecturas, sólo escribo trabajosamente a partir de algunas notas, palabra a palabra, plegándome a las exigencias de la historia, y después corrijo a conciencia. Aunque si me viera obligado a suscribir una fórmula creativa, no me importaría que fuera la postulada por Anderson Imbert: intuición poética (como un éxtasis) más intriga singular (estéticamente valiosa) igual a forma expresiva con desenlace imprevisto. Pero ya que no soy ningún teórico, entrevistas como ésta me dan la oportunidad de volver hacia lo escrito, me obligan a pensarme y, si miro atrás, veo que instintivamente parto casi siempre de una situación irreal (quizá crea que un hecho debe salirse de la experiencia común para justificar la narración) y que luego voy reforzando poco a poco la verosimilitud hasta lograr que el lector dude y se inquiete. Pensándolo mejor, sí hay cierto método: me siento cercano al detallismo de la taracea granadina a base de incrustaciones de teselas; al igual que estos artesanos, procuro amoldar minuciosamente cada palabra a las necesidades de la narración, crear algo que tenga el peso justo, las dimensiones justas, o si me permites usar símiles culinarios, procuro retirar la aparatosa carcasa de la historia, los menudillos de la psicología y la genealogía, la grasa de los tiempos muertos, y dejar sólo un texto destilado, donde a lo sumo aparezca el tuétano de los personajes y el aroma concentrado de la atmósfera. Metidos ya en harina, también son de mi dulce predilección aquellos amanuenses medievales que daban cuenta de lo que imaginaban más que de lo que veían. Decía Lichtenberg que hay que tratar de ver en cada cosa lo que no se ha visto todavía, lo que no se ha pensado nunca. Ésa es una de las pasiones varias de tu pregunta. Supongo que intento traducir el sentimiento de extrañeza que me produce el mundo (tal vez por eso en muchas ocasiones mis relatos parecen la puesta en escena de una fantasmagoría), supongo que intento fijar por escrito un sueño antes de que desaparezca, concretar lo mejor posible -con intensidad, concentración y belleza-, esa imagen, esa idea, esa pequeña nube movediza que tiene uno en la mente. Escribir es algo muy simple y, al mismo tiempo, algo muy complejo y personal, y analizar este misterioso fenómeno puede resultar tan disparatado como intentar desmontar un relámpago en piezas o verbalizar el crecimiento de los pétalos de una flor. 




6. ¿Puedes hablarnos de tus autores preferidos de relato corto, y cuáles han influido más en el origen y formación de tu obra? 


Antes de hablar de devociones me gustaría remontarme un momento al magma placentero de cuentos breves y fragmentos de novelas que entreveraban los libros de Lengua y Literatura. Puedo revivir la deliciosa emoción de aquellas interminables tardes de lluvia mientras leía sus párrafos una y otra vez en lugar de estudiar, mucho antes de soñar siquiera con tener una biblioteca que pronto empezaría a poblarse, entre otros, con libritos de la colección Básica Salvat RTV. Aún me relamo al recordar ese bazar de lo fabuloso, esos extractos deLa pata de palo, La mujer alta, Viaje a la Alcarria, Nunca llegarás a nada, Los niños tontos, Tiempo de silencio, La urraca cruza la carretera o, sobre todo, la maravilla de Alfanhuí. Unos años antes, en 1973 para ser exacto, en La Salle, había descubierto la belleza de las palabras -e incluso la comezón de la escritura- gracias al deslumbramiento que supuso La casa encendida de Luis Rosales. Y cinco años después de ese bautizo gozoso y cómplice llegó la conmoción y conversión definitivas, la zambullida completa de cuerpo y mente, con la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Aquel libro impagable (un querido ejemplar que Bioy Casares me dedicó en 1995, y que me sigue pareciendo un relicario enjoyado a pesar de su papel barato y amarillento), además de inocularme para siempre el veneno del relato fantástico, se extendió como las olas que forma una piedra arrojada en un estanque y me guió desordenadamente a otros muchos libros y autores. Para que esto no parezca el guirigay de los niños del coro en la Misa del Gallo, podría intentar organizar la interminable lista de autores preferidos en tres principales vetas nutricias, que participan todas del fantástico: la victoriana (Stevenson, Wells, Conan Doyle, Kipling, Lord Dunsany, M. R. James, Machen, Saki, De la Mare), la sudamericana (Quiroga, Lugones, Borges, Felisberto Hernández, Rulfo, Cortázar, Bioy, Arreola, Wilcock, Piñera, Denevi, Levrero, Brasca, Shua) y la italiana (Buzzati, Landolfi, Calvino, Manganelli). Quizá debería añadir una cuarta, la norteamericana (Bradbury, Dick, Brown, Ellison). Destacar también, naturalmente, la influencia directa y vívida de tres poderosas vetas individuales (Maupassant, Chéjov y Nabokov) y de una constelación de narradores muy distintos cuyo brillo me cegaba a medida que los descubría (Schwob, Vian, Jean Ray, Bukowski, Beckett, Dinesen, Chandler, Michaux, Kawabata, Merino, Bernhard, Mrozek, Dieste, Örkény, etc). Pero sin duda, desde la adolescencia hasta hoy, mis dos dioses tutelares han sido Poe y Kafka. Más que vetas que preceden a las otras o se elevan sobre ellas -primigenia una, de avanzadilla la otra, desasosegantes ambas-, Poe y Kafka son en sí mismos montañas inabarcables. 




7. Escoge uno de tus relatos preferidos, por el motivo que sea, de cualquiera de tus libros: analízalo, cuéntanos cómo lo creaste, cuánto te llevó, háblanos de él cuanto quieras. 


No sé si esto interesará a alguien, Miguel Ángel, pero puestos a elegir hablaré un poco de Los palafitos, y no porque sea mi relato predilecto o esté más o menos logrado sino por lo dificultoso de su gestación y el tiempo que tardé en escribirlo, cinco años. Recuerdo la imagen inicial de un mundo vagamente neolítico, como recién creado, silencioso, sin apenas muestras de la incipiente civilización humana. Esa imagen, que contenía ya la sustancia poética del cuento, me llevó de nuevo a un tema que siempre me ha fascinado: la escurridiza naturaleza del tiempo. Aunque había tratado los viajes y juegos temporales en bastantes ocasiones (La vaina, Donde las órbitas retornan, El bucle, Rip Van Winkle, Viaje, Relámpagos, La expectativa, Los mil cerezos de Yoshitsune, El valle, Ratibor, El papel, Dulcedumbre, etc.), quizá lo hice de una manera demasiado evidente; en Los palafitos sabía que la deriva hacia el vórtice espacio-temporal iba a ser más enigmática, más indefinida, más tenue. Comencé y descarrilé a las tres páginas. El relato implicaba la creación de un mundo completo, me pedía una extensión más larga, una distancia que me cuesta dominar acostumbrado como estoy a las miniaturas. Requería además mucho diálogo, algo que tampoco es mi fuerte, y que deslindara claramente en esos diálogos el lenguaje arcaico del pescador y el funcional del paseante y narrador. Sin embargo, imagino que el principal obstáculo fue cómo conseguir que el lector aceptara con naturalidad la progresiva demolición de la historia universal, cómo borrar las referencias físicas, geográficas, sociales y culturales al presente o al progreso humano. La tarea me pareció ingente y la sensación de castillo en el aire más alarmante que de costumbre. Pero esa interrupción era distinta, ese fracasar de entrada no era sólo lo de siempre, la imposibilidad de traducir fielmente una difusa imagen inicial, una experiencia interna (el parturient montes, nascetur ridiculus mus de Horacio). Durante cinco años estuve dándole vueltas al relato sin atreverme a abordarlo, y en ese lapso regresaron las perpetuas dudas e inseguridades, la lentitud, la falta de fuerzas y de talento. Un día, transcurrido ese tiempo y madurado mentalmente el encuentro entre los dos únicos personajes, me senté a escribir y, no sé cómo, logré culminar aquel absurdo desafío. Al final resultó una traslación temporal algo paradójica, ya que el protagonista, a pesar del continuo extrañamiento, se niega a afrontar la realidad de una irrealidad evidente, se resiste en todo momento a esa reversión de su mundo. Martin Gardner opina que el espacio y el tiempo son como las dos lentes de unas gafas sin las cuales no veríamos nada; que el mundo real, el mundo externo a nuestras mentes, no se percibe directamente, y que por tanto sólo vemos lo que nos transmiten nuestras gafas de espacio-tiempo. Pues bien, te confieso que unos de mis motivos para escribir es el placer que me procura intentar despojar al lector de esas gafas, impidiéndole una aceptación sumisa de las leyes espacio-temporales. Todos estamos presos en el tiempo como insectos en ámbar y a todos nos gusta escapar por un rato de la prisión. A diferencia del protagonista de Los palafitos, yo huiría sin pensar del infierno del mundo real; de hecho, lo hago cada vez que escribo, y me dirijo invariablemente a esa zona apasionante que se encuentra entre la realidad y la fantasía. Respecto al estilo del relato, supongo que esa armonía entre fondo y forma a la que aspiro desde que comencé a escribir exigía un desarrollo clásico (al modo de El país de los ciegos y La puerta en el muro de H. G. Wells, o de El anciano de las visiones de Algernon Blackwood). Supongo también que debí emplearme a fondo con el lenguaje para lograr la atmósfera adecuada, ominosa y exuberante a la vez, para mostrar esa amenaza en sordina, innombrable, que sube desde el mundo acuático hacia el terrestre y vegetal, la no tan absoluta indiferencia de una naturaleza primordial, de belleza misteriosa y profundas sombras. Y te digo supongo porque tampoco hubo una planificación exhaustiva, muchas veces no la hay (excepto en El Lecho Celestial del doctor Graham y sus tres meses de búsqueda y asimiliación de material sobre el Londres victoriano, y en Bárbaro solo, para el cual inventé una geografía, dibujé un mapa detallado de las regiones que iba a atravesar el protagonista y preparé minuciosamente cada una de las etapas de su viaje), ya que la intención inicial es una nebulosa que se va concretando poco a poco y, en ocasiones, puede ser modificada por el avance de la acción o por el engranaje de las propias palabras empleadas. Para no aburrirte más, decir que tras releer Los palafitos, el relato me ha parecido un curioso acercamiento a los desajustes temporales, a la relatividad de las cosas o, tal vez, una meditación sobre las segundas oportunidades, individuales y colectivas, que me llevó demasiado tiempo. 





8. En tus primeros cuentos, el efecto sorpresa se utilizaba de un modo aún juguetón, como un cierre imprevisto para cuentos que parecían ir por otros derroteros. Sin embargo, progresivamente las historias se llenan de sentido y contenido y lo que ocurre es que los finales acaban viéndose como el final lógico y enriquecedor de la historia. En otras ocasiones, optas por la baza de que la belleza literaria del lenguaje nos distraiga del golpe final de ingenio, con lo que se lo supera. Ejemplo de esto sería el cuento “Anestesia”, de "Cuentos de otro mundo". 


Es cierto. Admito que quizá al principio abusé un poco de este pecado benigno (trick story creo que lo llaman) y su lúdico cosquilleo. Pero, aunque no podía evitarlo y sabía que era una forma algo rudimentaria y brusca de sacudir al lector, confiaba casi siempre en estar haciéndolo por exigencias del guión, sin que estas emboscadas incruentas fueran un fin en sí mismas, de buena fe, para quitar un momento la tierra de la certeza bajo los pies del lector. Atendiendo a Borges, si el final es asombroso e inevitable, mejor. Atendiendo a Valadés, es como pisarle la cola a un alacrán para conocer su exacta dimensión. Como bien dices, en mis últimos libros lo sorpresivo se ha hecho más sutil, la estocada se ha suavizado. Sin embargo, aunque en muchas ocasiones cierro el relato en círculo o, si lo requiere, dejo abierto el tejido en su desenlace para que el cuerpo del texto supure lentamente, sigo sintiendo debilidad por los finales inesperados -siempre que sean coherentes-, pues esas apoteosis, esas minúsculas implosiones, permiten de un modo más contundente amplificar el sentido, resolver o multiplicar el conflicto planteado y, sobre todo, reversibilizar el relato, releerlo en sentido inverso a la luz de ese final que no dejará indiferente al lector. Carlos Pujol lo expresó a la perfección: “Si la literatura no tiene una sorpresa constante no tiene gracia. Para eso, ya está la vida”. 




9. Tengo la sensación de que tus cuentos requieren de un mundo de referencias culturales, literarias y estéticas que en algunos casos impiden el total disfrute de los cuentos, por su alta exigencia, pero a la vez ese mundo te permite una compresión enorme de lo contado, puesto que esas referencias aparecen de modo elíptico y no necesitan ser dichas, por lo que el cuento se contrae, al tiempo que cuenta más y más. 


Cada uno está hecho a lo suyo. No sé si habrá que acercarse a mis relatos con un mayor o menor bagaje pero, aunque tal vez sí requieran cierta concentración y disposición anímica, te aseguro que no levanto muros deliberados ante el lector ni pretendo arrojarlo a impías profundidades llenas de referencias arduas. En cada relato intento -del modo más inofensivo, casi sin darme cuenta- utilizar la forma adecuada para contar aquello que quiero contar, me entrego por entero a sus necesidades, le doy lo que la naturaleza de cada texto me pide, ya sea una historia antipática o agradecida, explícita o insinuante, alucinatoria o luminosa, una extensión dilatada o microscópica, un desarrollo clásico o innovador, una ambientación minuciosa o austera, un lenguaje seco o de arabesco, un final rotundo o diluido. Supongo que esas referencias de tu pregunta eran imprescindibles para lograr la atmósfera de determinados relatos (como sabes, según Lovecraft es la atmósfera y no la acción el gran desiderátum de la literatura fantástica), para obtener una especie de reverberación mental -tanto tras su lectura como durante la misma-, esa clase de intensificación de la realidad de la que habla David Roas. Aunque también podrían ser consecuencia de mi versatilidad de viajero inmóvil, que necesita algunas señalizaciones para trasladarse mentalmente a distintas épocas o geografías. En cualquier caso, antes de ser exigente con mis poquísimos lectores procuro serlo conmigo mismo (tratar de agradar al lector puede llevar a la mercadería), alejándome del lenguaje funcional, buscando que los relatos precisen más de una lectura, intentando crear un mundo personal y extraño que se baste a sí mismo, eventualidad esta de lo más deseable. 




10. "Cuentos de otro mundo", que recibió el premio Caja España de cuentos, y ha disfrutado -y padecido, por muy minoritarias- dos ediciones, me parece un libro fundamental en tu trayectoria, y ejerce de bisagra entre la primera época, de experimentación y acercamiento a tu estilo, y la madurez posterior (además de ser un ejemplo de ese nuevo camino que descubre lo mejor de tu estilo: el microcuento de menos de una página). La máquina de languidecer es tu último libro publicado, pero no el último escrito. Redactado entre "Los demonios del lugar" y "Astrolabio", da con ellos la medida perfecta de una especie de trilogía. Creo que "La máquina de languidecer" es una síntesis entre el fantástico expansivo y total de "Los demonios del lugar" y el planteamiento poético, concentradísimo, de "Astrolabio". 


No se me había ocurrido, pero es bien curioso eso que dices. Si analizo un poco tu planteamiento veo que tienes razón, parecen tres ramas jóvenes del mismo tronco viejo, retorcido y disparatado: los relatos más largos, densos y oscuros de Los demonios del lugar; los relatos más breves, poéticos y abocetados de Astrolabio; y los relatos brevísimos, más lúdicos y concluyentes deLa máquina de languidecer. Desde ahora mismo podríamos bautizarla en tu honor como “trilogía involuntaria”. Aunque supongo que es inevitable que los tres libros tengan cierto aire de familia -ese sustrato común de lo breve y lo fantástico, de lo bello y lo desasosegante, el mismo entusiasmo creativo- más allá de de la variedad de extensiones, temas, registros y texturas, variedad que juzgo siempre enriquecedora y que tanto me gusta en un volumen, como me gusta un surtido de pequeños bocaditos que zarandean el paladar constantemente. Y los cien microrrelatos de La máquina de languidecer (aprovecho para agradecer a Páginas de Espuma que haya roto el maleficio de treinta y un años sin conseguir publicar un libro en Madrid) son un ejemplo claro de esa diversidad. Respecto a la condición de bisagra de Cuentos de otro mundo, me parece una observación acertadísima: si bien uno de los tres grupos de relatos que lo componen -Cuentos alrededor de una mesita de té en el vientre de una ballena- es de comienzos de los ochenta, los otros dos -Mundo murciélago y Nuevos cuentos del Folio Club- los escribí justo en la mitad cronológica de mi precaria vida creativa, a mitad de los noventa, y también yo he considerado siempre ese libro un valioso eje de la rueda de mi parsimoniosa carretilla. No puedo sino felicitarte por tu perspicacia y reconocer el vigoroso interés con que has leído mis relatillos. 



11. El relato "Macao", en "Cuentos de otro mundo", nos sirve para hablar de los títulos. Suele ocurrir en muchos de tus relatos. El título no tiene nada que ver con el contenido del cuento, pero es muy sugerente. Esto hace que el título le da al texto una apariencia irónica, o funciona como coda fantástica, o permite una segunda lectura. 


Me temo que no comparto tu impresión de divorcio total: yo sí veo manifiestamente la relación entre el título y el contenido; pero comprendo que a veces el hilo es tan fino que resulta difícil de enhebrar, y que a veces mi ineptitud es tan gruesa que resulta fácil tropezar en ella (unos pocos ejemplos del primer caso serían El vuelo del pájaro elefante, Plantas herbívoras, Las espuelas y la carne, El lamento del dinosaurio, La piel en el rompiente, Lucernario, Franz y los ornitorrincos o La aurora de Zürn; y del segundo El paso de la garra del año, Coreografías del guardagujas alegre, El pez que no había oído hablar del agua, o El regreso de los sampanes al puerto). Los títulos me parecen una segunda oportunidad de oro, un modo maravilloso de condensar aún más la historia, un elemento tan fundamental como el principio y el final, si no más -sobre todo en los relatos de extrema brevedad, que tienen un flujo y un reflujo muy rápidos-, pues establecen una relación de privilegio con el mundo imaginado, abren lo narrado a todo tipo de interpretaciones, además de dirigir y complementar el sentido de esos microcosmos vertiginosos, formados sólo por unas pocas palabras calibradas al milímetro. Al no concebir los relatos como un mero embrión, sino como una existencia completa y autónoma que necesita ser reconocida por su propio nombre, prefiero que el título luzca hermoso, sugerente como apuntas, que sea un título fecundador, epifánico por decirlo de algún modo, más que ir de la mano de lo que se cuenta, repitiendo obedientemente el contenido. Hace ya muchos años que sueño, a medida que apuntaba títulos y más títulos, con escribir un libro compuesto únicamente por ellos. Quería encapsular en una línea o en una palabra, sin necesidad de un desarrollo posterior de la historia, algo misterioso, esencializado, como un vial transparente, como un bebedizo a través del cual brillara una luz especial, cálida o inquietante, pero siempre mágica. Hace ya muchos años que pienso en los poetas chinos, de los que se dice que eran capaces de revelarte todo entre el título y el primer verso. 



12. Una curiosidad, Ángel. ¿Qué tipo cuentos has contado a tus dos hijos cuando eran pequeños? 


Me hubiera encantado contárselos en lugar de leérselos, pero no tengo buena memoria y no sé improvisar peripecias sobre la marcha. En un primer momento les leí los típicos clásicos adaptados -Grimm y Andersen sobre todo, aunque les gustaba especialmente El gigante egoísta de Wilde- y otros de lo más convencional, esas antologías que cada noche salvan la vida a los padres perezosos, ocupados o de exigua biblioteca, 365 cuentos, Cuentos de las buenas noches, Cuentos para soñar, etc. Más tarde fui leyéndoles capítulos de Pinocho, Tom Sawyer, Las aventuras de Los Cinco, La leyenda de Sleepy Hollow o de dos libros que -misteriosamente- regresaron conmigo cuando volví de La Salle, La isla de coral, de R. M. Ballantyne, y En torno al fuego en las noches de África. Sólo una vez en mi vida inventé un cuento y lo conté sin que mediara libro alguno: la primera noche que acompañé a mi hijo en el hospital tras una delicada operación. Nunca había sentido tan vívidamente el sortilegio oral de los cuentos, nunca una torpe narración me había surgido desde tan hondo y de una manera tan sincera y espontánea, casi como si se tratara de una oración al mismo tiempo alegre y desesperada. Mis dos hijos siguen teniendo ahora mucha imaginación y les siguen fascinando las historias pero, con gran pesar para mí, no necesariamente de papel. 



13. Destácanos algunos libros de relatos de este comienzo de milenio que te parezcan sobresalientes. 


No leo tantas novedades como quisiera. A pesar de mis considerables lagunas, tengo la impresión de que en estos años se han publicado numerosos libros de relatos de gran calidad, con piezas excelentes en muchos de ellos; pero, ateniéndome a mi limitado gusto personal -fatalmente viciado por lo fantástico-, me siento muy cercano a un autor como Manuel Moyano, a su cultivo de un fantástico terso, preciso y versátil, sobre todo en los libros El amigo de Kafka y El oro celeste. También me interesaron enormemente -y me ciño sólo al castellano-, Fría Hortensia y otros cuentos, de X. L. Méndez Ferrín (aunque se publicó en 1999); Arcano trece, de Pilar Pedraza; Las extrañas veladas, de E. Padrós de Palacios;Las interioridades Los arácnidos, de Félix J. Palma; Muertos S.A., de L. García Jambrina; La noche de Cagliostro, de J. María Latorre; 88 Mill Lane, de J. Jacinto Muñoz Rengel; Horrores cotidianos, de David Roas; Baúl de prodigios, de Miguel Ángel Zapata; El perfume del cardamomo, de Andrés Ibáñez; El momento del unicornio, de Norberto Luis Romero y, para no ser demasiado exhaustivo, libros de J. Pedro Aparicio, Óscar Sipán, Ignacio Ferrando, Miguel Ángel Muñoz, entre otros muchos. Naturalmente, me vienen además a la cabeza los cuentos reunidos, completos o recuperados de José María Merino, Cristina Fernández Cubas, Ana María Shua, Cristina Peri Rossi o Silvina Ocampo, y las reediciones de Buzzati o de Maupassant. Destacaría, para terminar, la espléndida prosa de Rafael Sánchez Ferlosio en El geco, de Óscar Esquivias enLa marca de Creta y de Pablo Andrés Escapa en sus libros de relatos. 



14. Si hubiera que definir tus cuentos con una palabra sería imposible. Pero entre las posibles candidatas estaría “fatalidad”. Incluso el título de tu libro, “La máquina de languidecer”, resume esa concepción del mundo que ve el cuerpo como una máquina imperfecta que apenas nace se dispone a la extinción. 


Estoy de acuerdo. Hacer posible lo imposible es para mí una necesidad vital. Entiendo que crear mundos paralelos, alternativos o inesperados, cuestionar la trivialidad de lo ordinario, decir lo indecible en lugar de repetir lo establecido, arrancarse de la empobrecedora rutina del aquí y ahora, son formas de sobreponerse a las derrotas y al dolor de la vida (otra cosa es que lo consiga o, si lo consigo, que no desafine). Supongo, igualmente, que lo descabellado es algo muy querido por los que somos de viva imaginación y que los que tenemos una vida anodina necesitamos historias extremas o inusuales, ¿no crees?. Como comprenderás, no tengo más remedio que suscribir las palabras de Wallace Stevens (“el mundo imaginado es el bien definitivo”) y añadir que los sueños se corrompen al contacto con la realidad; por eso mis relatos parten de una obsesiva búsqueda de lo fuera de lo común y se convierten -al menos para mí, que durante décadas fui casi su único lector- en pequeñas dosis de un antídoto que me permite sobrevivir al veneno de la realidad. De hecho, escojo personajes soñadores a los que la realidad tira por tierra, seres vulnerables, perplejos por el acoso de la desgracia o la muerte, seres melancólicos asombrados ante lo fugaz del tiempo... Creo que siempre me ha obsesionado la extravagancia que supone lo efímero de la vida: no puedo dejar de ver un esqueleto debajo de nuestra piel, ni mirar a un niño sin imaginarlo viejo. 

Mi fatalismo será otro defecto de nacimiento, pero no ayuda mucho ver lo que sucede ahí fuera, saber que el Universo es una transición hacia la nada, que -como en el título de la novela de Eduardo Mallea- todo verdor desaparecerá, que las estrellas y por descontado la raza humana con la débil luz de sus logros, se apagarán en un vacío glacial (me temo, Miguel Ángel, que la entrevista se está poniendo bastante divertida por momentos)... También tengo la sospecha de ser una especie de romántico rezagado, puede que mi sombría interpretación de la realidad -y el antinaturalismo de mis relatos, que no es más que una mutación de ésta- provenga de mi inclinación por el movimiento romántico (pujanza de la imaginación, sensaciones intensas, anhelo de lo lejano, individualismo feroz, complacencia por lo raro y lo siniestro); como te decía antes, a veces me da la impresión de que mis piezas, en determinados casos, más que relatos son como visiones y alegorías que pueden recordar de lejos, por ejemplo, el simbolismo macabro de Kubin o la atmósfera misteriosa de Friedrich. Aunque se me ocurre que incluso mis textos más oscuros, o los que giran alrededor de la muerte, no hacen sino transmitir por efecto rebote un brioso apego a la vida (como puedes comprobar, tengo ideas peculiares sobre el optimismo)... Tal vez no nos quede más que usar las palabras con precisión y belleza mientras nos dirigimos, al menos con dignidad, a esa extinción de tu pregunta. 



15. Una parte de tus cuentos son bestiarios en los que los animales tienen voz, discurso, y muchas veces sólo al final se revela su naturaleza animal, y confrontan al hombre con sus propias miserias. Es una relación sutil entre animales y humanos: de mutua dependencia, e incomprensión, de intromisión mutua, de intercambio de personalidades o identidades. Háblanos de ese fantástico zoológico literario. 


No es más que un tema característico de la literatura fantástica; eso sí, el paso de la humanidad a la animalidad y viceversa -y sus estados equívocos- es de los más estimulantes junto con los juegos temporales y el deslizamiento y confusión de planos distintos. Aunque supongo que también será una consecuencia de mi afán por contemplar la realidad desde otras perspectivas, por borrar la tenue silueta de la identidad entre las especies, por agotar las posibilidades narrativas. Creo que a estas alturas debo haberme encarnado ya en un buen número de animales, cada uno con su propia visión de la vida expresada en un castellano estólido o afrentoso, según la ocasión, desde dinosaurios (Contado mientras la vida se arrastra entre húmedos telúricos preciosos bosque de helechos en el atardecer del Holoceno) hasta una pulga (Merodeadora), pasando por cocodrilo (Samsara), camaleón (El pisapapeles), cucaracha (Edén Exprés), toro (Ojos de animal de bajo tierra), tigre (El demonio de Bengala), burro bíblico (Caída de cuerpos siderales), tiburones (Naufragio), zorro (Almohada de hierba dulce), abejas (Las barbas del cielo) o perros (un perro que habla en Bárbaro solo, un hombre que se cree convertido en perro en El perro verde, o un perro que contiene el espíritu y los recuerdos del hermano del protagonista en Lamedores de cielo, relato de los pocos medianamente conseguidos). Además recuerdo animalizaciones literales en Parte meteorológico (revisión del mito del Arca de Noé) o en Árboles al pie de la cama, e incluso numerosas transformaciones en objetos inanimados. Es normal que mis obsesiones condicionen mi acercamiento a los temas: como intento entender la maquinaria de los seres y de las cosas y no estoy obligado a obedecer lo posible, disfruto cruzando puentes que conducen a otros estados de la materia, viva o inerte, ya que por algo se han tomado la molestia de existir. Según Chesterton, hay dos movimientos hacia lo imaginativo, hacia lo fantástico, uno centrípeto y otro centrífugo: una espiral marcha hacia adentro, hacia los secretos sueños del hombre, y otra hacia los poderes o verdades que están más allá de su alcance. Yo creo que la relación con otras especies -tanto animales como vegetales y minerales- participa de los dos movimientos. Mi amigo José Antonio López Nevot, tras leer uno de mis librillos, me comentó que le parecía la visión especular de un mundo oscuro, subterráneo, un reflejo invertido de la realidad. Y tenía razón. Todo sea por metamorfosear la deforme oruga de la realidad en una mariposa, puede que también turbadora, pero leve, estilizada y con los colores bien delineados. 


16. He tenido la oportunidad de ver el manuscrito –utilizas el ordenador sólo en versiones definitivas- del relato que preparas en estos momentos y es un galimatías de correcciones, anotaciones y acotaciones, subrayados, tachones y aclaraciones. Conrad decía que nunca había que escribir una frase hasta estar absolutamente seguro de la anterior. ¿Qué valor tiene para ti la corrección? 


Más que un valor, la corrección es una tortura propiciada por mi torpeza y lentitud mentales. Es como la maldición del cirujano al que le tiembla demasiado el pulso, del orfebre de ojos cansados por lo minucioso de su artesanía: las palabras se quedan revoloteando en el aire sin acabar de posarse, igual que los proyectos de juventud, como mosquitos que esperan ante un muro umbrío la improbable llegada del sol y su inflamación. Después de tantos años, miro hacia atrás y es como si viera a un enfermo de Alzheimer que ha tenido el valor de luchar por encontrar la palabra adecuada y que, arduamente, a pesar de todo, ha conseguido escribir cuatrocientos relatos en los que -de manera comprensible- son más numerosos los fracasos que los aciertos. Eso por una parte, por otra debo añadir el incoveniente de mi sed de perfección, mi gusto por repujar las palabras, por someter los relatos a una depuración casi alquímica para purificarlos -suponiendo que pueda decir tales palabras y mantener cierto grado de compostura-. Esta condensación, sumada a la intensidad y al chisporroteo de inquietud, es para mí una pulsión irrefrenable: al resultado de los débiles intentos que hago por escribir algo decente no me importaría llamarlo cuentos medulares. Así que, tras encomendarme a San Flaubert como el maldito purista que soy y repetir los tres mantras sagrados (“El cuento es un género que sólo se puede hacer por amor”, Vargas Llosa; “Un nudo bien hecho no necesita mucha cuerda”, Lao-Tsé; y “Hay escritores capaces de expresar en veinte páginas aquello para lo que yo a veces incluso necesito dos líneas”, Karl Kraus), me dispongo a trabajar con tesón cada frase hasta que traslade alguna felicidad al lector, a emprender una paciente conquista sin importar el tiempo, sin miedo a las palabras con peso específico, sin miedo a extraer música de ellas. No sabría decir si lo consigo, pero el intento merece la pena. 



17. Tus cuentos están llenos de muñones, desmembramientos, tajos, tumbas, hachas, y sin embargo quien te conozca encontrará a una persona reflexiva, modesta, tranquila, muy alejada de la imagen que sus cuentos pueden transmitir. ¿La forja de un estilo es sólo un fruto literario, en el que la biografía, el carácter del hombre tiene poco que decir? 


Digamos que quizá te has escorado un poco hacia algunos elementos más tenebrosos, porque en mis relatos recuerdo incluso cerezos en flor, amantes apasionados, islas y lagunas luminosas, bosques y valles evocadores, misteriosos libros y coleccionistas de bastones, reyes y cosmógrafos, ermitaños y viajeros, sirenas y gigantes, relojes y subastas, la miel de los nacimientos y el acíbar de los sueños incumplidos -deploro mostrarme tan rústico en esta frase-, padres abnegados que cargan con sus hijos a la espalda para protegerlos del rayo, acertijos metafísicos, numerosos animales -como hemos visto antes- y nubes, muchas nubes. No puedo hablar por los demás, pero al menos en mi caso considero que la mirada es anterior a la escritura, la impregna inevitablemente, lo que no significa que uno sea un asesino en serie tímido, pesimista, de vida retraída y que no soporta demasiada realidad. Proust decía que el verdadero descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en poseer nuevos ojos y Heisenberg sostenía que el observador puede modificar lo que observa: supongo que todos sublimamos de algún modo esa realidad en la experiencia artística, con nuestras obsesiones, contradicciones y miedos más íntimos. En una de sus cartas, Katherine Mansfield escribió algo así como que el artista debe observar atentamente la vida y esforzarse en expresar su visión, dejando todo lo demás a un lado. Siempre digo -bueno, siempre parece excesivo, ya que sólo es la segunda vez que lo hago- que me gusta pensar en mis relatos como el fruto de mi extraña mirada sobre un mundo extraño. Cuando a un personaje -creo que de Chesterton- le preguntan si es un demonio, responde: “Soy un hombre. Y por tanto tengo dentro de mí todos los demonios”. Uno no puede sustraerse a lo que es, ya sea una personalidad terrible o encantadora, monolítica o de pululación de identidades. A propósito de esto y ahora que nadie nos oye: me temo que la mía es más bien a lo Jekyll y Hyde, con dos vidas bien separadas, una real y disminuida, como en dolorosa sordina (en la que uno sufre por el desangramiento de tiempo en el trabajo, por la inenarrable crueldad y vulgaridad del mundo o por el trato no deseado con los demás), y otra imaginaria y agigantada (en la que uno vive feliz en apartamiento voluntario, abrevando en el grato e infinito arroyo de las creaciones artísticas). Por desgracia, la vida real reclama cada vez más atención y ya no puedo vivir en las nubes tanto como quisiera; sin embargo, a veces la relación de ambas, esa dualidad entre la pluma y la espada que Mishima sintetizó hasta sus últimas consecuencias, se vuelve más aglutinada y espasmódica, menos estanca, como me ocurrió durante la escritura de Los demonios del lugar. Aunque sinceramente, llegados a este punto, no puedo evitar decantarme por el estilo, por el fruto literario de tu pregunta, en la consideración de que lo que tiene que interesar al lector es la obra y no la biografía del autor. 



18. Háblanos de algún relato que en un momento de tu vida te perturbara o impresionara por algún motivo especial, con el que vivieras una de esas epifanías que tanto nos gustan a los escritores. 


Después de la maravilla de esos textos iniciáticos en los libros escolares, de los que te hablaba antes, recuerdo con toda claridad el impacto que recibí en 1978 con el célebre Sola y su alma, de Thomas Bailey Aldrich. Aquellos golpes a la puerta de la única persona viva en un mundo vacío, aquella revelación, aquel vuelco imposible, fueron un aldabonazo que aún hoy resuena en mi interior y también un pistoletazo de salida. De hecho, tras cinco años componiendo poemas de estirpe surrealista, el primer relato que escribí no era más que una variación brevísima de esas célebres líneas. Luego -supongo que como a todos- centenares de relatos marcaron a fuego mi memoria, la mayoría en la adolescencia y juventud, algo lógico cuando se tiene la mirada limpia y la literatura es una fuente de placer, de asombro, de terror. Me resulta muy difícil elegir sólo unos pocos: Un descenso al Maesltröm (Poe), El diablo en la botella (Stevenson), El grabado (M. R. James), La mujer del boticario (Chéjov), Sobre el agua (Maupassant), La pata de mono (W. W. Jacobs), El rey de la máscara de oro (Schwob), El caso del difunto míster Elvesham (Wells), La litera de arriba (F. M. Crawford), Enoch Soames (Beerbohm), El almohadón de plumas (Quiroga), Suena el toque de queda (S. Vincent Benét), En la colonia penitenciaria (Kafka),La visita al museo (Nabokov), Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (Borges), El calamar opta por su tinta (Bioy Casares), El mar de las cucarachas (Landolfi), Siete plantas (Buzatti), Las hormigas (Vian), La noche boca arriba (Cortázar), Las sandías (García Pavón), El ruido de un trueno (Bradbury), El guardagujas (Arreola), La caída (Piñera), los microrrelatos de Las células del terror en Las noches lúgubres (A. Sastre), Arena (F. Brown), ¿Quiere usted rabiar conmigo? (G. Suárez), etc. Pero, aunque no sea estrictamente un relato, pocos textos me han estremecido tanto como la Carta de David D'Angers a Sainte-Beuve, donde le narra el solitario y tétrico final del pobre Aloysius Bertrand. 



19. El placer huele a cúrcuma y a ciruelas pútridas y a agua de cocer bueyes de mar. Las uñas caen delicadamente, como cascabullos de bellotas. Las telas son amarillo nankín, los zócalos son gris ratón y el ombligo es la escarapela del origen. Son ejemplos tomados de tus cuentos en los que se aprecia la importancia que tiene para ti el mundo sensorial. ¿Todo es imaginable, descriptible? 


Diría que sí -en la medida que es posible encerrar el mar en una botellita- y al ser la mía una literatura de imaginación, lo intento sin descanso. Según Pla, los latinos tenemos un punto de vista muy prosaico, estrecho y agotado, pobre de imaginación y falto de fantasía, en contraposición a los pueblos del norte (yo soy una curiosa mezcla de celta y nazarí: déjame disfrutar con la ilusión de una ínfima ventaja). Desde mi punto de vista, además de reproducir la existencia doméstica, imperfecta y con frecuencia repulsiva, me parece aún más imperioso y fructífero que la literatura preste contenido a la realidad, buscando otras formas en que pueda manifestarse, rebasándola, creando un halo de belleza a partir de ella o soñando otros mundos; me parece esencial que traiga a nuestra realidad lo inaudito, como un caballo de Troya hermoso e inquietante, preñado de elementos transgresores. Sin duda, en el fantástico todo puede ser evocado ya que su territorio parece el más vasto, pues incluye lo supuestamente real, su reflejo, la materia imposible de percibir por nuestros sentidos, lo probable, lo imaginado, lo soñado, las zonas envueltas en sombras -donde hasta el propio yo se convierte en un lugar extraño-, e incluso la urdimbre de vidas paralelas que siguen su curso a partir de las decisiones que, en cada momento, todos descartamos. 

Volviendo al otro punto de tu pregunta, los grandes maestros, con sus sutiles procedimientos de forma, ritmo y color, han demostrado que todo es descriptible; y que, cuando se combinan de manera única, las palabras resplandecen y se obtiene el milagro. Hay quien opina que los detalles siempre se agradecen (Nabokov) y quien piensa que una historia debe contarse sin entrar en detalles para que no termine muerta (Blagden). Yo veo que un discreto espolvoreo de detalles, en las cantidades necesarias, da sabor al texto; aun reconociendo que el sabor de lo escrito no es sólo producto del estilo, sino también de los matices de la percepción y la emoción. A alguien más o menos alfabetizado como un servidor siempre le ha emocionado el “misticismo estético” de Flaubert, ese aliento, esa esencia sagrada, esa armonía absoluta entre la idea y la expresión, y el sacrificio que lleva aparejado. Ojalá tuviera el estilo simple y directo de Simenon, pero no puedo evitar que me fascine la embriaguez verbal (la que procuran Cunqueiro, Nabokov, Aldecoa, Schwob, Dieste, Schulz, Pla, Kawabata, Saki, Chandler, García Pavón y otros muchos autores de lenguaje suculento), aunque a la hora de escribir me contento con levantar mis relatos lo más airosamente posible y presentarlos -mucho me temo que con un minimalismo un tanto barroco- como uno de esos pequeños dioramas en tres dimensiones, misteriosas e intensas escenas de refinada iluminación, o como una de esas fascinantes cajas de Joseph Cornell que semejan gabinetes de maravillas. 



20. Y para acabar, ¿puedes indicarnos algún escritor actual (de novela o relatos, español o extranjero) que a tu juicio esté infravalorado y otro que, también a tu libre juicio, esté sobrevalorado? 


Más allá de los muchos narradores talentosos que la suerte o la censura comercial se empeñan en desalentar, impidiendo que broten con naturalidad (“El talento se arrastra y muere / si alas de oro no tiene” afirman los versos de Gilbert), hay una serie de autores interesantísimos, con un mundo propio, a los que guardo un gran cariño desde los años 70 y 80, y que por diversos motivos (producción escasa, originalidad e independencia insobornables, desentendimiento mercantil o muerte temprana) no han tenido el reconocimiento que merecen o son directamente desconocidos: Antonio Fernández Molina, iconoclasta, vanguardista, maestro de la libertad imaginativa; Francisco Ferrer Lerín, cuyos extraños e hipnóticos textos incluidos en su libro de poemas La hora oval (1971) fueron imprescindibles para ahormar mis relatos y educar mi mirada en la rareza; Manuel Pacheco, poeta autodidacta y autor de las revulsivas prosas d eDiario del otro loco; Raúl Ruiz, escritor polifacético muerto a los 39 años y autor del delicioso libro de relatos El alfabeto de la luna, publicado póstumamente; o Alberto Escudero, que llevó la ironía y la frescura experimental a cotas muy altas en La piedra Simpson Un error de bulto. Infravalorados de manera sangrante -aunque uno no pueda entender por qué- me parecen otros autores extraordinarios algo más conocidos: Álvaro Cunqueiro, Joan Perucho, Carlos Edmundo de Ory, Medardo Fraile, Pere Calders, Fernando Quiñones, Juan Eduardo Zúñiga, Javier Tomeo o Gonzalo Suárez. Y si enfoco a Granada, merecerían una mayor atención escritores excelentes como Antonio Dafos, autor de Teatro de hielo, textos de una enorme finura intelectual y filosófica; Miguel Arnas, autor de las profundas prosas poéticas de El árbol y de las exquisitas y vibrantes novelas Bajo la encina y Buscar o no buscar; Fernando de Villena y Gregorio Morales, creadores totales; José Antonio López Nevot y sus elegantes incursiones históricas en Templario y otros relatos; Miguel Ángel Moleón Viana, campeón de la literatura infantil y juvenil en El rey Arturo cabalga de nuevo, más o menos y socarrón buceador de mundos legendarios en Cuadernos secretos de Washington Irving; Nicolás Palma, poeta genuino que celebra la naturaleza en los versos esenciales de El alma de las cosas o Granos de luz; José María Pérez Zúñiga, autor de libros reflexivos y rigurosos como Rompecabezas Lo que tú piensas; Jesús Ortega, verdadero conocedor del hecho literario y autor del agridulce libro de relatos El clavo en la pared; Carlos Almira, escritor torrencial que está logrando una larga serie de magnéticos relatos así como novelas monumentales y perfectas como Issa Nobunaga, etc. 

Respecto a los sobrevalorados, estoy convencido de que cualquier esfuerzo literario -sea cual sea- es digno de respeto. Sin embargo, aunque lo intente con el mayor entusiasmo, no consigo sentir excesivo interés por los autores de best sellers y de libros de temporada, por los que no han ofrecido lo mejor de sí mismo o no buscan la belleza y precisión del lenguaje, por las obras pedestres que no cuestionan la realidad o que son esfinges sin secreto. 



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