He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

lunes, 22 de diciembre de 2025

Reseña de "Poética del ermitaño", de Miguel A. Zapata, en MoonMagazine

Comparto mi reseña de esta extraordinaria nueva obra de Miguel A. Zapata, “Poética del ermitaño”, cobijada en la revista MoonMagazine, la revista lúdico-cultural de los lunáticos:



UNA EXTRAÑA FORMA DE INOCENCIA

Tras cinco libros de relatos y microrrelatos y su trilogía novelesca del “Ciclo de la degradación” sobre los iconos, los espacios vitales, la moral y la libertad del individuo, Miguel A. Zapata acaba de publicar “Poética del ermitaño” (Ed. Baile del Sol), primera entrega de su proyecto narrativo “Galería de insulares”. Esta espléndida nueva obra, con un sesgo más confesional y en la que el autor granadino (que desde hace muchos años desarrolla su labor literaria y docente en Madrid) aparece sublimado sutilmente en su personaje, habla de la soledad elegida como una forma de persistencia entre los despojos, de la distancia entre uno y los otros, de esa zona lábil, delicada, emocionalmente difícil de la interrelaciones humanas. Novela de personaje, “Poética del ermitaño” sustituye el arco narrativo convencional por uno dramático que contempla la evolución del protagonista en su entorno, y realiza calas -como en “una apnea vigilante”- en el ideario y la existencia de Don, ermitaño ambiguo y huidizo que ha hecho su hogar en una ermita abandonada al borde de un acantilado, un misántropo ascético y disfuncional, una oveja descarriada con un pasado familiar lamentable. “Don es una metáfora. Y una singularidad”. “Don arriba y el mundo abajo”. Don calla y otorga, Don barbado cordero místico, recolector de flores y baratijas, dandi monje, mesías descreído e hipocondríaco. Don, chaval de terruño, vino peleón, pez fuera del agua, Caronte aficionado. “Un hombre solitario debe ser precavido ante la iniquidad del mundo”.

Con la única compañía ocasional de la niña loca, del futbolista poeta Maxi o del niño fantasma, un mártir decapitado, Don -que había sobrevivido como pudo a la galerna de su vida- conversa con ectoplasmas del pasado, cultiva un huerto para su puestecito de remedios medicinales, siente pena por el Cristo en su cruz sobre el muro, hace inventario del “carrusel de agravios” y “de lo que apenas existe”, se aplica a la liturgia artesanal de la madera sobre una talla femenina, sueña con una reparación universal. “Los designios de un ermitaño son inescrutables”. Don, señor de la ermita, sin compromisos sociales, contradictorio, entre santo y simplón, esteta y vulgar, rodeado de bestezuelas, bestia instintiva él mismo, capaz de asar un gato en una parrilla oxidada y comérselo con esa hambre feroz que arrebata la dignidad. “Llegar hasta aquí debe considerarse una especie de logro”, según la lápida de un cementerio escocés. Don, que se limita a escrutar, a oler, a mirar sin interés el horizonte; que subió hasta la ermita del acantilado para estar solo, para frecuentar como mucho “la rara camaradería de los afines”, percibe con horror que efectivamente está solo; que más que habitar una solitud, una soledad voluntaria, ha muerto quizá antes de tiempo; que más que llevar una vida larvada de crisálida, se encuentra en un sarcófago a la intemperie, apresado por los largos cabos que nos atan al prójimo, que nos encadenan a sus miserias, anhelos o crueldades. “Para volar hay que olvidarse de volar”, decía el protagonista de “Vida de ermitaño”, aquella novela de Mario Pérez Antolín con la que “Poética del ermitaño” guarda ciertos vínculos dada la temática: en su decisión de apartarse de lo omnipresente, en su complicidad con el lector, en sus experiencias grotescas, oníricas e insospechadas, en su transversalidad.

Miguel A. Zapata vuelve a arriesgar literariamente. Compone esta “biografía lírica de un personaje fronterizo” con una estética a la vez excéntrica y concéntrica, donde va alternando el discurso mental, la alegoría, los recuerdos, el idealismo profético, o incluso el prodigio, con un descenso extremadamente físico a los escombros, al deseo, al hambre, a la violencia. El lector encontrará, además de una prosa rica en matices, esas oraciones sincopadas marca de la casa, y -aunque en menor medida que en otros libros- también esa sintaxis creativa suya, descoyuntada en ocasiones. Personalmente, a uno le ha parecido escuchar gratos y logrados ecos expresivos del Aldecoa de “Gran Sol” en las escenas de los pescadores, y aspirar tenues aromas entre marítimos y fantásticos a “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester (la nevada sólo sobre la ermita y el “Brebaje de Sueños” peligrosos y purgadores). Uno ha creído percibir asimismo reflexiones e imágenes que evocan la soledad montaraz del Zaratustra de Nietzsche o la intensidad percutante y escatológica de Céline.

Este libro es una ofrenda cambiante y descarnada, una Poética duramente poética sobre la condición humana, “un aguacero en las tripas”, una introspección radical, la búsqueda de redención por parte de un zapato extraviado y sin pareja, por parte de unos solitarios poseedores de “una extraña forma de inocencia”, por parte de una “tripulación de naufragios, de existencias cosidas a retales”. Y entonces no queda sino subir a este barco que ha botado el autor -con la maestría y la osadía habituales e irreductibles- al pie del acantilado, junto a un pequeño pueblo costero, entre escalofríos, calvarios, insectos, abalorios y bachatas; no queda sino acompañar la vida psíquica del ermitaño y la tangible de la comunidad, y sentir el vértigo de proa a popa, y ahogarse de melancolía, de verdadera soledad -la metafísica-, y encender un pitillo de matalahúva.

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