En su blog Mar de nubes, el escritor José Luis Gärtner acaba de publicar una entrada emocionada y emocionante sobre los perros, lo que me ha llevado al recuerdo de un conmovedor relato de Ángel Olgoso, "Lamedores de cielo".
LAMEDORES DE CIELO
Cuando estacioné y bajé del coche, el perro estaba allí, en la zona sombreada de una esquina del café, echado sobre la acera, mirándome. Dejé de saborear el cigarrillo. De pronto me di cuenta que estaba cambiando una mirada apreciadora, de una vívida afinidad, con un perro desconocido. Según observaba con más detalle al viejo animal, sentí un peso oprimiéndome la nuca. El despiadado estrépito de la ciudad, todos los sépticos ruidos de la vida, se desvanecieron. Creí apreciar huellas en su forma de ladear la cabeza, en la mansedumbre de sus ojos azulencos, en esa aura de reyezuelo indolente que el tiempo ha desamparado. Intuí otras formas bajo su tostado pelaje, otras facciones bajo su hocico y los pliegues de su testuz. Sopesé indefinidas reminiscencias, sombras en movimiento, reveladores vestigios. Un nexo de acción puramente refleja y de dolorosa nostalgia por todo aquello que falta. El perro olfateó desperezado. Y mientras sus ojos avanzaban hacia un brillo más intenso, la angustia me iba empapando como ese aguacero que se encona a veces sobre nosotros. Había algo sólido ahí dentro, en su mirada, sus parpadeos de reconocimiento murmuraban frases que instintivamente yo podía entender, palabras mudas que me dirigió diez años atrás mi hermano mayor antes de huir para siempre de nuestro padre y de nuestras vidas. Había un melancólico sentimiento piadoso retrepado en el interior de aquel perro callejero. Sus orejas colgantes y melladas hablaban en apariencia de huroneos interminables, de luchas y gemidos, de gloriosas carreras, de tácticas de garduño, de hambres y heridas, de territorios rendidos y recobrados. En el reflejo de sus ojos vi de pronto a las nubes amontonarse sobre la línea de los tejados, merced al impulso de un viento apacible. Y entonces, con un gesto de lealtad hacia el niño que fuimos, acaricié su lomo. Recibí una oleada de evocaciones, de imágenes y pensamientos, una especie de confirmación de identidad, de estupor extremo, un calor reconfortante que estalló inmediatamente entre mis dedos dejando escapar los infinitos susurros de seres sin hogar, de seres desencarnados, como si expiaran la absoluta aflicción que nos provocó su pérdida. La brisa trajo el olor de fuegos lejanos, el aroma de distantes recuerdos, entre tristes y cómicos. Por un momento me pareció que aquel perro, que mi hermano desaparecido y atrapado en aquel perro, asentían lenta e imperceptiblemente con la cabeza. Creí haber comprendido. Y de mis ojos manaron lágrimas.
Este perro siempre volverá a tu lado con la cabeza gacha, los ojos melancólicos, y el rabo ondulante.
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