Un vibrante y terrorífico relato histórico en la revista mexicana La Peste (monográfico sobre el Carnaval), con ilustración exclusiva de Fred Stonehouse.
LINAJES
A trece días andados del mes de abril, mientras gemía nocturno el mistral y los torbellinos del aguacero se abatían contra los verdores de la Borgoña, una docena de personas que dieron en refugiarse en la capilla del monasterio de Saint-Maur habían arrastrado hasta el altar, para comerlo, a un caballo flaco lleno de mataduras, un penco del que ahora descarnaban los huesos sobre las losas de los sepulcros. Apiñados en el presbiterio alrededor de un fuego improvisado, rezaban el Miserere, bebían en los vasos sagrados, renegaban ebrios, danzaban como locos, fornicaban, se contaban historias para aventar la sombra agorera de la muerte. Por mor de eso que llaman epidemia, su gran mano había metido el mundo en un sudario de tiniebla, hedor y miedo. Los naturales del país, aunque porfiaban en marcar las puertas de sus casas con cruces de ceniza y óleo bendecido, caían por obra de fiebres y supuraciones entre los muros de adobe o piedra, se arrojaban sedientos sobre las fuentes, venían a tierra en mercados y claustros quedando rígidos, cecinados. Pero la cabalgata espectral de huérfanos y vagabundos, de enfermos y difuntos llegó a tal que los cuerpos se alzaban a media vara en las pinas callejuelas de los gremios: ya no se podía dar camposanto ni mal cubrir con cal viva los negros despojos, no doblaban más las lúgubres campanas y los carros atestados de muertos se abandonaban por doquier. Entretanto, al fondo de la capilla, el grupo desmigaba las últimas hebras de aquella triste carne de jamelgo. Como lechones apretados contra las doce mamas de una cerda, se arrimaban a la lumbre avivada con banquetas viejas y maderos de confesionario y rogaban al cielo que mantuviera en pie el tablado de su fortuna, lejos de las asechanzas de la rondadora muerte. Uno de ellos, que a diferencia de los sayos, calzas y delantales agujereados de los demás, gastaba paño negro con capucha y no soltaba un bordón con contera de hierro, parecía, por veces, peregrino o señor principal. Enteco y silencioso, habló de pronto con voz rugosa y tonante como salida de una barrica vacía: “Se dice que las epidemias sólo embisten a la pobreza, que son cosa del demonio y que éste respeta la vida de los poderosos. Podemos engañarlo haciéndole creer, de socapa, que cada uno de nosotros desciende de nobles familias, de soberanos de feudos, de abades mitrados, de ricos mercaderes, de augustos paladines que salieron a la guerra. Bastaría con escupir dentro de una iglesia y, a cierra ojos, pretenderse un pasado de abolengo bajo las torres de castillos o palacios, una cuna blasonada con bolsas de dineros y flores heráldicas. El demonio es litigante pero, si se le borran con astucia las lindes del origen, se confunde como un pájaro y toma lo vivo por lo pintado”. El viento soplaba a través del campanario y la lluvia atormentaba las tejas del monasterio. Aquel hombre, tras mirarlos interrogativamente, halló que una punta de esperanza se abría paso en los once y vino a ennoblecerlos uno por uno, repartiendo alcurnias como plomo en troquel: emparentó al herrero con el señor de Ventoux, a la hilandera con Leonor de Aquitania, al ladrón de puercos con el rey Carlos el Temerario, al cantero tuerto con micer Bertrand du Guesclin, al soldado sin hueste con el sebastocrátor Constantino, al pellejero con el duque de Chalon, al fraile con el cardenal de la Mothe; y así, por arte suasoria, como quien desgrana maíz, le fue dando memoria gallarda y pompa lisonjera al mendigo y al labriego, a la nodriza y al carbonero. Luego, todos se aprestaron a escupir en suelo sagrado y a figurarse con gran convencimiento el lustre y las regalías de su nueva condición, imaginándose librados de la mortaja. El gallo quebró el alba, ya de retirada el chaparrón, en el momento en que preguntaron al extraño por su estirpe elegida: “La de Sammael, príncipe infernal, amante de Lilith y de Eva, padre de Asmodeo y de Caín”, dijo grave descubriéndose la cabeza. Los demás sintieron un repeluzno que les cortó el aliento cuando vieron, al chisporroteo de la hoguera, que aquel réprobo tenía córneo el borde de las orejas.
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