Publico este relato oriental perteneciente a Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), que seguro refresca con su delicada luz selenita los días que quedan de agosto.
Como Ángel escribió a propósito de El elogio de la sombra de Tanizaki, "la belleza nipona no reside exclusivamente en la luz o en los elementos brillantes, y la sombra pierde ese matiz negativo que se le atribuye en Occidente. Es como si en la cultura japonesa velaran todo con una ligera penumbra para que no se pueda discernir el límite".
Lo he ilustrado con un viejo dibujo mío de 2006 que creo le viene como anillo al dedo.
M. Tapia
UN CUENCO DE MADERA DE CIPRÉS, CON AGUA, PARA RECOGER LA LUZ DE LA LUNA
Una muchacha pobre peinaba con esmero su largo cabello negro. Huérfana, sin parientes, vivía en un cuarto en el que apenas entraba el sol, pegado a la parte posterior de la miserable posada y privado de brasero de carbón. Allí, por las noches, para disipar su desesperación, le gustaba contemplar desde el ventanuco el agua estancada en un socavón de la tierra del patio, imaginar que en realidad el agua destellaba a la luz de la luna en un cuenco dispuesto con encanto entre la rocalla de un jardín misterioso, y que aquella imagen atravesaba su corazón como una brisa primaveral.
La joven, reducida a la extrema necesidad pero tan hermosa y de piel tan blanca como la resplandeciente albura de una gardenia, se pasaba las noches sin dormir, entumecida por el frío de la habitación. Muy temprano, con sus manos estropeadas de lavar a diario ropa para otros, se aseaba, doblaba la colchoneta muy gastada en un hatillo y tomaba un poco de té ya sin sabor. Se sentaba luego frente a un espejito agrietado para cepillar y acomodar el pelo con candoroso detenimiento antes de ir a visitar de nuevo, en la sede de la prefectura, a su prometido, un muchacho apocado, dulce, impulsivo, que aún no sabía hacer frente a las acechanzas de la vida e injustamente sentenciado a muerte. Le turbaba que la viera despeinada. El pelo arreglado era su vínculo con el vehemente deseo que la habitaba, el de casarse en fecha próxima y vivir junto a ese ser, al que pese a todo adoraba con devoción, hasta el fin de sus horas.
Desde principios de otoño y durante veinte días consecutivos, la muchacha, con una obstinación indestructible, había adoptado la decisión de cruzar toda la ciudad, de subir la larga avenida de piedra donde se levantaba la oficina del gobernador para exigirle la revisión de la arbitraria causa contra su novio, para apremiarlo a que firmara su indulto, para rogarle clemencia arrodillada.
Cada día andaba en vano dos horas a la ida y a la vuelta, cada día guardaba en vano una brizna de esperanza en sus ojos amustiados, cada día saludaba en vano con una reverencia a los oficiales de guardia que, para su continua desazón, nunca le dejaban ver a su enamorado. Ella era la única persona que, ocultando con delicadeza una dolorosa ansiedad, subía hasta la prefectura a pedir explicaciones o compasión, pues todos conocían los oscuros sentimientos que roían, como una rata, el corazón del gobernador. Además, cumpliendo órdenes, los oficiales confiscaban a la humilde joven las ciruelas en conserva o los pastelillos de arroz que le traía invariablemente a su prometido: ella no podía permitirse llevar la ropa apropiada, comprar un braserillo, unas modestas manoplas de fibra de salvado de arroz para calentar sus dedos ateridos, un paraguas de papel encerado, ungüento de camelia para un maquillaje que de todas formas las lágrimas desbaratarían de continuo, ni siquiera polvo para las pulgas; sin embargo, conservaba empecinadamente los dos yenes de paga para costearse el albergue y obtener algunos comestibles para su novio.
Cuando regresaba a la posada, frustrado una y otra vez el propósito, procuraba no reprocharse el infortunio de su vida, aunque sabía que intentar acceder a la aprobación del gobernador era como sacar maleza de los arrozales.
Cuando regresaba a la posada, la implacable expresión de dominio de quien podía salvar la vida de su prometido la horrorizaba tanto como le daba pena. Condicionado de tal modo su devenir, la hermosa muchacha sentía añoranza de un futuro de amantes, de pareja en su propia casa, de marido y mujer que se hablarían sin necesidad de palabras, que caminarían cada uno con una sandalia de madera del mismo par, para ser así uno solo.
Cuando regresaba a la modesta posada, la joven hallaba una manera de ahuyentar su amargura mirando con embeleso, completamente absorta, el agua detenida en ese hoyo abierto entre la tierra descuidada, en ese cuenco imaginario donde el brillo sobrenatural de la luna espejeaba y hacía crecer en el interior de la novia una intensa y refrescante sensación de confianza, de promesa, que agitaba su efecto con cada onda del agua.
Los días pasaban y, al cabo de veinte, la belleza de la muchacha se había ido destruyendo con cada nueva humillación del gobernador y cada nueva negativa de los oficiales de guardia. La calidad diáfana de su rostro estaba ahora desvaída, como un farol de piedra bajo la lluvia constante. Al día siguiente vencía el plazo y era de conocimiento público que, a media mañana, el gobernador firmaría la ejecución de su anhelado novio. La joven, agotada, cayó esa noche en un sueño muy profundo, como ya no recordaba, en el que se vio junto a su amado mojando los dedos en la límpida agua del cuenco que albergaba la luna, vestidos ambos para una alegre ceremonia nupcial. Se despertó, algo desorientada, más tarde que de costumbre, a pesar de que esperaba ese día como si su encogido corazón aguardara la orden de izar velas con un portentoso estallido del aire y todo el océano por delante, como si el color regresara por fin a sus mejillas en forma de ramo de corales.
Así pues, corrió a sentarse frente al espejito cuarteado. Exaltada por el tiempo que se cumplía, con la agitación de operar sobre los malos presentimientos y sobre el baluarte de su propia voluntad, repitiéndose sin cesar su único, firme y misericordioso deseo, la muchacha intentaba ordenar su larga cabellera negra, reluciente todavía como la laca. Pero tenía los dedos tan atenazados por la angustia y el frío y el pelo tan enredado que, al volver a pasarse por tercera vez el viejo y vulgar peine, una de las finas púas se partió. En ese mismo instante, en la sede de la prefectura, el gobernador desplomó su cabeza sobre el escritorio como si hubiera recibido un súbito tajo en el corazón, derramando el cubilete de tinta encima de la orden que ya nadie habría de firmar.
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