Los bucles temporales, los desajustes espaciales, las dimensiones alternativas, las enumeraciones de piezas de una realidad que los personajes no pueden controlar son puntos centrales en la obra de Ángel Olgoso, elementos por los que siempre ha sentido fascinación. Con ellos logra atraparnos, envolvernos en un universo donde es posible lo imposible, lo inefable, donde las fronteras se rompen para -a la vez que nos deslumbran- dejar un reguero de sensaciones y preguntas.
M. Tapia
EL PAPEL
Encuentro en mi portal un papel que alguien ha roto en varios trozos. Está escrito a mano con letra diminuta: parece la enumeración de algo, una lista o quizá instrucciones, se trata en cualquier caso de una serie ordenada de párrafos. No hay en el mundo otro corrosivo equiparable al de la curiosidad. Intento recomponer los pedazos pero no encajan de ninguna manera. De pronto, aunque es mediodía, cae la noche. Me asomo a la ventana y veo la luna. Tras unos instantes, sale de nuevo el sol de junio pero comienza a nevar. Regreso ante el papel y, alarmado por la contemplación de tales arbitrariedades, busco atropelladamente otras combinaciones. Ni los bordes ni las líneas se corresponden. Afuera, las aves chillan enloquecidas mientras abandonan el pueblo en bandadas, unos leones rugen al arrimo de la sacristía, todos compiten con el disonante aullido de la tramontana, sobrepujada a su vez por el canto de las arenas que trae el simún de algún desierto. Se suceden los eclipses y las lluvias de sapos. Temblando, sin respiración, muevo una y otra vez los fragmentos, me esfuerzo desesperadamente en unir cada filo serrado, cada arista, cada rebaba del papel, como si con ello pudiera remendar derroteros incomprensibles o, al menos, mi propia confusión. En vano doblo y aliso irregularidades para hacer coincidir los trozos. Un tren recorre las estrechas calles desprovistas de raíles. Las olas de un mar desconocido suben por el valle, por los caminos de herradura, por los huertos en terraza, hasta batir contra las casitas de este pueblo montañés, y las guijas de sus playas ruedan inclementes sobre nuestros tejados de pizarra y nuestros patinillos. Hace años que soy viudo y, sin embargo, reconozco a mi esposa en esa figura que camina hacia mí con una sonrisa de desconcierto.
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