En el veterano blog Devaneos (va camino de las mil reseñas), tuvieron el acierto de despedir el año recordando Los demonios del lugar. Ambos, blog y libro, han cumplido ya diez años. Aquel impresionante y sombrío libro de Ángel, una de sus obras cardinales, fue Libro del Año según las revistas La Clave y Literaturas.com, y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica. Resulta ilusionante confirmar que la potencia de su prosa y de sus fabulaciones desafía el paso del tiempo.
Completo la entrada con un collage de Ángel, el relato Los simunes del deseo (perteneciente a este recordado volumen), un audio del mismo leído por Roberto Martínez Mancebo, y una imagen de la presentación en 2007 de Los demonios del lugar, en el patio de la Casa de los Tiros, por Miguel Arnas y Miguel Ángel Moleón Viana.
Los demonios del lugar (Ángel Olgoso)
Poner el broche a un estupendo año de lecturas es despedir el 2017 leyendo a Ángel Olgoso. En Los demonios del lugar, publicado hace diez años, se reúnen 49 narraciones, algunas son microrrelatos, otras cuentos breves y otras relatos más extensos.
Todo los textos tienen algo en común y es la capacidad de sorprenderme, asombrarme y subyugarme con una prosa tan potente, un estilo tan portentoso y un léxico tan rico y oportuno que la lectura deviene continuo regocijo.
Los cuentos, de lo más variopinto (lo cual es otra de sus virtudes, pues es imposible acusar cansancio o reiteración en su lectura), están ambientados en distintas épocas y lugares, sin trasladarse al futuro, yendo más al pasado, mostrando toda clase de aberraciones, miedos, acechanzas, cuerpos deformes, situaciones alucinantes, escarceos metaliterarios como en La primera muerte de Kafka, los ocasos carnales de las guerras, misterios asombrosos, los destrozos de la pasión y el deseo y muchas sorpresas finales que dotan de sentido algunos cuentos casi en su último aliento, en sus últimas palabras y son su remate perfecto.
En distancias tan cortas como las que maneja Olgoso, la alquimia a lograr creo que es aunar fondo y forma, que la estilosa prosa se ponga al servicio de lo que se quiere contar, y creo que en este libro el resultado es sobresaliente.
LOS SIMUNES DEL DESEO
La mirada, como el aire, la sombra o la lluvia, es una criatura viva y vulnerable.
Sobre la acera de la amplia avenida empenachada con árboles todavía húmedos, reparas de pronto en esa hermosa mujer que camina hacia ti. Ensimismado y huraño, has olvidado cómo hacerlo, cómo buscar en cada rostro la belleza y la bondad, cómo ahogar la timidez, cómo apuñalar la reticencia al otro, cómo degollar el pánico al semejante, presagio hasta ahora de infinitos desasosiegos. Pero cuando también los ojos de ella capturan fugazmente tu imagen, tentáculos invisibles se precipitan y colisionan y enlazan los dos cuerpos en un incitante bisbiseo, como entrañas de embriones inimaginados, donde las serpentinas del deseo se enredan con flotantes jirones de complicidad, con hilazas de seducción que tironean de un lado a otro, con volátiles festones de esperanza, con trémulas esquirlas de fantasía y de conjeturas, con volutas de voces acariciadoras, de intuiciones que se adhieren ávidamente a la ropa y giran y convergen y se retuercen en torno a vuestros miembros con una profusión de chasquidos succionadores.
Te hallas en el exacto punto inicial, invasor e invadido, del cual no alcanzas a ver más que atisbos en las mareas arrastradas por la luna, en el viento que sopla en una habitación cerrada, en la maraña de órbitas elípticas que se entrecruzan en el vacío sin poder escapar a ciegos poderes gravitacionales. El vínculo ha sido establecido. Es imposible continuar la marcha impunemente. El azar ha desovado en ti y su semilla te ofrece reinos enteros de posibilidades. Posibilidades aterradoras que convocan para tu memoria ecos de perturbadores escenarios cotidianos, de ordinarios ritos familiares desprovistos de sentido, un fanal de rutina, una mezquina trama de acontecimientos imprevisibles, de crueldades y malentendidos. La mujer aún refleja su deificada hermosura en tus pupilas y, anticipándote a ti mismo de un modo espantoso, tampoco puedes evitar imaginarla vieja o sin tejido que recubra su esqueleto o descomponiéndose velozmente en el interior del féretro. Su cabello, ahora envuelto en llamas por un sol robustecido que se abre paso entre las nubes, no será con los años más que vellón de mazorca pegado a un frío cráneo más.
Mientras pasas con cautela al lado mismo del horror, rozando apenas su brazo en sentido contrario, de la vivaz y antojadiza madeja de devaneos no queda más que una estela difuminada, cenicienta, y en tu pecho una magulladura feroz, un dolor tan intenso e implacable como nunca antes has experimentado. Según te alejas fluctuando de la mujer de tu vida, crees oír un sonido restallante, como de elásticas amarras cortadas de un tajo, que piruetea entre los troncos de los plátanos y castaños de la avenida, fustigándolos, y ahuyenta a sus pájaros en bandadas.
Foto: Ángel Cabrera Fernández
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