He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 10 de junio de 2018

Prólogo de El acero y la seda


Os traigo el prólogo que Ángel Olgoso compuso para el libro de relatos El acero y la seda, de José Abad, excelente escritor granadino y también profesor en su Universidad, donde imparte entre otras la materia «Cine y sociedad en Italia». Entre sus novelas publicadas están Nunca apuestes con el diablo y Del infierno, y otro libro de relatos, King Kong y yo. En el campo del ensayo ha centrado su atención en la literatura y el cine, destacando Las cenizas de Maquiavelo, El vampiro en el espejo (sobre el que Ángel escribió un artículo para el diario Granada Hoy que colgaremos más adelante) y Mario Bava. El cine de las tinieblas.






José y Ángel en la presentación de Los líquenes del sueño




PRÓLOGO


Se dice que los japoneses de los siglos XVII y XVIII jugaban a contarse historias de fantasmas: al atardecer, reunidos en una habitación con cien velas encendidas, apagaban una vela por cada cuento. Y así, poco a poco, la atmósfera se iba oscureciendo al tiempo que crecía la tenebrosidad de las historias y la inquietud de los oyentes.




Estos cuatro deliciosos relatos de José Abad podrían haber formado parte cumplidamente de aquellas veladas. Cada uno es un poema misterioso, un cuadro vivo, una refinada pero sólida estampa de trágico colorido. Como él mismo escribió sobre el arte de contar en su Elogio de la ficción, José Abad sabe “destilar la esencia de las vivencias, elegir los personajes y las acciones más significativas, reconstruir verosímilmente el momento y el lugar, verse en esos hechos pretéritos y repetir los pasos del pasado en el pensamiento”. Aunque fieles a los motivos de la tradición japonesa y a la imaginería del samurái, escritos con exquisita naturalidad, alérgicos al exceso, estos relatos captan y desarrollan emociones universales, verdades atemporales. José Abad reflexiona con elegancia acerca de la ofensa y la venganza, el honor y el coraje, las rivalidades entre clanes y las luchas contra uno mismo, acerca de la crueldad del destino, de la obstinación y la muerte, dejando una sensación de sosegada tristeza en el lector, que nota como si se levantara un palmo sobre el suelo, “como si caminase sobre un lecho de hojas caídas en otoños diferentes”.



No deja de ser sorprendente que, en Granada, tres narradores (en orden cronológico inverso: José Abad con los relatos incluidos en este libro, Carlos Almira con la magnífica novela Issa Nobunaga, y un servidor con los relatos Las manos de Akiburo, Los guardianes del trueno, Los mil cerezos de Yoshitsune o Un cuenco de madera de ciprés, con agua, para recoger la luz de la luna) nos hayamos sentido atraídos por el Japón medieval, fascinados por audaces y feroces héroes que retaban a la autoridad y morían sin rendirse, por la sobrias costumbres de esa sociedad cerrada regida por exigentes códigos de virtud y violencia, por la sutileza de sus manifestaciones artísticas y de su relación con los elementos naturales. Quizá el motivo no resida sólo en el hecho de que estas historias proporcionan el obvio placer de lo lejano, sino en que conjugan como ninguna las emociones más impetuosas y las más gráciles (entre batallas, muchos de aquellos guerreros componían sofisticados poemas con primorosa caligrafía), en que al viajar a ese pasado remoto nos deslizamos “en el regazo de la leyenda”, en que el torbellino de las acciones y el roce de la seda nos llegan con los colores singularmente vívidos, atractivos y enigmáticos de otro tiempo, entre real y mítico, como iluminado desde arriba por la luz de un fanal. Es más, me atrevería a afirmar que José Abad, apasionado cinéfilo él mismo, ha logrado dotar al primero de los relatos -Holocausto (entendido en su acepción de sacrificio)- del hálito fatalista propio de las películas de Akira Kurosawa; y, a los otros tres, de la melancolía ruda, del desafiante sacrificio que exudan las de John Ford. Al fin y al cabo, según se afirma muy acertadamente en estas páginas, “una buena fábula, como el filo de una buena espada, puede hacerte un profundo corte”.


Entre los cuatro textos, merece destacarse con justicia Kagemusha (que significa sombra o doble) donde, al albur de una implacable persecución, José Abad realiza el prodigio de una descripción cristalina y no obstante sombría de la naturaleza, de un paisaje que refleja las tensiones internas, y cuyo fin sume por igual en la zozobra al protagonista y al lector. Así como el más extenso, El vuelo incierto de la libélula, el vuelo inquieto del gorrión, impresionante tapiz temporal en el que se devana el hilo, ligero y al mismo inquebrantable, que nos une a lo que más amamos; y por supuesto el relato que presta título al libro, donde el samurái Senbei ordena sus pensamientos antes de batirse en duelo casi fantasmal, a la sombra de un cerezo, con su rival Fukasaku. Pero todos los cuentos de este hermoso y delicado librito producen una íntima catarsis; sus tramas, concentradas, trágicas e inciertas, se cumplen como infortunios purificadores. Los cuatro relatos nos devuelven, en fin, la impresión que deben dejar los buenos textos breves, la de ocupar más espacio en la memoria que sobre la página.


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