He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 24 de junio de 2018

Nimrod


En homenaje a los doscientos años de la creación de aquel ser que imaginó Mary Shelley, publicamos el relato de Ángel Olgoso «Nimrod» (Breviario negro) que, con su poesía metafísica, nos trae también el aroma de los cuentos de E.T.A. Hoffmann «Los autómatas» (donde narra la historia del Turco Parlante, que capturó el interés del público del siglo XVIII por esta clase de dispositivos mecánicos) y «El hombre de arena», protagonizado por la bella y artificial Olimpia y su enamorado Nathanael.


En esta sugestiva estela de seres de "pupila inerte y corazón caliente", encontramos además al esclavo que Petronio describe en El Satiricón, que sirve los platos y las bebidas con su esqueleto de plata articulado; El jugador de ajedrez de Maelzel, de Edgar Allan Poe; El maestro Zacarías, de Julio Verne; La Eva futura, de Villiers de L´Isle Adam; Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi; o Los Robots Universales de Rossum, de Karel Čapek. Algunos autores españoles también han recurrido a la figura del autómata, de la creación innatural, de la apariencia de vida en una materia inanimada, como Carmen Martín Gaite, Jesús Ferrero, Adolfo García Ortega, Andrés Ibáñez y Óscar Esquivias. Sin olvidar al mismísimo Cervantes que, en el capítulo 62 de la segunda parte del Quijote, presenta una cabeza parlante (el Ingenioso Hidalgo la cree hecha por medio de la brujería, cuando en realidad era un truco de feria). 

Las ilustraciones pertenecen al pintor, dibujante y grabador José Hernández.


NIMROD

Como quien sopla vidrio para hacer una botella, febril, oculto en esta cripta, he fabricado a mi hijo. Antes, había cortado la piel de gacela siguiendo el patrón de medida, la mojé para trabajarla blanda, la hilvané y cosí del revés, así el pelo quedó por dentro al darle la vuelta. Y cuando estuvo bien seca, le eché con esmero la pez.



Lo llamaré Nimrod, como el primer hombre que fue poderoso en la tierra, fundador del primer reino después del Diluvio universal.


Los necrománticos toledanos y los taumaturgos judíos acudieron a los arcanos métodos de la alquimia y la hechicería para ingeniar homúnculos, bustos adivinadores, baphomets parlantes. Los peritos constructores de artilugios se sirvieron de la relojería de péndulos, la cerámica, las varillas de Napier o la hidráulica para surtir a la industria de los autómatas circenses, de los teatros mecánicos de movimiento continuo.


Yo nunca emprendí esos caminos fúnebres. Ni el álgebra, ni las evocaciones diabólicas, ni los hilos de metal, ni las palabras del profeta Ezequiel (“Ossa arida, dabo vobis spiritum et vivetis”), ni el modo complicado como operan los gélidos artefactos pueden proporcionarme inspiración. Sin embargo, la misteriosa poesía de los sentimientos y de la imaginación es, para el artífice, un probado soplo de vida, un medio precioso, una forma sutil y poderosa de animar la naturaleza artificial. Pacientemente, con invencible obstinación, de una bota de vino se puede obtener un estómago, de diez mil alas de mosca una mujer de ingrávido encanto, de una ramita de enebro un carro tirado por una mariposa, de una piel de cabra o de gacela un niño que no ha de presentar batalla al Eterno. Como quien sopla vidrio, inflé aquel pellejo curtido hasta que tomó forma. Para los persas, la llama se parecía a la anémona, y la brasa a la granada. Hombre crédulo, este humilde bricoleur no precisa de reglas de cálculo, hendijas, tambores dentados o prismas para su empresa bienhechora; tampoco indaga los recovecos y el rechinamiento de los especímenes simulados: le basta una caricia al hijo recién trabajado, en el lugar de la mejilla, para proclamar su nueva identidad; una lágrima precipitada sobre el pequeño odre antropomorfo para iniciar las señales que atestiguan el prodigio, ese parpadeo, ese repliegue lentísimo de las extremidades, ese ronroneo musical propio de la materia alborotada.


Oculto en esta cripta, tal desafío se avino bien con la razón contumaz, y no obstante legítima, que siempre me guió: crear un alma libre. Con el hálito de mis labios, mi hijo de piel animal recibió los matices particulares del sentir, las impresiones generales, los rasgos de carácter de nuestra arcilla humana pero, a la vez, quedó a salvo de los tormentos que afligen a nuestra raza provista de sangre perecedera. Mi pálido Nimrod nunca estará sujeto a la arena del tiempo. Jamás será humillado por las decepciones y las falsedades, envilecido por la rutina y las prisas, malbaratado por las pérdidas, amordazado por la menesterosa vulgaridad cotidiana, por tanta menudencia de tragedias minúsculas, irrisorios afanes, gozos efímeros, privaciones, naderías y mezquindades que van tejiendo sin fin nuestro sudario. Mi niño sin vísceras se regirá por los principios de Ariel y no de Calibán; se gobernará a vista de pájaro, no a vista de gusano; nunca formará parte de nuestras miríadas de vidas hechas de repeticiones triviales, de esa inacabable uniformidad de los días, de ese enojoso vestirse y desnudarse, comer y evacuar, transpirar y asearse, dormir y despertar; no se prestará a los arranques de vanidad o de odio, no subirá a la parihuela formada por las gruesas varas de la moral y el deber. Para Tales, el alma es una naturaleza sin reposo: pues bien, yo añadí a las gracias de mi hijo el esplendor de la inmutabilidad. Para Hipócrates, el alma es un espíritu extendido en todo el éter: en cambio, yo no desaté la lengua de Nimrod; el conocimiento ha de agolparse entre sus costuras, junto al silencio y la voluntad soberana. Para Zenón, el alma es la quintaesencia de los cuatro elementos: por mi parte, doté a mi hijo de talentos tan múltiples como el corazón humano, mas de ningún modo cederá a su esclavitud. Yo mismo, a través de mi modesta criatura de piel soplada, podré experimentar la ilusión del alma libre, cobraré verdadera vida y ya no habrá motivo alguno de infelicidad. Y cuando llegue el momento de desaparecer, cuando nuestra existencia no sea más que el aleteo de un insecto que nos distrajo un segundo, la muerte confiará mi memoria a alguien infalible, sin signos de fatiga ni de resignación.




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