El 12 de diciembre se entregó en el MUDEM de Molina de Segura el XVI Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España durante 2019, la más concurrida edición de su historia, con 102 títulos presentados. El jurado compuesto por su presidente, Ángel Olgoso, la profesora Carmen María Pujante Segura y los escritores Aurora Gil Bohórquez y Manuel Moyano, había concedido el galardón (conocido como el Oscar del cuento) a La mala entraña, de la bilbaína Elena Alonso Frayle. Tras el descubrimiento de la tradicional placa conmemorativa en un banco del Paseo Rosales, tuvo lugar el acto de entrega en la sala de la Torre Nonangonal del MUDEM, acompañado con piezas musicales, con lectura de fragmentos de la obra ganadora y con discursos de la edil de Cultura, Soledad Nortes, de la premiada (que se había desplazado ex profeso desde La Paz, Bolivia, donde reside actualmente) y del presidente del jurado, Ángel Olgoso, con el que os dejo.
DESENTERRAR UN TESORO
DE UN SOLO MOVIMIENTO DE PALA
Ángel Olgoso
Hay que congratularse un año más -dieciséis ya en esta feliz tesitura del Premio Setenil- de que la afortunada iniciativa de Manuel Moyano, secundada con admirable lealtad por el Ayuntamiento de Molina de Segura, continúe realzando -en general con criterio certero- el mundo del cuento, cribando la labor de los narradores españoles y favoreciendo la aparición de nuevos brotes. Cuidados botánicos que no debería necesitar un género mayor, pero que se agradecen al comprobar cómo ha sido y sigue siendo histórica y sistemáticamente menospreciado, en especial en nuestro país, donde todos los actores que lo rodean mantienen con el cuento su propio malentendido: editores que creen que los libros de relatos no venden, autores que lo tratan como un descuidado cajón de sastre, lectores que se niegan a cambiar de escenario y personajes cada pocas páginas, críticos a los que el género se les escapa como agua entre los dedos...
Un género no obstante perfecto para la exigencia y el riesgo, para la esencialidad poética, para un uso dinámico del tempo y la intensidad, para encaminarse hacia regiones desconocidas, hacia lo singular, mientras se alimenta de lo que vibra en nuestra memoria, para anhelar ese momento en que -según Cortázar- la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Nunca le deberemos lo bastante a esos cuentos que poseen la sacudida medular de la que hablaba Nabokov, la calidad de emboscada, de impulso, de vértigo, de una creación con frecuencia elíptica, entreverada de matices, símbolos y perspectivas que ni soñábamos. En definitiva, una defensa de la imaginación que es -junto con la riqueza estilística- la que puede convertir la escritura en arte, en una especie de nostalgia de lo que nunca se ha vivido, sentimiento que en Japón llaman Natsukashii.
Por otra parte, el relato se aviene mal con las trasnochadas simplificaciones realistas para acotar un mundo tan complejo, esas que dejan fuera revelaciones, sueños, azares, bucles temporales, estados no ordinarios de conciencia o mundos alternativos. El relato subvierte el orden que nos rodea mientras desentierra un tesoro de un solo movimiento de pala: tal proceso en busca de alguna clase de verdad suele ser una veloz y gozosa indagación, y su resultado una iluminación sorprendente.
Como afirma la ganadora del Setenil Cristina Fernández Cubas, en el relato hay algo misterioso e inaprensible que se niega a ser encorsetado. Sostiene otro ganador -Sergi Pàmies-, recogiendo el sentir general, que se trata de un género al alza, que es lo que suele decirse de los géneros que gozan de una mala salud de hierro.
Sin embargo, con La mala entraña, el libro que ha ganado la edición de este año, la salud del género se afianza y robustece. Por fortuna, con su mirada punzante y adictiva, con su turbia exploración, con su incomodidad ética, Elena Alonso Frayle ha cometido el atrevimiento de observar la entraña de las cosas, de revelar el humus oculto bajo las conductas y deseos humanos, olvidando el precepto de Joubert ("Cuídate de husmear bajo los cimientos") y siguiendo el de Borges ("Ver asombro donde otros dicen costumbre"). Elena dinamita nuestro sistema compacto y confortador de verdades, logra el extrañamiento del lector, consigue que sus historias resuenen íntimamente, tiendan un tejido orgánico a la vez sutil y enérgico, una malla maleable de inquietud y limpieza expresiva, una materia oscura que posee cualidad de espejo y que ella sabe colorear con pinceladas de fatalidad.
La mala entraña es un libro de lectura en cascada, con palabras que se deslizan con la sinuosidad del mercurio líquido, con imágenes mentales urdidas a la perfección; un libro que va destilando sombras y grietas, que impregna al lector de una sensación creciente de desasosiego y amenaza y le recuerda que la mente no es un lugar seguro. Véanse el magnífico cuento Misericordia, el absorbente Gente tan afín, o la estructura científica y colectiva de Tripofobia, casi cosmogónica en su fragmento Los ausentes.
Algunas piezas, como La buena hija, La calle de Mary Quant o La mujer promiscua, escapan un poco del patrón de violencia contenida y soledad implosiva, de emociones desobedeciendo los mandatos de la razón, pero con su esmero embelesedor nos mantienen a los lectores -febriles también- en el interior de los seductores espejismos de las ficciones, nos permiten esa cualidad suprema del hombre, su atributo más excelso: el brío de la imaginación, la posibilidad de lo imposible, la poderosa excitación capaz de convertir las historias en alfombras voladoras, de poner un pie en otros mundos, aunque sea dentro de nosotros mismos. Es decir, la creatividad como sustituto soberano de la banalidad diaria, como perforadora al encuentro de las vetas más profundas del ser humano.
Decía José de la Colina, estupendo ensayista y microrrelatista mexicano recién fallecido, que escribir cuentos largos acorta la vida. Desde aquí -en mi nombre y en el del resto del jurado del Premio Setenil- me permito desearle a Elena Alonso Frayle una larga vida para que no deje de entregarnos en el futuro cuantos más relatos mejor, ya sean cortos o largos, para que nos siga susurrando esas inmortales palabras de la tradición africana de los contadores de cuentos: "Viajero, dame una moneda de cobre y te contaré una historia de oro".
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