Os dejo con mi texto para la presentación de Nubes de piedra (Fagus Editorial), con ilustraciones de Marina Tapia y prólogo de José Luis Gärtner. Se celebró en la librería Picasso de Granada el sábado 10 de junio de 2023.
No puedo estar más feliz por el nacimiento de esta criatura de papel: fue gestada hace casi cincuenta años (¡qué barbaridad!) y sin embargo llega hoy lustrosa al mundo, como un recién nacido arropado por los mejores padrinos y madrinas posibles, por la editora Silvina Elías y el escritor Beni Domínguez con su entusiasta labor a favor del cuento en Fagus Editorial; por José Luis Gärtner con su generoso, ingenioso y completo prólogo, tan heterodoxo como él mismo; y por Marina Tapia con su arte, con sus vislumbres, con su delicadeza especial para mirar el mundo, con su capacidad para destilar poética y sugestivamente cada relato dejándolo en sus elementos esenciales.
Este libro que hoy presentamos, Nubes de piedra, es mi prehistoria literaria, mi punto de partida, pero no es sólo un libro de tanteo; creo que en él, escrito a finales de los 70 y comienzos de los 80 (cuando, como dice José Luis Gärtner en el prólogo, “era rubio y hermoso como la cerveza”; ahora, me temo, no soy más que un chupito de ron pálido y añejo) ya está presente el germen de los principales temas de mis libros posteriores: lo extraño, lo inquietante, lo sorprendente, la ironía e incluso la sátira, las premisas extravagantes, las composiciones pesadillescas, las propuestas asombrosas, los retos narrativos. Aquel narrador en ciernes ya comenzaba a gozar con la capacidad subversiva de la escritura breve. Ya comenzaba a pulsar las notas espectrales, a desarrollar ángulos de visión inusuales, historias inauditas, mundos alternativos, a violentar las reglas de los posible, a percibir el mundo con una mirada curiosa y perpleja. Que lo haya conseguido o no, es ya otra historia. De lo que sí tengo certeza es de que, al principio, en mis relatos las palabras caían más como meteoritos, mientras que con el tiempo he intentado de que lo hagan como suaves copos. Pese a todo, aquella prosa era de alguna forma más relajada, más permisiva con el material que dejaba entrar en ella. Al no existir Internet, al no disponer de libros de consulta a mi alcance aparte de una pequeña enciclopedia de tapas rojas, al verme obligado -cada vez que necesitaba hacer alguna consulta en la Biblioteca Provincial de Granada- a coger dos autobuses desde el pueblo y caminar andando por la Vega de noche en caso de perder el último, opté en no pocas ocasiones por inventarme flora, fauna y vocablos diversos; algo que, al tratarse de literatura más o menos fantástica, le venía como anillo al dedo. Al fin y al cabo, estas historias me las contaba a mí, me complacía hablar de lo que no conocía, y no tenía ningún interés en la reproducción a escala real del mundo. Al fin y al cabo, hasta el mismo Marcel Proust, en una carta a madame Straus, reconoció que la única forma de defender el lenguaje es atacarlo.
Más tarde descubrí la Patafísica e hice mío con ganas el lema de Boris Vian, uno de sus más inspirados príncipes: me esfuerzo de buena gana en pensar cosas en las que pienso que los demás no pensarán. Máxima creativa que empezó a dar sus frutos en este volumen, donde hay alojados dos relatos estrictamente patafísicos, Pulstar y El Club de los Novecientos Flautistas. Supe luego que la literatura se oxigena mediante los desafíos, que aquellos que no tienen imaginación se refugian en la realidad, que en la guerra contra la realidad la imaginación es la única arma. Y la mía, en aquella época, era un tanto perversa, como podréis comprobar en muchos ejemplos de incorrección política que espolvorean estas Nubes de piedra, a años luz de nuestro tiempo de fábulas esterilizadas por el buenismo o la moralina. Sigo pensando que se lee para sumergirnos en otros mundos, precisamente en esos mundos remotos, exóticos, fascinadores y -por qué no- desasosegantes de la imaginación. Es sabido que lo que se sueña, lo que se desea, tiene también su realidad, aunque de ordinario las ordinarias preocupaciones de la vida práctica no dejen volar al daimon de los sueños. Por esa razón adoraba -y trataba de emular- a los profanadores de realidades, a los creadores de asombros, a los exploradores de los márgenes, a los que construyen en el lomo del misterio, a los que buscan el sentido de lo inaudito, del milagro, del estupor. Por ese motivo pensaba que los escritores que son esclavos de la realidad están penosamente limitados. Pascal, en sus Pensamientos, confiesa que nada hay más inquietante que oír el giro de una veleta de noche sin viento. Esa sensación, ese escalofrío, esa reverberación especial de la mente es lo que buscaba en mis narraciones, adobadas además con frecuencia (sobre todo en aquella primera etapa), con dosis abundantes de humor negro.
Creo que los 35 relatos de Nubes de piedra viven en ese estado fronterizo entre el sueño y la realidad, entre la humorada y la insolencia propia de la primera juventud, entre la fantasía y una incipiente exigencia formal. Son como una sonrisa sin gato del personaje de Alicia en el País de las Maravillas. Lógicamente, muchos los escribía sobre la base de mis lecturas mientras luchaba por encontrar el vínculo entre literatura y vida. Me parece, pensándolo ahora, que la ironía presente aquí se debía tal vez a un innato sentido de la injusticia, al deseo de emular por ejemplo la salvaje indignación de Swift, de vengar (al menos sobre el papel) la que sufren aquellos miembros de la especie que son víctimas de la estupidez, la ambición, la crueldad o la hipocresía de sus semejantes. Por otra parte, con estos textos comencé a tantear las posibilidades de ese cubo de Rubik que es el relato corto: en poco espacio hay que crear la premisa, el conflicto, los personajes, la atmósfera, la voz narrativa y la resolución, y todo ello intentando mantener el interés de la página. 48 años después, ya he abandonado el cultivo de ese primoroso y sugestivo jardincillo de la ficción por el terreno sin bardas de lo híbrido. En cualquier caso, a estas alturas, tengo la impresión de que si llevo la penitencia del carácter minoritario de mi obra es debido, entre otras cosas, a una independencia insobornable, a mi condición de autor periférico, a mi preciosismo estilístico y a que solía anteponer la invención y la imaginación a la calderilla de la realidad ordinaria. Como Jules Laforgue -o como todo buen epígono del Romanticismo- me lamento sin cesar de que la vida sea demasiado cotidiana, objetiva y chata, me lamento de no vivir en el lugar en que ocurren los prodigios.
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