Gracias a los numerosos amigos que nos acompañaron en la presentación granadina de “Madera de deriva” (Libros del Innombrable) en la cálida ribera de la librería Picasso. Mil gracias a Jesús Ortega por su impresionante y contextualizadora introducción a estos ‘juegos de la edad tardía’, por su sagaz enfoque de esta literatura a contracorriente. Y gracias cómo no a Marina, Jesús, Dani y Chema por el abundante aparato gráfico. Os dejo con mi texto y una breve selección de imágenes:
PRESENTACIÓN DE MADERA DE DERIVA
Este libro fue escrito en la cárcel, o al menos durante un encierro forzoso, el mismo que sufrió toda la humanidad en aquellos extraños meses de 2020. Pero incluso de una pandemia letal pueden extraerse -si se es afortunado- vivencias inefables y deliciosas; para empezar, la de tener la suerte de estar encerrado durante noventa días con una criatura milagrosa como Marina Tapia, poeta y artista de nacimiento, que no sólo hacía de contrapeso de una realidad horrorífica, que no sólo era capaz de disolverla con su ternura, sino que lograba acondicionar una atmósfera y un espacio creativos, un terreno fértil donde seguía floreciendo la vida. Marina, las casi mil páginas de los Cuadernos de Cioran y la redacción de este libro, Madera de deriva, fueron el trípode de aquel insólito tiempo de reclusión, de aquella moderna danza macabra.
Durante cuarenta años mis relatos, más que raíces -que también- tenían alas, pues eran esencialmente obras de imaginación. Pero llegó un momento en que me volví perezoso ante la dura labor de convertir un fulgor que cruza por tu cabeza en una ficción perfectamente amueblada, en que me apetecía acercarme a la imaginación desde otros ángulos, en que quería evolucionar, probar otros modelos distintos a la narración tradicional, otros puntos de partida que conectaran con insospechados senderos, sacrificar la anécdota a las múltiples aristas de un prisma literario. Deseaba recrear la vida física y mental combinando géneros, usando todos los mimbres y formatos posibles, exponer las ideas con menos trabas; y seguir haciéndolo con la exigencia estética de siempre, con un amor incondicional por el lenguaje y su armónico rumor. Llegó un momento, como digo, en que ansiaba quitarme por fin el corsé, sentirme más libre, borrar contornos, amalgamar elementos que normalmente no deberían estar juntos, abrirme a una hibridación que me iba pareciendo cada vez más sugestiva, explorar esa tensión entre el yo y el mundo exterior, componer volúmenes de difícil clasificación; formar parte, en definitiva, de los que Manuel Rivas llama “contrabandistas de géneros”.
De hecho, esporádicamente, ya había intentado ensanchar los límites narrativos, ya había sentido la necesidad de contar de manera diferente, ya había experimentado nuevos registros en mis relatos a lo largo de cuatro décadas. Y Devoraluces, mi literalmente último libro de relatos, es la bisagra que separa los setecientos relatos de la primera época de esta segunda, más heterogénea, fragmentaria y malabarista, donde se apuesta de manera aún más acendrada por el juego, por el cambio de tono o de estrategia. Además, y a propósito de la barbaridad de aquellos centenares de relatos escritos, y para responder a los que suelen preguntarme incrédulos por qué he dejado de escribirlos, recuerdo el chiste que contó Billy Wilder cuando al final de su vida le entregaron un premio honorífico, justificándose por no rodar más películas: <<Un anciano va a ver al médico y éste le pregunta ‘qué le pasa’. El hombre dice ‘no puedo orinar’. El médico le pregunta ‘cuántos años tiene’. ‘Noventa’, responde el hombre. Y el médico le dice ‘ya ha orinado bastante’>>.
Quizá lo que ocurre realmente es que, con la edad, tal vez se va perdiendo el sentimiento de asombro y curiosidad y, por tanto, el vigor del misterio fundante, el poder de la narración, pero en Madera de deriva aún quedan abundantes ascuas de ambos, en forma de perplejidad intelectual, social o literaria, de teorías extravagantes, de apostillas audaces, de puntos de vista que conectan insospechadas avenidas nuevas. Un relato es como una gota de rocío que puede reflejar todo el paisaje; pero, sin duda, un texto sin género se aviene mejor a una época de incertidumbre como la nuestra, donde parece que la múltiple y dispersa realidad es fantástica y la ficción real.
Lo cierto es que estamos en un mundo muy heterodoxo donde los géneros -literarios e incluso sexuales- son más mestizos, donde hay una fatiga de las formas literarias y la novela empieza a ser un género del siglo pasado, donde hay un magnetismo hacia lo fragmentario y lo disperso, donde hay también un hambre de realidad con la que los lectores buscan quizá saldar la complejidad de los interrogantes y dilemas que suscita el mundo actual, o simplemente verse reconocidos. Lo cierto es que estamos en plena crisis de la imaginación como recurso creativo, en pleno debate sobre la ficción como frontera narrativa entre géneros, donde la ficción convencional es una literatura sin ventanas, más asfixiante, conformista y acartonada, donde escribir con dedicación y esmero se está volviendo revolucionario. Lo cierto es que, para nuestra sensibilidad de hoy, donde la atención se fragmenta constantemente, ya no parece que haya demarcaciones entre lo que uno vive y lo que uno lee, escucha, contempla o piensa.
Pero nada de esto (que la supervivencia de la literatura como arte pase por la hibridación de géneros) es nuevo. Ya en 1929, Ramón Gómez de la Serna hablaba de la “condición destramada y destrizada de la novela actual”. Georges Perec, por su parte, sostenía en los años sesenta que la literatura se encaminaba hacia un arte de las citas (muy presentes, por cierto, en Madera de deriva). La escritora, periodista, guionista y directora Nora Ephron no lograba “entender que alguien pueda escribir ficción cuando lo que ocurre en la vida real es tan asombroso”. Más recientemente, Juan Bonilla ha reconocido creer cada vez menos en los géneros, y no hace distingos: “Me gustan las novelas inyectadas de poesía, los poemas que cuentan historias, los ensayos que se atreven a hacer narración”.
Madera de deriva sucede en una zona de frontera entre lo real y lo imaginario, pero también entre el cuento, el ensayo y otros géneros (epistolar, cinematográfico, filosófico, periodístico, etc.). Prosas apátridas en el sentido que le dio Ribeyro: la unidad no está en la propia naturaleza de los textos sino en la voz del autor y en los temas en torno al cual merodea, uniéndolos como en una sutil tela de araña conceptual. Es una obra miscelánea donde conviven la crónica de viajes, el ensayo literario, el apunte memorialista, la erudición, la extravagancia, cuadros que están vivos, escenas del pasado como insectos en ámbar, un solitario que crea de la nada una nueva civilización, un predicador en el Ártico que intenta inculcar a su comunidad el gusto por la vida, una gavilla de especulaciones sociales, de entradas de diccionario, de epitafios, de viñetas, de semblanzas, de elementos marginales de la cultura. Es un libro donde hay un yo de vibración discreta, una experiencia de pensamiento, una pulsión poética; un tono ni alto ni bajo sino sereno; un volumen para leer poco a poco, desentendiéndose del camino, parándose de vez en cuando a coger alguna flor extraña, a meditar sobre un proyecto inacabado, a oler el aroma acre de remotos incendios, a escuchar a lo lejos el rugido de alguna fiera. Obviamente, entre estas coordenadas informales, se va levantando una especie de autorretrato indirecto y con marcado acento literario. No porque los textos de Madera de deriva sean objetos provistos de formas y texturas distintas significa que no tengan un núcleo común, lo tiene: el lenguaje intentando apresar la magia de los libros, el placer de los pensamientos y el misterio de la existencia. He de aclarar que estos escritos no son material de derribo, ni tampoco restos de naufragio a pesar del título, sino piezas forjadas con toda premeditación, con la intención de elucubrar libremente y hasta sus últimas consecuencias.
Porque la literatura es fondo y forma, pero sin forma no hay fondo. No siempre hay que escribir obras de género o de mero entretenimiento. Aunque la ficción continúe siendo el género más poderoso (también en oportunidades y ventas) y la novela su ariete más musculado, la hibridación y la no ficción se van convirtiendo en formas de arte en sí mismas, en campos en que los que encontrar noticias del mundo o descubrir nuevas fórmulas para verlo, como un bonus para el lector inquieto, como acicates para seguir mostrando curiosidad y mantener las mentes abiertas, para poder apreciar la complejidad de lo real.
Bernardo Atxaga afirma que todas las cosas raras están en el corral. Madera de deriva es, creo, si no un corral sí una despensa atractiva y prometedora para los que gustan de la literatura que sabe a literatura; es una apuesta por la cultura, por cualidades adormecidas en nuestro presente como la lentitud, el recogimiento, la reflexión arriesgada, la sutileza, el amor por las pavesas del pasado y su persistencia y, sobre todo, la fascinación por las palabras. Espero que os guste un poquito este primer fruto de una nueva época creativa con menos ataduras, este golpe de timón literario, este diorama de prosas ensayísticas y apuntes algo más vivenciales, en los que el yo actúa como modesta caja de resonancia. Creo que cada cual encontrará aquí sus textos preferidos según gustos y afinidades: a algunos lectores les está pareciendo un collage, un zoco oriental, un estriptis personal, a otros una destilación la la literatura, una serie de desafíos, y a otros un jardín de flores curiosas o una silva de varia lección. Como dijo Blaise Cendrars, “la escritura es un incendio que abarca una gran revuelta de ideas y hace arder asociaciones de imágenes antes de reducirlas a brasas crepitantes y a cenizas”.
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