Reseña de "Breviario negro" (Menoscuarto) por Alejandro Molina.
<<“BREVIARIO NEGRO” DE ÁNGEL OLGOSO, EL PINTOR DE PALABRAS.
Me contó Ángel que este libro es fruto del más terrible de los temores de un escritor: no volver a disponer de tiempo u ocasión para escribir. Creo que esa angustia que experimentó ha quedado sin duda reflejada en los cuentos reunidos en “Breviario negro” (Menoscuarto Ediciones), solo que no a modo de aflicción o melancolía, sino de arrojo y convicción testamentaria, como si, al igual que le sucede a una madre que encuentra dentro de sí fuerzas sobrehumanas cuando debe proteger o rescatar a un hijo en una situación repentina y desesperada, hubiera hallado Ángel Olgoso una fórmula extraordinaria o una pericia casi monstruosa con la que poner las historias que rondaban tu mente a salvo en el papel (el refugio del artista), algo tan frágil y sin embargo eterno, al igual que ocurre, según decía Chesterton en Ortodoxia, con el cristal: «Recuérdese, no obstante, que frágil no es sinónimo de perecedero. Golpéese un cristal y no durará ni un minuto, pero basta con no golpearlo para que dure un millar de años».
Una vez puestos a buen recaudo en las páginas de este volumen, sus cuentos revelan una naturaleza única que, en muchos casos, creo que merecen un nombre diferente al de microrrelato o cuento. A menudo, cuando terminamos de leerlos, la historia que hemos recorrido en sus líneas deja la satisfacción de un relato corto, es decir: la impresión de toda una novela, al tiempo que condensa en un puñado de párrafos, lo que por norma general rescatamos precisamente de una novela, despojada, eso sí, de toda paja, y comprimida en oraciones más o menos cortas que, mediante una suerte de hechizo, capturan capítulos completos. Pero no acaba ahí la cosa. La capacidad de Ángel, me atrevería a decir superior a la de Flaubert de encontrar ‘le mot juste’, recubre las historias de una pátina poética que nos agota (en el buen sentido) del modo en que lo hace un poema que recorremos verso a verso: una escalada tan terrible y dura como satisfactoria una vez alcanzamos la cima y comprendemos la grandeza de lo que contemplamos ahora a vista de pájaro. Las historias olgosianas no son microrrelatos porque esa es una palabra que solo con Ángel ha tenido sentido y que sin embargo desmerece por completo lo que hace, reduciendo su trabajo a un texto narrativo extremadamente breve. Sus historias logran la síntesis que condujo a la abstracción (y hasta la única abstracción posible) sin renunciar, como sería de rigor, al detalle meticuloso y al enriquecimiento figurativo. Así pues, propongo definir tus cuentos como ‘óleos sobre página’ o ‘sinfonías filológicas’.
Si bien en obras anteriores ya logra Ángel Olgoso lo que señalo, me ha parecido que en “Breviario Negro” hay un nivel de perfección asombroso, y si propongo el término ‘óleo sobre página’ es porque considero que la pintura comparte con la poesía y con la música la maestría de desvelar lo invisible (o lo que es lo mismo: lo intuitivo en tanto que inefable). Los cuentos de Ángel Olgoso, como ocurre con los cuadros de Cézanne o de Nicolas de Staël y con los grandes poemas, van a la esencia, prescinden de lo anecdótico y lo superficial, y apuntalan justamente aquello que hay entre y detrás de las palabras, pero sin que prescindas por ello de la palabra o la deformes hasta hacerla irreconocible. El modo en el que Ángel las dispone en el texto hace que al leerlas brille sobre ellas la esencia significativa que no refulge sobre esos mismos términos en cualquier otro texto. Pero, a diferencia de Nicolás de Staël o de Cézanne, Olgoso va más allá del no rechazo a lo figurativo o de la simplificación extrema, pues abraza el barroquismo, el tenebrismo incluso. ¿Cómo es eso posible? Aislando el tema del cuadro, haciendo así de la riqueza del detalle una lupa que realza el misterio de la cotidianeidad al quedar asilado de cuanto podría desviar nuestra atención. Gracias a la abstracción del fondo, que hace suceder la obra en ninguna parte y en cualquiera posible, los enigmas de nuestra existencia pueden contemplarse pormenorizadamente.
Las historias de Ángel consiguen hacen caer la máscara de lo visible valiéndose de ese espacio en negro que hay tras el telón de las cosas, donde sitúa con su conocida precisión de cirujano las palabras exactas, en todo su orgulloso esplendor de vocablo, deformando la realidad para hacerla más realista que nunca, ya sea desde lo simbólico-onírico de Frederick Watts (como en su cuadro “Esperanza”), al paisajismo más filosófico de su amado Friedrich, pero también de autores de la escuela del Río Hudson como Frederic Edwin Church (su pintura de 1865 “Aurora Borealis”).
Y todo ello, insisto, a través de la síntesis más lograda, extrayendo el tuétano de la historia sin privarnos por ello de disfrutar también del hueso. Sus ‘óleos sobre página’, una suerte de milagro alquímico que, son la mixtura perfecta entre Nicolás de Staël y Velázquez, criaturas nacidas de tan imposible encuentro que tienen lo mejor de ambos al tiempo que resultan genuinos, lo que hace que el término olgosiano cobre todo el sentido del mundo en lugar de ser un simple gesto de deferencia académica con el que diferenciarte de otros que, aunque por válidas razones entomológicas acuñen también un distintivo a partir de sus apellidos, no disponen de un carácter único en el sentido de extraordinario y sin igual.
Dicho esto, paso a comentar qué ‘óleos’ del “Breviario negro” me han fascinado y, si encuentro las palabras adecuadas, por qué o de qué manera lo han hecho.
“Cartografía”: creo que aquí Ángel logra hacer exactamente todo lo que he expuesto anteriormente, es un poema y una novela y un relato y mucho más que eso al mismo tiempo. La sensación que deja su lectura es abrumadora, como si pudieran vivirse una y mil relaciones amorosas y se recordaran todas ellas, a la par que el autor desmenuza cada aspecto del amor y la convivencia con maestría. La imagen del mapa es sublime porque de hecho lo que uno acomete en la lectura es toda una odisea. Y qué frases, qué delicia: “a veces, espero durante días para encontrarla mientras silbo y agito los brazos en el rincón de un milímetro cuadrado”; “en sus meridiano se dibuja mi destino, en sus paralelos anida mi memoria”; “cuando llegan el tedio o las discusiones, se oscurece el color del relieve, restallan truenos por el hemisferio norte y me ladran perros en la boca de un túnel”.
“La técnica de soñar monstruos”: una exquisita aproximación a la figura del padre (podemos enlazarlo a las mil maravillas con la kafkiana “Carta al hijo”, que más allá de su evidente juego lingüístico, contiene ecos del mejor Kenzaburo Oé), y a la muerte como aquello que queda cuando alguien se va.
“Stella Splendens”: delicioso, con una frase final que quita el hipo: en este abismo acuático donde prosperan los semilleros de espectros.
“Ondina de la Sierra” y “Toque de ánimas”: encuentro en estos dos lienzos los rasgos de Proust cuando recoge las flores de su memoria y las muestra como se hace en los museos: de modo que veamos mucho más de lo que a simple vista encontramos, pues ha sido debidamente situado, iluminado y contextualizado. Una vez más, el misterio de la vida bellamente expuesto.
“Espléndida teoría física que nos explica la aurora boreal por el reflejo de los arenques”: ¿cómo lo hace Olgoso? ¿De dónde saca y cómo elige tamaña y tan divina selección de imágenes y leyendas de manera que hable de ellas y de la más rabiosa actualidad sin hacerlo?
“Ancianas tomando bizcochos en salitas sombrías”: el contraste entre el ruido mundanal y la calma prologando a modo de resignación ese fin del mundo que es también la aceptación de la vejez. Tan sabroso como los bizcochos.
“Novedades en el cortejo”: este lienzo de poderosísima imagen final contiene una meditación increíblemente compleja de los rituales humanos, pues al poner a los pies de la Virgen “como ramilletes de flores escarlata, todas nuestras lenguas cortadas” (los finales de estos cuentos son sublimes), uno no puede más que pensar en lo turbio y lo grotesco, en el apartado macabro que hay en el origen de los rituales que han sido depurados con el tiempo anteponiendo tradición sobre sacrificio, pero que solo en la desnuda brutalidad de gestos extremos cobran auténtico significado.
“Las pavesas de la gloria”: “cada movimiento se espeja en charcos de sangre”. Un caleidoscopio de batallas engarzadas con absoluta maestría que nos habla de la fugaz pero también absurda condición humana a través de la guerra.
“Nimrod”: una nueva exploración de la condición humana reivindicando la imaginación como el proceso alquímico definitivo. Es tan hermoso y tan patético (en el sentido de la sonata de Beethoven) que conmueve, pero conmueve del modo (también cercano en estilo) a como marida la reflexión existencial con los textos bíblicos.
“Crisálida”: otro lienzo redondo en el que la historia de la humanidad y del planeta se nutre de sí misma para comenzar de nuevo. Es sencillamente precioso, un texto, como muchos de los que hay aquí, sobre los que no debería escribirse porque no podemos decir nada (ni mejor) que no esté ya en él. Leer, leer y leer, eso es lo que hay que hacer con los libros de Ángel Olgoso.
“Ars Topiaria”: jamás había logrado ponerme al nivel que lo hago aquí, no ya en la piel de un árbol, sino de una persona. Es un lienzo increíblemente revolucionario, de esos capaces de cambiarle a uno la vida, de convertirlo a una fe o a una condición ética determinadas. Este texto es un prodigio, un texto de obligada lectura que es, de nuevo, poema y más que poema y que texto.
“El descanso de Sísifo”: seré breve, es una obra maestra. “Ofuscados por el ímpetu homicida, aturdidos por el vértigo y la continua torsión de un escenario sin término, desorientados por la premonición de sus actos como cuando un sueño lo sueña a uno, no necesitan mirar de dónde se viene ni hacia dónde se va”. Que alguien escriba una tesis sobre esta imagen, por favor. Vuelvo a ver la historia de la humanidad aquí contenida, en un lienzo perfectamente dibujado, detallado al milímetro pero con ese vigor abstracto de Staël que se aprecia en “Los futbolistas” y que descubre aquello que no vemos al ver. Todo, absolutamente todo es perfecto aquí.
“Lengua de madera”: aquí vuelve a superarse el autor, sobredimensiona las palabras, logra ridiculizar a Sócrates cuando reprochaba a lo escrito que siempre significase lo mismo, porque estas palabras están vivas y son una cosa y serán y podrán ser otras totalmente distintas. Siembra una calma que se mastica en una estampa plácida que resulta perfecta para amontonar una tensión que no sabíamos que nuestro autor estaba armando hasta que SUGIERE lo que podría ocurrir mientras ocurre. Olgoso hace y deshace, propone y expone, muestra y oculta. Si esto no es dominar el lenguaje, ser un maestro absoluto de la narrativa y trascender sus fronteras, yo no sé lo que escribir ni leer>>.
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