<<Querido Ángel, hoy quiero escribir lo que me ha parecido tu última pieza literaria, ‘Madera de deriva’. Lo primero, recalcar que la he disfrutado como un desharrapado invitado a una pitanza. Como bien indicas en Espuela vana, la verdadera obra de arte no tiene prisas. Cómo se disfrutan tus textos, Ángel, ya sean relatos o, como estas que nutren ‘Madera de deriva’, iridiscencias en prosa. Dotas de tu particular color el hecho narrativo. Tu literatura es un tornasol de emociones. En Besos de fantasmas hablas de “óleos obsesivos” (en tus escritos también se atrincheran las miradas de tus lectores), tu obra alambica “textos obsesivos”; en tu caso, claro está, aplicando a esas emociones un sentido beatífico. Tus lectores somos afortunados, hemos estado allí, en la encrucijada necesaria de tus revelaciones. Hemos asistido al resplandor de lejanos incendios; somos, tus lectores, las inquietas pavesas que chisporrotean sobre el fuego de tu literatura. Somos también, un Glosario de mentes que se alimentan de la savia de tu acervo. Fantasmas peligrosos que amamos tu obra. Da igual donde nos traslades, ya sea al corazón de Chile; al Árbol candelabro, eres tú el que siempre creas un cosmos nuevo a partir de las cenizas del anterior; a La pocilga de la facilidad, donde hozamos escepticismo los escritores; a Las montañas flotantes de Plutón, donde la extrañeza de tus mundos ya nos resulta cercana y querida.
Cuando te leemos, Ángel, gozamos de una eternidad sostenida, igual que tú cuando la coyunda de amor y sexo te unce a Marina, chispa de tu luz.
Me conmovió tu encuentro con Bioy Casares. A buen seguro hay muchos Salieris que te envidian, que miran tu obra con la impotencia de un genio menor. Tus textos son momentos oportunos, ‘Kairós’ solapados a la fantasía íntima conque observas la vida; ahora también, pasada la edad terciada, contradiciendo al vizconde de Chateaubriand. Igual de conmovedor ha resultado leer tu quimérica propuesta, Otra modesta proposición, donde nos sitúas frente al espejo, a la humanidad en su todo indivisible, y brindas al sol reclamando fraternidad. Nos pides que jamás vuelva a ser necesario el consuelo entre compañeros de viaje a la tumba. Pides que se plisen bien las telas del alma. Nos invitas a caminar sobre el mar de Tethys. Y la hilatura de tus palabras se vuelve también un mar que exuda misterio, un mar de letras que nos arrulla con resacas de melancolía. Eres, mi querido Ángel, un Hápax sin registro en lengua alguna, una voz que no ha encontrado léxico, una jerga usada en geografías extintas. Tu prosa es una isla de bienaventurados, un texto tuyo serpea sobre mi mente como gota de rocío por el borde de una hoja. Eres capaz de enterrar al lector en una nube, nos muestras el encanto de morir y grabas epitafios sobre muertos ilustres que resucitan en tu prosa. Como resucitas a Cela en un sueño, Alcancía. En ella depositas el lenguaje del de Iria Flavia y lo triscas con el tuyo, porque tuyo es, a pesar del enredo que sueñas y soñamos contigo.
No necesitas tomar ningún bálsamo de Fierabrás, tu talento es el propio bálsamo que alivia las dolencias del alma. Talento creativo que genera Tulpas, entes narrativos que trascienden la imaginación, donde nos ofreces la posibilidad de guardar la memoria sumida en el tiempo escenas tangibles, los hechos tal como fueron. Conservar todos los momentos es todas las épocas del mundo. Alquimia del olvido. Emotiva la semblanza que trazas de tu admirado Julio Ramón Ribeyro, ese reconocimiento fraternal en el que me parece veros a los dos exhalando humaredas de letras mientras consumís cigarrillos de nicotina y prosa. Escritores entecos de vigorosa pluma, reyes del humanismo, cuya majestad trasciende incluso cuando tomáis los hábitos del escritor pordiosero. Y después del encomio, llega el asombro de tus Gavetas de miniaturas. Miniaturas literarias que conviertes en joyas, luego de desbastar las palabras que sobran en el pliego imaginario que contienen las fábulas. De un insecto horrible alumbras formidables dinosaurios.
Tras el asombro guardado en gavetas, se te ocurre desnudarte en Los fuegos fatuos. Te despojas de tu recia timidez y exhibes las partes pudendas del hijo del tendero, tus miedos e incertidumbres. Tu pudor se torna temerario y nos hablas de ti. Abres tu interior y sacas tus pensamientos al retortero, como prendas de una colada que precisa ser lavada y puesta a orear. Confiesas intimidades; entre otras, que aspiras a no ver nunca las cosas como son. Esto, convencido estoy, no sucederá.
Descargas una andanada de improperios contra los Odiadores del silencio. Seres infames a los que, en su justa medida, pones en solfa. Como bien apuntas, esas bestias aulladoras atentan contra el petirrojo del silencio que solía proporcionar la mayor felicidad. Y otras tantas criaturas que habitan en el Tántalo, fauna que sufre el castigo de su soberbia. También recurres al uso epistolar en Carta a Marie De Vichy-Chamrond. Correspondencia con el reverbero de tu obra en sus líneas, tus otras creaciones asomando al texto presente como sello epistolario. En tales líneas aduces que el gusto nunca cansa, como la buena compañía. Qué mejor compañía que la de uno de tus libros.
Con la elegancia que adorna tu voz narrativa, nos llevas a la guerra infinita en El peso específico de la barbarie; a la pereza creativa en La lentitud del meteoro, pieza metaliteraria donde defiendes la creación como la más extrema de las experiencias humanas (desdoblamiento que satisface el hambre de irrealidad). Igual que nos sientas a la mesa del Silencio en Celebración. Una filigrana de lirismo en la que tomas asiento junto a la sombra, la placidez, los deseos, la plenitud o el Tiempo, al que tu particular mirada ve como un armadillo de escamas flexibles que representan, cada una, las edades del mundo.
Como colofón, te despides con un infortunado personaje, Suertesquiva. Un ser cuya mala suerte le volvió fatalista. Suertesquiva considera que lo mejor es apartarse del resto de los hombres porque juzgan que, quien es desdichado, es culpable de su desdicha. Sabía que toda existencia contemplada de cerca es un drama y un sainete vista de lejos. Pero tu libro, apreciado Ángel Olgoso, lo cierras con otra de tus perlas, Dóciles huestes, donde concibes un estragante pensamiento: que en realidad es nuestra sombra la que nos proyecta a nosotros. Nos piensas, al fin, con una levadura de melancolía en la mirada. Esa misma melancolía que se agazapa en un rincón del alma cuando cerramos la tapa de tus libros. Aunque, bien es verdad, tu obra no tiene lápida, porque está escrita a tumba abierta, sin miedo ya a morir ni a que la maten. Tu obra te resuelve eterno, querido Ángel, tu prosa tiene ecos de infinitud>>.
(Ramón López Pazos)
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