A principios de año nos dejó el amigo leonés Fermín López Costero. Como en Granada se editaron sus últimos libros (La fatalidad, Teatro de sombras y La costumbre de ser lluvia), la editorial Entorno Gráfico ha inaugurado con un homenaje a su calidad humana y literaria la colección Fidelis Memoriae. El fabulador o Palafitos de sueños es el título de este humilde pero hermoso homenaje, de esta bella y casi artesanal edición al modo de libro intonso, que ha sido coordinada por Francisco Acuyo y que reúne textos de queridos amigos de Fermín como Ángel Olgoso, Ester Folgueral, Carmen Busmayor, Pablo Andrés Escapa, Noemí Sabugal, Magda Robles, Giorga Pordenoni, Paolo Remorini, Isabel Baílez, Carlos Fidalgo y Francisco Acuyo.
A continuación os dejo con el texto de Ángel Escalas de Jacob, que le había dedicado a Fermín en Breviario negro. Y reproduzco con permiso un fragmento del correo que Fermín le envió a propósito de este texto -según Ángel, una exacerbación fantástica medieval de la ruta jacobea-, que da cuenta del espíritu fraternal y de la huella viva dejada entre sus amigos y lectores:
"Pero no quiero darte la matraca con cuestiones históricas. Prefiero agradecerte la dedicatoria de Escalas de Jacob, un cuento muy hermoso y muy característico de tu estilo. Mi hijo ha aprendido vocabulario con él y abrió unos ojos como platos cuando le dije que tú conocías todas las entradas del diccionario con todas sus acepciones. Tiene once años y, para mi desgracia, me ha salido futbolista".
ESCALAS DE JACOB
Hacía doscientos años que aquel peregrino trataba de llegar a Santiago. Era simple y gozador, muy afecto al cebón asado y al tinto regoldador, curioso de tierra, canciones y costumbres. Este hijo de un curtidor de Gante, vestido con pañería fina y capa encarnada, que recorría el Camino para campear entre deleites, bien abastecida la bolsa de piel de potro, lo emprendió a buena marcha pero pronto los demonios dieron en entretenerlo con mil pleitos, aquí y allá: le ponían interdictos por servidumbres de paso; lo adormecían durante meses en bosquecillos de ginesta; lo apartaban veredas secretas, lo detenían murallas inesperadas y lo descarriaban neblinas matinales; salían a él los lobos del país; atacábanlo ladrones que lo desvalijaban y debía tocar la campanilla en el torno de los conventos, llegarse de oculto a las colmenas de cortizo, a las sacristías a mendigar una hogaza de candeal y velas de sebo, a los mercados a sisar pájaros en escabeche y aceite de las alcuzas y leche de los jarros vidriados; lo obligaron a nupcias tras catar las dulces mantecas, perfumadas con especias y palos de olor, de la hija que un panadero conservaba en flor; lo mordían perros y lo derribaban caballos garañones; lo avecindaban en oscuros claustros donde un arrullo de latines lo amolecía años enteros; le mandaban vientos traveseros que lo hacían retroceder leguas y leguas... El peregrino, hambriento, desmedrado, sin oficio ni preces, con el parvo hatillo y los pies de penitente maltrechos, nunca conseguía alcanzar Compostela. Su capa, remendada, ya tenía el color de la sopa de nabo y su corazón, con ese lento trenzadillo de mala fortuna, demandas y distracciones, con ese retablo de cansancio y dolores, era el de un alma en pena. Cada día, a punta de alba, el pobre errante echaba las cuentas de la lechera y se veía ya al amparo de los repiques de Santiago. Cada día soñaba que dejaba de trashumar como las bestias, que le daba fin a su sempiterno viaje por el Camino Francés y tenía mesa franca de magras con ajo, de cualquiera carne fácil al diente y, de añadido, jalea de castañas. Cada día se le hacía la boca vino al pensar que se aquietaba en un albergue de la ciudad de Jacobo, cubierto con una manta palentina, que hallaba entre sus piedras un descanso hermoseado por la paz de la muerte. Pero cada día el gallo cantaclaro lo descubría lejos de las mañanas gallegas. Hasta que una vieja de Astorga reconoció al peregrino -cuyo inútil empeño andaba en lenguas de los más del lugar- pordioseando bajo el arco carpanel de la iglesia de San Julián, le puso un cirio bendito entre las manos y recitó un responso. Al punto, mientras las sombras serpentinas de los demonios volaban a través de portaladas y ventanas saeteras, el cuerpo aún joven del peregrino y sus ropas gastadas se pulverizaron según era modo, su osatura se descabezó y sólo quedaron de él los hollines de una hoguera que no se ve arder.
Con Fermín e Isabel
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