He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

miércoles, 1 de octubre de 2025

Reseña de "Madera de deriva" por Alejandro Molina, en Todoliteratura.

Muy agradecido al escritor Alejandro Molina por esta excelente reseña de "Madera de deriva" (Libros del innombrable", publicada en Todoliteratura.




El lienzo con que nos topamos: "Madera de deriva", de Ángel Olgoso

Alejandro Molina


Winslow Homer realizó en 1909 el que dicen fue su último óleo: Driftwood (‘madera de deriva’) en el que vemos un mar embravecido, gris y tormentoso que se confunde con el cielo. En la base del cuadro, un hombre trata de hacerse con un enorme tronco. Pero es solo un hombre: resulta, frente a las olas, insignificante, y junto al tronco, impotente. Tres décadas después, Marsden Harley pinta una pila de troncos varados en la orilla del río Bagaduce (Maine).

En esta ocasión, el óleo se centra en la madera, un montón de leños blancos, retorcidos y combados, pulidos y lisos que forman una suerte de escultura de Henry Moore. Si el óleo de Homer representa el abanico inagotable de dificultades, en ocasiones insalvables, que la creatividad, ese enorme tronco que queremos rescatar de las aguas, nos pone por delante, la pintura de Harley nos devuelve la calma tras la tormenta, poniendo esta vez el foco en las mercedes de la paciencia, en las virtudes de la decantación, en ese torno de alfarero que es el tiempo, en esas expertas manos que son la erosión, conscientes, como todo buen autor, de que a escribir se aprende borrando. Ambas obras abarcan la esencia de los textos contenidos en “Madera de deriva”, de Ángel Olgoso: textos que llegan a la orilla de nuestras vidas a través de las mareas de los años, tras haber servido de amparo a las aves que sobrevuelan el ancho océano que tejen los cajones de su escritorio, después de haber sido el asidero del náufrago en el que más tarde o más temprano se convierte todo escritor ante la temible vastedad de los papeles que pueblan la mesa de su despacho. Microrrelatos, metaliteratura, erudición, hondas reflexiones y fragmentos de diarios constituyen el resultado del nervio y la pujanza con que la borrasca literaria embate contra la mente de su autor, al tiempo que, merced al mudo hacer de los decenios, han formado un muestrario de hermosos bustos, estatuas y monumentos naturales a los que tenemos oportunidad de adorar, pues considero que Ángel es uno de esos escritores-templo a los que uno acude para rendir tributo cuando no se acoge a sagrado entre sus páginas, perseguido por el dogmático tedio de una vida impuesta. Este es un libro que emparento con la obra de Plutarco o de Montaigne, un libro que abordamos por el llano placer de leer, no solo por lo bien armado que está su estilo, sino porque nos permite revolcarnos entre sus frases hasta acabar ahítos y empapados de conocimiento, excitados como buscadores de tesoros al excavar la tierra y escuchar el golpe seco de nuestro descubrimiento, en ese trance que solo la beatitud de un afortunadísimo hallazgo puede proporcionarnos.

Un puñado de leños

De los treinta y cinco troncos que componen “Madera de deriva”, el primero de ellos, “Papel sonoro”, es arrancado directamente de entre los robles, cerezos, majuelos y quejigos del “Bosque encantado” de Lugros, y aborda, en tono crepuscular, ese amparo que es capaz de proporcionarnos un texto. Leemos:

«Un libro cualquiera —al igual que la hoja de la Dehesa del Camarate— rescatado de la mezquindad del mundo, absuelto por ahora de la devolución, el deterioro o el olvido, salvado de una desaparición quizá inminente por este préstamo de un fugaz soplo de inmortalidad que será también (sí, como para todos nosotros) un fuego que apenas caliente».

Si bien es innegable lo efímero del fuego respecto a la partitura en la que descansa la sinfonía del universo —y aun a riesgo de contradecir al autor—, en lo que atañe a la escala humana, en base a la cual a una vida pueden sobrarle muchos años, no es en absoluto desdeñable el calor capaz de proporcionar a quien, atrapado en una existencia que no es sino un páramo helado, tiene la fortuna de toparse con la hoguera que es este libro que tenemos entre manos.

En “Espuela vana”, como en “Árbol candelabro”, Ángel aborda una cuestión que encuentro fundamental en su producción: la lucha eterna entre una realidad vana y alienante, y esa otra parte donde lo fantástico y lo extraño se encargan de establecer los códigos, las técnicas y las reglas del juego. Esta hermosa imagen servirá para ilustrarnos:

«me considero una de esas personas a las que les gustaría ser hombre que bebiera agua de lluvia de la huella de un oso y, a la vez, una de esas personas que no quiere vivir en la realidad diaria y objetiva sino en el lugar en que ocurren los prodigios».

Esta poderosa estampa del hombre que bebe agua de lluvia de la huella de un oso es, quizá, la clave del pulso que el autor mantiene con un día a día ruin e insípido. Se trata de una visión nostálgica del mundo desde el idealismo romántico, que reivindica ese tiempo en el que los prodigios eran moneda de cambio, antes de que Newton redujera el arcoíris a un truco y le arrebatara la magia. Sin embargo, a lo largo de esta recopilación de textos, el filtro ‘olgosiano’, su enfoque arqueológico, que desentierra con maestría la estratificación completa de las constelaciones más viejas, es capaz de devolver a lo aparentemente cotidiano el misterio que da forma al milagro de la existencia y sus infinitas manifestaciones y coyunturas.

Después de “La pocilga de la facilidad”, un reivindicativo análisis que mira de frente a ese espejo que es la creación literaria y que devuelve dos irreconciliables reflejos: uno que aspira a «la dulce piltrafa del reconocimiento», y otro que requiere «el coraje de ser odioso»; después de “Las montañas de Plutón”, un fascinante relato de ciencia ficción que, como los grandes exponentes del género, es capaz de llegar allí donde el realismo fracasa, desnudando la realidad misma y poniendo en jaque la visión de la Historia como ciencia natural; después de “Cruzar la estepa a lomos de un oso a medianoche”, que transforma en sábanas las páginas y hace de la pronunciación y el ritmo de sus palabras un inigualable y encendido acto de amor carnal en prosa; después de todo eso, llegamos a la que para mí es el fulcro de este volumen: “Los secundarios”.

El encuentro fortuito del autor con Bioy Casares propicia uno de los mejores ejemplos de cómo escribir un libro sobre uno mismo que no trate de uno mismo, al modo en el que por ejemplo escribe Gospodínov sobre la muerte de su padre, o a la manera en la que Kapuściński nos hace participar de una panorámica actual a través del telescopio de los tiempos en “Viajes con Heródoto”. En solo tres páginas, Ángel se agiganta en su sincera humildad hasta erigirse como estandarte de cuanto nos hace humanos. Cuando el hecho vital que escogemos narrar en primera persona cruza el umbral de nuestra rutina, florece, en manos de escritores tan dotados como Olgoso, la narración de historias en tanto que una forma de conocimiento humano, tal y como María Zambrano o Iris Murdoch defendían. Esta pieza aglutina todas las virtudes de Ángel, y condensa una fuerza que ojalá eclosione algún día y nos regale ese universo tan increíblemente propio que no obstante solo puede hablar de todos nosotros, de lo increíblemente extraño que es todo lo que creemos comprender, mientras nos cuenta, como si nada, lo que le ocurrió un día cualquiera.

Querría destacar, por último, “Caminando sobre el mar de Tethys” y “Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro”. El primero de ellos nos invita a meditar acerca de la necesidad que tiene la belleza de ser contemplada, a lo que añadiría la fundamental contribución de escritores de la talla de Ángel, capaces de redactar elocuentes párrafos ante aquello que al resto de los mortales nos deja sin palabras, poniendo de manifiesto el crucial papel que los grandes escritores desempeñan en la sociedad, dado que son los traductores de nuestra propia experiencia (en este caso, de la belleza), haciéndola completa y dotándola así de su más profundo significado. Y esto es algo que el texto sobre Ribeyro reconoce de algún modo, gracias a un sentido homenaje al escritor limeño, en el que se humaniza la tarea literaria, las manchas que deja, la factura que pasa y el espíritu que la encara, con un enfoque exquisito que nos muestra la verdadera majestuosidad de los dioses al desvestirlos, en uno de los textos más hermosos que he leído sobre un escritor (uno de los que «se niega a convertir el milagro en profesión») y su oficio:

«piensa que ni las novelitas, ni el centenar de cuentos ni otras cosas menores le permitirán durar, que serán pues curiosidad y puro anacronismo, que la obra vasta y sinfónica está fuera de sus posibilidades, que -jugador de tercera división- algunos lo vieron alguna vez hacer una jugada maestra y que otros lo olvidarán».

Al calor del fuego

Como no podía ser de otro modo, las corrientes oceánicas de Olgoso nos regalan una madera mágica, que arde sin consumirse y proporciona el combustible necesario con el que inspirar a nuevas generaciones, que ilumina la oscuridad del hastío y templa el espíritu de todo aquel que desea pertrecharse como merece para afrontar la batalla contra el hábito. Es una madera, qué duda cabe, a la agarrarnos cuando naufraguemos, pero que en ocasiones más benignas, después de uno de esos paseos como los de la Dehesa del Camarate, nos llevaremos a casa, enamorados de sus formas y de las huellas grabadas en sus fibras de celulosa.