Ángel Olgoso

He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

viernes, 15 de agosto de 2025

Reseña de "Madera de deriva" por Marina Tapia en Culturamas

Siempre es algo muy especial tener por escrito los pensamientos de la persona que mejor te conoce o que convive contigo. Por eso resulta tan emocionante esta maravillosa reseña -certera y a la vez cálida- que Marina Tapia ha escrito sobre “Madera de deriva” y publicado en Culturamas.




<<“Madera de deriva” (Libros del Innombrable, 2025), el último trabajo publicado por el maestro del relato en español Ángel Olgoso, es un libro bisagra entre su ingente producción cuentística y la nueva etapa creativa, entre la ficción y la indagación y experimentación más libres, un libro abierto a cascadas de ideas y sensaciones que manan y se desatan, una especie de inventario conceptual, un registro de documentos marginales, de libros que pudieran haber existido. Un artefacto (y digo esto recordando también a mi paisano Nicanor Parra) capaz de sentar los cimientos, a través de cada uno de sus textos, para que los lectores vayamos edificando nuestro propio universo con cada relectura. Cómo se agradecen este tipo de narraciones híbridas, frescas, empapadas, embebidas de cultura, estas divagaciones exigentes y sin complejos, armonizadas por una voz que arropa con su minuciosidad de detalles, referencias y citas. Aquí no hay argumentos convencionales, lo que importa es la brújula, la esencia, el disparadero de planteamientos. No esperamos finales sorpresa, comienzos como cebos o remates altos, sólo necesitamos tener despierta nuestra curiosidad, nuestra parte más maleable, el goce de esa fruta rara que ha quedado aislada y que es deliciosa. Quizá sea imprescindible marchar al territorio Olgoso sin ningún juicio previo. Ir con traje blanco e impoluto para que las letras nos impriman su universo, impregnándonos de audacia y de singularidad. Estamos en las islas extrañas y afortunadas de los imaginarios medievales. Estamos ante una colección de cuadros que encierran otros cuadros dentro de sus márgenes, en un juego de espejos en el que la literatura, el arte o la historia se miran a sí mismas.

El autor no pretende complacer, no busca hacer valer su nombre, lo mueve un impulso genuino de fascinación y de compromiso absoluto con el lenguaje. Es un creador que indaga, que dibuja su mapa mientras se busca por caminos apartados, que nos hace partícipes de sus fabulaciones exquisitas, de sus apuntes sensoriales, de su enjambre de luces y pensamientos. Orilla la libertad que hemos perdido, se levanta firme sobre esa marea de composiciones fáciles de la actualidad; y pide al lector que lea entre líneas, que se mantenga activo, que sea −él mismo− un trozo de madera consciente y conmovido en medio de la corriente o del naufragio.

Leer un libro que abre puertas mentales es un milagro. Toparse con narraciones de difícil clasificación, inquietantes por sus enfoques y temáticas es oro puro. Ya cansada de transitar por tramas genealógicas sensibleras, por novelones redundantes que se limitan a calcar o a remedar obras, épocas o acontecimientos, encontrar otras propuestas más cercanas al ensayo, es abrir una ventana para que entre el aire del verano. Una brisa densa, cargada de perfumes, con reminiscencias de lejanos incendios o de profundidades marinas. Porque un libro no sólo puede responder a una secuencia bien estructurada, o no sólo tiene el cometido de la evasión. Un volumen de narrativa también puede ser probeta de nuevas fórmulas y especulaciones, catálogo de jugos destilados, compendio de fogonazos para que los lectores completemos el experimento, para que mezclemos el bebedizo que necesitamos o para que encendamos nuestra noche. Cultivar este tipo de literatura en tiempos áridos es toda una proeza.

Lo lírico, como en todas sus obras anteriores, también sigue presente en “Madera de deriva”. Como si de versos se tratara, os dejo con algunas frases que bien podrían serlos: “El silencio me lastima con el arrullo de sus labios de ágata, mas no aborrezco sus leyes: alfileres de paz. Sobre ribazos destilados cruje la espuma. Una dulce vibración envuelve todas las formas. No es de día ni es de noche en sus dominios” (del texto ‘Celebración’). “Veo la pasión azucarada de las libélulas [...] veo las arquerías tornasoladas de los pavos reales” (del texto ‘Tántalo’).

Ángel tampoco desdeña aquí el humor y la ironía que han sido siempre marca de la casa. En el conjunto de piezas “Gaveta de miniaturas” hace gala de nuevo de un ingenio mordaz, de una capacidad para atrapar lo sorprendente y a la vez lo irrisorio del comportamiento humano, continúa demostrando una soltura única al componer brevedades que van más allá de las estrecheces del género.

Viajamos con el autor por distintas latitudes (el Ártico, Chile, un pueblo de Córdoba, la constelación de la Osa Mayor o las Islas de los Bienaventurados) y por distintas épocas, mostrándonos cómo las historias imposibles, simbólicas y reales se entrelazan y acoplan de una forma perfecta bajo el cuidado de su voz magistral. Además, nuestro autor sabe muy bien cómo ser permeable a la dicción de distintos escritores de diversos períodos, lo que nos llevará al deleite de los ecos y resonancias de otros maestros, que parecen florecer y seguir vivos entre estos papeles. Y no sólo a través de tributos, como es el caso de Ribeyro (‘Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro’), sino también de escenarios precisos con la sustancia y la atmósfera del Camilo José Cela de los libros de viajes (‘Alcancía’) o de Álvaro Cunqueiro (‘Vino de viña submarina’), o la asimilación con Adolfo Bioy Casares en ‘Los secundarios’, el texto en el que justamente se relata un encuentro de ambos en Granada.

Con este libro, en el que Olgoso va más allá del relato en busca de nuevas órbitas, podemos ser partícipes −quizá más que en otros− de todas las preocupaciones, intereses, deducciones y lecturas que rondan por su cabeza; es como compartir su intimidad, sus propias debilidades, sus percepciones tan peculiares, ser la cámara que graba sus movimientos internos. Si pensamos que en este trabajo pesa más la destilación de sus lecturas, hay sin embargo un buen puñado de textos en los que la balanza se inclina más a lo vivencial. Nos encontramos con una indagación profunda, un exprimir la realidad y sus posibilidades a fondo. Un equilibrio entre pensamiento y vida. Cual caballero andante, Olgoso lleva sus armas: la observación acuciosa, la maestría de sus años entregado a la escritura, las perspectivas desusadas, la sensibilidad y la sensualidad de su lenguaje. Si en sus libros anteriores, veíamos a Ángel dorando delicadamente iconos a la luz del candil de lo irreal, en esta “Madera de deriva” la luz de su candil verbal alcanza también a lo empírico.

Y agradecemos la generosidad de su mirada, que recopila para nosotros conocimientos variados: pulpa y tuétano. Dispone un cofre con leyendas, fábulas, catálogos, saberes populares o excéntricos; va tras los frutos de la cultura y de la civilización para presentárnoslos limpios y brillante, tentadores y muy bien dispuestos al paladar.

Elementos que enlazan espacios (‘Papel sonoro’), nuevos motivos de revolución (‘Espuela vana’, ‘Odiadores del silencio’), cuadros fantásticos que nos siguen interpelando (‘Besos de fantasmas’), momentos de la historia en los que sumergirnos como en una gota de ámbar (‘Tulpas’), recuento de definiciones en torno al fantasma (‘Glosario’), crónica de un viaje exótico y pasional (‘Chile en el corazón’), personajes fundadores de sociedades inéditas (‘Árbol candelabro’), la mixtura de lo extravagante (‘Asterismos de la constelación de la Osa Mayor’), la integridad en el oficio de la escritura (‘La pocilga de la facilidad’), un viaje en el tiempo sin abandonar el presente (‘Caminando sobre el mar de Tethys’), por nombrar unas pocas composiciones. Como veis, todo un mundo imaginativo, intelectual e incluso erótico late entre estas páginas. Todo un cosmos olgosiano alumbrado con esa manera tan suya: recopilatoria, colorista, vertiginosa, culta, trascendente y reflexiva.

No dejéis de leer este libro, este ‘papel sonoro’ de un escritor inmenso y fundamental que enriquecerá y ampliará la visión de vuestra existencia. Un autor, un estilista en el que los ideales y la coherencia creativa vibran y hacen vibrar a sus lectores>>.

Marina Tapia

martes, 12 de agosto de 2025

Reseña de "Madera de deriva" en Zenda por Joaquín Fabrellas

No tengo palabras para agradecer a Joaquín Fabrellas su 'invitación al laberinto' de "Madera de deriva" en la revista Zenda, su exquisita y generosa travesía por este libro híbrido:




La invitación al laberinto
Joaquín Fabrellas


<<He tardado un tiempo en leerme lo último de Ángel Olgoso. Lo digo con gozo. Toda demora abre un nuevo camino en la ingente producción literaria del autor granadino.

En este caso, además, en cada relato se encuentra la clave para ese desafío lector que se nos propone. Cada texto tiene su némesis y su clímax. Se empeña nuestro autor en plantearnos un problema, del tipo que sea, y conforme te adentras en la lectura se escucha primero esa música íntima que acompaña lo literario creando un cronotopo, una marca que quedará indeleble en el corazón lector, y después un camino de salida de la ensoñación literaria.

A diferencia de lo narrado en otros de sus volúmenes, los intereses que ahora trata el escritor tienen que ver con lo terrenal, con lo cotidiano, con aspectos que antes no había tratado en su selecta narrativa, ya que había recorrido lugares aún inexistentes, o espacios exteriores, casi acercándose a la ciencia ficción, o a reinos antiguos o ficciones aterradoras de soledad cósmica.

Sin embargo, pese a haber un cambio de registro estilístico, en este nuevo libro Olgoso sigue transitando los lugares del sueño, porque los sueños son lugares reales que existen de forma breve pero cuya memoria queda escrita para siempre.

Reúne aquí el autor treinta y cinco cuentos que colman el placer lector.

Borges dijo de Quevedo que equivalía a toda una literatura. Pues bien, leer a Olgoso, me aventuro, equivale a una clase acelerada de literatura excelente. Decanta la lectura (la lectura profunda como marca del escritor) y la metaboliza en sus relatos. Así surgen textos como “Enterradme en una nube”, en donde recuenta y trata de buscar el epitafio más hermoso entre diferentes autores predilectos:

“Ninguna vida que no se haya escrito se ha vivido de verdad”, según Gertrud Stein. O, por ejemplo: “Haced un orinal con mi cráneo”, según Joshu Joshin.

De unos epitafios nos marchamos al tratamiento del azar en los libros, en donde podemos encontrar los hápax legomena, es decir, esas palabras que solo han aparecido una vez de forma escrita en la lengua y no se han registrado en ningún diccionario porque no han existido, y solo una persona los ha encontrado.

Fulguraciones léxicas, azar que hace que nos encontremos con esa palabra entre ruinas y restos de textos antiguos. Olgoso nos propone varias en “Hápax”, una encontrada por él, la cual no desvelaré, pues pronunciarla es darle carta de naturaleza, y eso corresponde al lector curioso cuando lea este volumen.

Mientras se avanza, el autor crea un mundo en miniatura, con fronteras claras, mapas exactos de los lugares. En pocos autores se dan tan bien estos condicionantes de la narrativa: tiempo, lugar, autor, el cristal con que miramos y asistimos a esa recreación sensorial de la materia, de lo narrado, la vivificación de lo sensible.

Yo creo que Olgoso es un hacedor de laberintos, te reta a que entres en ellos y a que salgas, no lo antes posible, sino cuando el lector estime oportuno.

Yo tuve la posibilidad de quedarme en uno, en “Bálsamo de Fierabrás”: lo que parecía una referencia inerme al bálsamo del Quijote se ha transformado en todo un tratado para prevenir lo que se debe hacer para no convertirse en un enfermo imaginario, para aquellos que padecen el mal de Stendhal o padecen de hipocondría:

“[…]la literatura les permite olvidar por un tiempo la ferretería de los dolores (en acertadísima expresión de Macedonio Fernández), abstraerse de los tratamientos, postergar la mano tendida a la muerte”.

Notable es aquel relato llamado “Tulpas”, en donde se habla de los lugares que han quedado, existiendo, tras una lectura en el corazón lector:

“[…] el poeta chino Li Po, ebrio en una barca, intentando abrazar la luna en el lago; el momento en que san Bernardo, agobiado por las moscas, la excomulga y estas mueren en el acto […], algunos grandes errores literarios, el reloj de Hamlet, los leones de Kipling, la sobredosis de marihuana en “El perseguidor” de Cortázar”

En este “Tulpas” hay una especie de catálogo de alephs cotidianos que existen gracias a ese otro mundo de la lectura.

No importa el relato que escojas, porque siempre se aprende algo que queda. Procede su literatura de la reflexión, así dice en “Las montañas flotantes de Plutón”:

“El mundo que creemos visible es, en realidad, una suerte de origamis cuánticos, de capas de civilización plegadas con extrema minuciosidad, de geografías y existencias cinceladas primorosamente a golpe de códigos binarios”.

Razón no le falta. El mundo real está siendo sustituido por una copia pixelada y digital.

Prosigo. Olgoso es una fiesta, un placer escaso en estos tiempos de best sellers furibundos.

No solo es placer lector. En “La pocilga de la facilidad” también hay crítica a la literatura y a esa figura que tanto se da en los últimos años: el escritor advenedizo que no puede aguantar esa vena explosiva que le asalta cuando ve que su vida no ha significado nada y se pone a escribir las intensas experiencias sentidas mientras toma un café esa mañana:

“Si se les pregunta, todos dicen vivir para expresarse, para rescatar la poesía ahogada en el tintero […], todos saben que hay más brochas que pinceles […]. Sin embargo nadie desea el silencio, el anonimato, el desamparo inclemente”.

La literatura de Olgoso juega con los diccionarios, con las palabras, incluso se atreve con el diario personal y la correspondencia, sí, ese ejercicio estilístico que hace siglos desapareció. Convoca a grandes autores de la literatura. ¿Qué me dicen de ese encuentro con Bioy Casares, il miglior fabbro de Borges, en plena Granada y al cual apenas Olgoso se atreve a saludar, o el relato donde nos trae a Ribeyro, del que ya pocos lectores actuales se acuerdan de ellos?

A veces la excelencia está muy cerca, a tan solo unos kilómetros de casa, o a un estrechar de manos; yo los invito a sumergirse dentro de alguno de sus relatos, que encuentren el suyo y se metan dentro, ya verán qué bien se está ahí.

A veces no hay que salir de los laberintos. O que el camino de vuelta les sea largo>>.

domingo, 10 de agosto de 2025

Acerca de "La gloria del mundo", de Francisco Silvera

ACERCA DE "LA GLORIA DEL MUNDO", 
DE FRANCISCO SILVERA


    
De vez en cuando, en la travesía de nuestras vidas lectoras, nos cruzamos con uno de esos autores cada vez más escasos, Francisco Silvera por ejemplo, islotes creativos donde aún florece la riqueza estilística, la alegría barroca de la lectura, la voluptuosidad de saborear y paladear cada palabra viva, carnal, cromática, vibrante, henchida, aromosa, nos topamos con uno de esos silenciosos y valientes gusanos de seda que hilan -a contracorriente- la auténtica cultura. Al igual que ocurre con otros escritores discretos como José A. Ramírez Lozano, Óscar Esquivias, Emilio Gavilanes, J. Antonio Tamez-Elizondo o Rodolfo Padilla, o más visibles como Manuel Moyano, Eloy Tizón, y Miguel A. Zapata, que conciben también la literatura como retos que afrontar, como una avanzadilla de formas y conceptos novedosos, como humildes torres vigía en un páramo desecado. Este librito de Francisco Silvera, “La gloria del mundo”, logra que el lector se rebulla con deleite y glotonería, como “al albur de las mareas”, siendo “los ojos hontanares del placer”. Ese lenguaje a borbotones, abundoso, como una lluvia feraz que va dejando empapado al lector, esa poesía tangible y pesable que rebosa vigor, está a años luz de la hojarasca, de la maleza, de las ubicuas flores de plástico que se quieren hacer pasar por fresca vegetación literaria, a años luz de la altanería de lo ramplón y de la penuria expresiva. En “La gloria del mundo” huele a nuberío, a aire resinoso, a pastosidad de damas de noche, a terrón humedecido, al aliento subterráneo de la granazón en las semillas. Las páginas, y con ellas los personajes, rielan como el azogue, y “la realidad era un zumbar de movimientos admirables”. El añorado poeta de la imaginación Rafael Pérez Estrada dejó escrito que hay palabras que, bien tratadas, acaban adquiriendo el brillo único de ciertos cristales, como centellas y chispas que danzan abandonadas en la arena de una playa remota.

    Los que buscáis esos libros nacidos de ’los adentros’ y no fabricados, que ya decía Teresa de Ávila, haceos con alguna muestra de la abundante obra narrativa de Francisco Silvera (“Las apoteosis”, “Libro de las taxidermias”, “Libro de los humores”, “Álbum blanco”, “Tenebrario”, “Las criaturas o Libro de las causas segundas”, “Mar de historias. Libro decreciente”, “Los camaleones” o “Libro de los silencios”); poética (“Libro del ensoñamiento”, “Delta”, “Pintar el aire”, “Amor, Poder y Geometría”) o ensayística y editorial (sus escrupulosos estudios sobre la poesía de Juan Ramón Jiménez o Antonio Carvajal, y “La vida de la Cultura o Contra la cultedad”). Leed “Los animales felices”, el delicioso bestiario en marcha que está publicando cada día en Europa Sur. Romped una lanza por autores que reverencian el lenguaje y lo trabajan como empecinados herreros u orfebres, por autores que gustan de experimentar con la forma. No los dejéis en la indigencia repitiendo la dramática frase de Felisberto Hernández: “Cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor”. Así podréis repetir algún día los pensamientos del Hermano Luis al final de “La gloria del mundo”: “Percibió la armonía, la paz de los frutos de vivir, la perpetua proporción del alma del mundo. Atrás quedaba el desorden de una época; oculto, el estiércol de sus solemnidades; manifiesta, la sencillez mórbida de la ignorancia”.

    De vez en cuando, en la travesía de nuestras vidas lectoras, tenemos la suerte de arribar a una de estas Islas de los Bienaventurados.

viernes, 8 de agosto de 2025

Reseña de "Madera de deriva" por Santos Domínguez

Impagable esta reseña del poeta, profesor y crítico literario Santos Domínguez a mi último libro, “Madera de deriva” (Libros del Innombrable) en su blog de referencia En un bosque extranjero.


<<Cinco años después de dar por cerrada con Devoraluces su fecunda etapa de casi cuarenta y cinco años como narrador de ficciones, con setecientos relatos que están siendo recopilados en seis volúmenes temáticos, Ángel Olgoso reúne en “Madera de deriva”, que publica Libros del Innombrable, treinta y cinco textos que en su riqueza miscelánea y en su diversidad se resisten a cualquier intento valor de clasificación, por otro lado inútil cuando estamos, como en este caso, ante la alta literatura:
Llegado el caso, concebir un pensamiento cuya simple formulación pudiera hacer añicos el universo, como esa idea gnóstica de que el mundo fue echado a suertes entre los ángeles. O que en realidad es nuestra sombra la que nos proyecta a nosotros: imaginarnos títeres bullidores de la propia sombra, marionetas sin voluntad, al albur de esas cenefas oscuras a ras de tierra, de esos filetes de fieltro, de esos ribetes perpendiculares, de esas siluetas galoneadas, de esas misteriosas veladuras, de esas huellas delebles, de esos papeles vitela, de esos diosecillos recoletos, arrastrándonos con ellos por las esquinas del mundo, sincronizados, bien batidos de acá para allá, como las bordadas de un barco, como torres de peaje en medio de un río, como árboles ahorquillados, huyendo del peligro de los soles de agosto, dando realce acordadamente a nuestra sombra como un traje de lanilla ligera, creyéndonos aún en el congreso de los vivos, echando las cuentas de la lechera de lo que pudimos hacer por nosotros mismos, añorando los vasos de la sangre y el libre albedrío, espolvoreado sobre el cuero de nuestra piel el polvo de caminos no elegidos, llevando en el mirar -heridos de ala- una levadura de melancolía.
Con ese texto, “Dóciles huestes”, se cierra un volumen agenérico, lo que los clásicos hubieran llamado un jardín de flores curiosas o una silva de varia lección. Una colección caleidoscópica de textos que tiene algo de enciclopedia deslumbrante recorrida por el amazónico estallido de la vegetación imaginativa y por la constante celebración de la palabra.
Textos que mantienen una evidente relación con el resto de la obra de Ángel Olgoso: la excelencia de la prosa, la persistencia del impulso lírico y del pulso narrativo, la presencia de lo mágico, lo misterioso y lo fantástico, tan presentes en los magníficos “Asterismos de la constelación de la Osa Mayor”. Este es uno de ellos:
ALIOTH
La cantiga 103 de Alfonso el Sabio cuenta la historia de un monje que ruega a Nuestra Señora para que le permita probar, en vida, las delicias del paraíso. Una tarde paseando por el jardín del monasterio, ve una fuente de agua cristalina y oye el canto de un pajarillo que le deleita. Al retornar al monasterio, creyendo que era la hora de la cena, se encuentra todo cambiado; le dicen que han transcurrido trescientos años desde su paseo.
Textos fronterizos que transitan desde el ensayo narrativo heredero de Borges (‘Hápax’) a la especulación histórica de “Tulpas”, desde la crónica viajera y sentimental de “Chile en el corazón” a los epitafios de “Enterradme en una nube” y a las entradas de diccionario de “Glosario”, desde los microrrelatos de “Gaveta de miniaturas” al homenaje a dos de sus referentes literarios: Ribeyro (“Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro”) y Adolfo Bioy Casares (“Los secundarios”).
A ese carácter caleidoscópico de “Madera de deriva” se refiere Óscar Esquivias cuando escribe en el “Prologuillo hecho con astillas” que abre la edición: “Ángel Olgoso ha escrito un libro al estilo de los que tanto le gusta leer: variopinto, raro, sabio, misterioso, lleno de fervor por la literatura, en el que relata historias reales que parecen fábulas y cuentecillos con aspecto de noticias o crónicas. El lector puede recorrer las páginas de “Madera de deriva” como quien visita una ciudad medieval, se deja llevar por la intuición y camina al azar, escogiendo los callejones más bellos y pintorescos. No es tanto un libro como un zoco oriental, el bosque frondoso de una leyenda romántica, un laberinto de palabras donde es un placer perderse.”
Los espléndidos textos híbridos de “Madera de deriva” culminan un proceso continuo y creciente de escritura en libertad que indaga, más allá de la ficción de su etapa anterior, en lo autobiográfico y en lo confesional, en la mirada al espejo que dibuja el rostro del que escribe y refleja el entorno personal y literario del autor, como el intenso “Los fuegos fatuos”, un párrafo compacto al que pertenecen estas líneas:
Me conozco pero no me conozco. A hurtadillas, veo mi lado Tonio Kröger, alguien pudoroso en exceso рего temerario en ocasiones, lacónico pero parlanchín cuando consigue confianza, no meditativo pero residente en las nubes, domesticado hasta la médula pero insobornable, noble pero puntualmente mezquino, desprendido pero rencoroso como el asno del papa que guardaba su coz durante ocho años, instintivo pero calculador, entusiasta pero desesperado, perezoso pero infatigable trabajador, amable con todos pero fiel con ninguno, y escindido entre su cuerpo real y las páginas de escribiente que ha ido segregando, meros reflejos de ilusiones; como uno de esos seres idealistas -pienso en Jules Laforgue- que pasan por la vida soñando despiertos sin apenas hacer ruido, más por circunstancias inherentes a su propia naturaleza que por deseo íntimo, ajenos a las estridencias de la sociedad o al hervor del guiso literario, y buscando sin premura las felicidades pequeñas. Me conozco рего по me conozco. Vida en la sombra. Más aún, el sueño de una sombra. Extraña disgregación. Identidad, estados, humores, sentimientos desleídos, neutralizados en una especie de disolvente. La apariencia como una fosforescencia, como una huella de caracol. Sólo sé algunas cosas. Que probablemente nunca seré de los que dicen «no, que me conozco». Que todos somos iguales en el hecho de ser únicos. Que el mundo está lleno de colmillos. Que de Granada me gusta la jaula, no el pájaro: Que lo que deseo no suele realizarse jamás, mientras lo que temo se cumple siempre. Que cualquier detalle de afecto me conmueve, por la falta de costumbre. Que, sin embargo, un individualismo feroz me lleva a no desear depender de nadie. Que prefiero viajar por valles amables y no por riscos y montañas, al contrario de como definía Blake su destino. Que estoy desarmado ante el lado externo y utilitario de la realidad, inepto para la menor gestión práctica. Que si no tuviera familia, o si no hubiese atravesado la zarza ardiente del amor, acabaría mis días dedicado al silencio: un monje jerónimo en el monasterio segoviano de Santa María del Parral. Que carezco del énfasis y la convicción de un Szukalski y su arte barbárico («Meto a Rodin en un bolsillo y a Miguel Ángel en el otro, y camino hacia el sol»). Que un escritor corre peligro de malograrse si -por su infortunio, su timidez, su entorpecimiento, su desinterés, su disidencia o su soledad radical- pasa desapercibido. Que profeso la pasión por el atajo; es decir, por la brevedad. Y una culpable afición a sabotearme a mí mismo, sin la infinita capacidad de Kafka para ello. Que añoro sobre todo ese contento puro de los niños cuando nieva. Que me horroriza lo primario a la vez que me tienta. Que este hijo de un tendero -como también lo fue Hitchcock- abomina del suspense en la existencia, ese doloroso desconocer si a otro instante seguirá una dicha o una catástrofe. Que, contradictorio, sin ninguna pretensión, en cambio no me resisto de manera absoluta al impulso de dejar alguna huella.>>


miércoles, 6 de agosto de 2025

Reseña de "Estigia" por Rodolfo Padilla

Muy agradecido al escritor Rodolfo Padilla Sánchez por su completísima, por su excepcional reseña de "Estigia" (Eolas) en la Revista MoonMagazineMoonMagazine.



MEMENTO MORI
Reseña de Estigia, de Ángel Olgoso (EOLAS Ediciones, 2025)

Rodolfo Padilla Sánchez


    ¿Qué nos espera al otro lado? Algunos dirán que el fuego del Infierno o la luz del Paraíso, una estancia en el Purgatorio que todavía podemos reducir con el pago de indulgencias, la Daena vieja o hermosa al otro lado del Puente de Cinvat en virtud de nuestros actos en vida, tal vez tengamos que seguir al perro que nos lleve al Mictlán o esperar que la pluma de Maat no nos arroje a las fauces del terrible Ammyt. Quizás, cuando esta máquina de languidecer (en homenaje a otro título de nuestro Caronte particular) emita el último suspiro, nos encontremos con la nada, con el vacío, o regresemos reencarnados en un insecto. La muerte es, junto con el amor, un tema universal que ha supuesto el centro de las preocupaciones del ser humano desde sus orígenes, por eso la religión busca moralizar y dar consuelo, la ciencia ensaya la inmortalidad, la filosofía reflexiona sobre la esencia del ser y el arte la ha utilizado para combatir a la vanidad en épocas de crisis o para ensalzar la vida en años felices.

    Nada es seguro frente a la muerte, salvo la muerte misma. Por eso, una vez hemos sucumbido a ella y aparecemos a orillas de la laguna mitológica que nos llevará irremediablemente al Hades, es mejor tomar la mano del barquero que nos amenizará el viaje con las múltiples historias que desde su desbordarte imaginación iluminan el inframundo. 

    Ese barquero no es otro que Ángel Olgoso, quien después de Bestiario y Sideral, publica Estigia, el tercer volumen temático de sus cuentos en EOLAS Ediciones, en la colección «Las puertas de lo posible», de un total previsto de seis. Compuesto por noventa y nueve relatos, es hasta el momento el más extenso de los tres volúmenes y evidencia, como el propio autor afirmó en una entrevista para Todoliteratura.es, que la muerte es un tema que le obsesiona «porque siempre está ahí como una sombra, rodeándote sin que te des cuenta, una presencia en sordina y, cuando de pronto se repara en ella, con un escalofrío, uno se siente como perdiendo pie, como tanteando en lo oscuro». Y es que no hay mejor manera de definir la literatura olgosiana que como un vértigo en la cuerda floja, un juego de expectativas donde la sorpresa, lo inesperado, nos deslumbra o aterroriza, nos hacer sudar, reír o temblar, nos transporta a lugares lejanos en unas pocas líneas o en varias páginas nos invita a la introspección. 

    Si utilizamos una doble terminología artística, Estigia conforma a la vez un collage y un mosaico: un collage, en tanto que cada tesela (cada relato) está fabricada de un material diverso de tonos, estilos, espacio, tiempo y temas, si bien están atravesados por el protagonismo absoluto de la muerte, el cual compone el mosaico en el que Olgoso-Caronte nos conduce hacia reflexiones profundas, terroríficas aventuras, cementerios profanados, canibalismo o sacrificios rituales, a veces con ironía o con la increíble ternura o la inocencia que transmite incluso en las narraciones más crueles e inhumanas, dejando un agradable sabor de normalidad entre lo extraño y terrible de suicidios (a veces reincidentes), asesinatos perpetrados o padecidos, fanatismo sectario, guerra, coleccionistas extravagantes, los viajes eléctricos de un condenado a muerte, niños sacados de las entrañas de su madre muerta durante el funeral, una barbería de muertos o el amor entre una madre y una hija unidas por un vínculo más allá de la sangre. 

    Entre la diversidad del collage, como señala Ana María Shua en su prólogo, hay una multiplicidad de estilos, desde las frases cortas y lapidarias de relatos como «Designaciones» o «Cuenta atrás», donde logra edificar un mundo y acabar con una vida en escasas líneas, hasta los relatos más barrocos e intrincados que mejor definen su estilo, con enumeraciones caleidoscópicas que fragmentan y diseccionan la (ir)realidad para describir todas las perspectivas posibles como en un cuadro cubista, relatos oscuros con otros luminosos, contemporáneos o historicistas como en «Quauhxicalli» o «El Valle», con la influencia de leyendas y cuentos populares como en «Toque de ánimas» o el registro coloquial de un velatorio en «Jueces del valle de Josafat», la narrativa japonesa en «Fantasmas de las Cuatro Suertes» o de la china de «Wu», con cierta pretensión edificante; relatos que nos invitan a viajar a lugares lejanos como la India de «Vínculos» y «El tintero de bronce», a cometer un asesinato infinito en el cíclico «Crimen perfecto» o a apreciar la espantosa y corrupta resurrección por medio de la jardinería en «Océanos de ceniza». 

    La comunión entre brevedad y tensión narrativa se manifiesta de forma palpable en relatos como «Conjugación», un microrrelato que al parecer pone siempre José María Merino como ejemplo del movimiento interno que debe tener este género:

Yo grité. Tú torturabas. Él reía. Nosotros moriremos. Vosotros envejeceréis. Ellos olvidarán.
 
Gracias a esta multiplicidad de temas, estilos y tratamientos, Olgoso logra componer un mosaico perfecto de la muerte como tema universal, donde a veces se ríe de ella o la trata con veneración o hace una desgarrada crítica social en relatos como «Introito para arpa de tendones humanos», una escena extrema convertida en alegato capaz de disuadir todo afán belicista, o «Días felices», donde una montaña se lamenta de la barbarie del ser humano, ejemplo animista del que también encontramos otros como «Los trabajos del carnicero». Pero la muerte no es solo una dama vestida de negro y con una guadaña que siega nuestras vidas y nos lleva al más allá (sea el que sea), sino también la kafkiana rutina de «Un fúnebre sabor a tiempo muerto» que hace una ácida crítica al sistema que nos empuja a la repetición cansina e irracional de estar muertos en vida, y la búsqueda desesperada de la inmortalidad en la extravagante colección de «Naglfar». Incluso hay cabida para preguntarse con qué ojos miraríamos la vida si regresáramos de entre los muertos como en «La ciénaga» o para hacer una relectura de los mitos bíblicos con el Dios caprichoso de «Alternativa», así como el riguroso cumplimiento del voto de silencio que imponen las «Novedades en el cortejo» de una cofradía en Semana Santa o cómo el hambre puede llevarnos a cometer atrocidades contra seres celestiales en «Las huellas de los pájaros en el aire», que recuerda a aquel relato de García Márquez «Un señor muy viejo con unas alas enormes», pero con un final más tremendo y que deja las mismas dudas que en el narrador y, de forma inevitable, una habitación embargada por el olor de las almendras.

    Lo más destacado de sus relatos, junto con su extrema originalidad y el humor negro de muchos de ellos, es la naturalidad y la inocencia con que Ángel Olgoso puede narrar algo tan terrible como la interpretación literal de las frases hechas de «El futuro pertenece a nuestro alumnado» o la ternura con que afronta la pérdida cargada de remordimientos de un ser querido en «Tributo», la mezcla romántica y trágica de sufrir o imaginar la muerte de la persona amada de «La muerte desordenada» o «Los simunes del deseo». Además, y como es su sello personal, manifiesta la maestría de levantar falsas expectativas desde un título desconcertante como en «El octavo día de la semana» o «El confeti de nuestras cenizas» para adentrarnos en una narración que bien nos lleva desde lo común a la espiral de felicidad macabra que culmina con una última línea impactante, o bien establecer lo extraño e inquietante como regla para romperlo con la normalidad más absoluta.

Las alusiones al arte no son gratuitas, pues Ángel Olgoso concibe su literatura como los arquitectos de la antigüedad grecorromana que buscaban el estupor; él lo consigue con una literatura que cuida el detalle hasta el extremo, manejándonos a voluntad en relatos laberínticos que nos pierden o lanzándonos un dardo certero que nos hace replantearnos hasta lo más básico de nuestra existencia, utilizando a veces un vocabulario elevado y obscuro para, justo después, cambiar a un registro coloquial y de aparente simplicidad que no menoscaba sino que resalta la variedad de un estilo tan inabarcable como la propia muerte a la que homenajea en este volumen.

    Ahora, el viaje parece acercarse a su fin cuando la barca arriba en «El purgatorio» y este autor, que durante noventa y nueve relatos se ha erigido en nuestro Caronte a través de la laguna Estigia, finaliza su obra y se dispone a descansar para toda la eternidad. Y nosotros, sin más remedio, nos apeamos con el convencimiento de que la muerte es infinita y en ella cabe hasta la inquietud, los rumores, la asfixia, la desesperación y, si ahondamos en ella, también la risa y el placer.