He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

lunes, 27 de octubre de 2025

III Festival Internacional de Ficción Insólita "Quimeras"

Todo un placer literario, amistoso y nada quimérico estos días en el ‘insólito’ Festival Quimeras de León, en compañía de mi 'hermano' mexicano Alberto Chimal, de mi 'hermano' gaditano Félix Palma y de otras también impagables integrantes de la hermandad de la literatura de imaginación, Elia Barceló, Raquel Castro, Susana Barragués y Arantxa Rochet. Mil gracias a Natalia Álvarez Méndez, a Ana Abello Verano y a Paula Fernández Chamorro por su generosidad, impecable labor organizativa y entrañable conversatorio, así como al fiel y receptivo público y a Marina por las fotos. Una experiencia inolvidable en el Palacio del Conde Luna y hermosos aledaños leoneses. En Youtube se encuentran enlaces a todos los actos de este III Festival Internacional de Ficción Insólita. Os dejo con imágenes de algunos de ellos, con los videos de las dos intervenciones de un servidor:

COLOQUIO CON ÁNGEL OLGOSO "Un mundo de relatos".

Lectura de microrrelatos. VELADA FANTÁSTICA CON ALBERTO CHIMAL, ÁNGEL OLGOSO Y SUSANA BARRAGUÉS SAINZ 

Y con distintos enlaces de prensa:

https://www.heraldodeleon.es/articulo/cultura/festival-quimeras-despliega-fin-semana-literatura-fantastica-palacio-conde-luna/20251024095118054293.html




https://www.diariodeleon.es/cultura/251025/2063956/quimeras-inspira-leon-mejor-ficcion-insolita.html


https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/alberto-chimal-vivimos-en-mundo-hace-diez-anos-se-habria-considerado-ciencia-ficcion_184747_102.html










https://www.diariodeleon.es/cultura/251017/2063094/quimeras-toman-leon.html

https://ileon.eldiario.es/cultura/vuelve-leon-festival-internacional-ficcion-insolita-encuentros-literarios-fantastico-mitico_1_12691451.html

Reseña de "Madera de deriva" por Francisco Morales Lomas en Cuadernos del Sur


Francisco Morales Lomas publica este completísimo y generoso acercamiento a "Madera de deriva" (Libros del Innombrable) en el suplemento Cuadernos del Sur del Diario de Córdoba:


<<NUEVO CICLO NARRATIVO.

El granadino Ángel Olgoso se halla entre los ilustres que han obtenido en dos ocasiones el Premio Andalucía de la Crítica, en su caso en la modalidad de relatos, además de más de treinta premios como el Internacional Julio Córtázar, el Clarín, el NH, Caja de España… Es uno de los escritores andaluces con mayor proyección nacional, habiendo sido antologado en más de setenta antologías del género. Su obra es amplia desde que en 1991 publicara ‘Los días subterráneos’. En 2022 comenzó la publicación de sus cuentos completos (700) en seis volúmenes temáticos, por parte de la editorial Eolas en su colección ‘Las Puertas de lo Posible’. Además es fundador y rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos con textos traducidos al francés, inglés, alemán, italiano… Con ‘Madera de deriva’, se inicia una nueva etapa en la que los elementos autobiográficos poseen un espacio e identidad propia tanto como la reflexión metaliteraria. Se trata de un escritor con oficio bien aprendido. Con apenas unos trazos puede construir una historia atractiva, solvente y singular para el lector. Obras con la sabiduría del equilibrio (ese difícil arte del relato para que no sobre ni falte nada) en la creación de mundos precisos y en la resolución fáctica (qué complicado resolver el final de un cuento) de esos inestables armónicos narrativos, con un lenguaje cuidado, certero, eficaz e imprescindible. Son breves argumentos que proyectan la búsqueda de la identidad perdida, la injusticia del ser humano, su afán de venganza o de equidad, la justificación de los actos, la reacción extraña ante lo insólito del mundo, la superación de la realidad del misterio, la sensación de amenaza permanente que soporta el ser humano, el despliegue de las obsesiones, lo sobrenatural humano, la amistad o la repulsión…

‘Madera de deriva’ es una obra enormemente rica, heterodoxa, plural… Por momentos pueden parecer reflexiones de tipo ensayístico; en otros una evidente crítica social (que no se ha prodigado en su obra) o la más íntima presencia de su mundo siempre fantasioso, lejano de la realidad aunque esta se encuentre presente a su modo con un cierto costumbrismo, como en el relato «Chile en el corazón», donde cuenta su viaje a ese país con Marina. Historias que siempre mueven a la expectación y al encuentro con un lenguaje cuidado, esmerado y sutil, muy preciso, y un recorrido por sus grandes autores que aquí están presentes: Borges, Bioy Casares, Cela, Cortázar o José María Merino, su gran amigo. Su obra se mueve a caballo entre los axiomas y la enciclopedia, entre las abigarradas lecturas y la presencia de un modo personal, original y muy olgosiano, que puede ser una reflexión ecológica, sobre la lectura o sobre la poesía… y no menor por momentos es su concepción culturalista y diletante del texto literario. Con una enorme inventiva y singular capacidad para fantasear por los vericuetos del ser humano, su mundo y su existencia. En el prólogo de Óscar Esquivias nos habla de un libro «variopinto, raro, sabio, misterioso, lleno de fervor por la literatura, en el que relata historias reales que parecen fábulas y cuenticillos con aspecto de noticias o crónicas». Esta versatilidad y variedad tanto temática como formal es un elemento fundamental en esta nueva etapa tanto como ese amor por la vida y la literatura con la que tiene mucho que ver su compañera de viaje, la poeta chilena Marina Tapia. Todo ello hacen de ‘Madera de deriva’ un libro de gran calidad literaria y de gran personalidad en donde se muestra de nuevo la facilidad de creación, el amor a la palabra y al rescate de lo vivido, donde temáticas sociales o ecológicas se abren paso, así como las reflexiones metaliterarias o cuasi biográficas a las que hasta ahora había sido bastante remiso.

Es un escritor para el que la facilidad del verbo le permite adentrarse en aventuras culturalistas, en cuadros, glosarios, pero también construcciones memoriales como el citado texto «Chile en el corazón», el relato más extenso. Hay mucho de idealismo creador y también de análisis crítico cuando habla de algunos escritores como la pocilga, «cochiquera gremial» para referirse aquellos que no transigen con la dificultad creadora y apuestan por la simplificación. La variada presencia de significantes dotan a esta obra riqueza y le dan un carácter definitivo, con la construcción de historias realistas, axiomáticas, críticas o surreales como la del predicador en la Antártida. Su pasado, sus sueños, sus derrotas, junto con una mirada siempre presta al asombro nos permiten hablar de un autor esencial, con un discurso ético profundo que defiende la fraternidad y un mundo decente. Un escritor en el que su rica fantasía le permite adentrarse por cualquier temática con una guía siempre presente: «Escribir es una inmolación consciente y razonada que el verdadero escritor hace de su tiempo».

(Francisco Morales Lomas)

domingo, 19 de octubre de 2025

Presentación de "Madera de deriva" en la librería Picasso

Gracias a los numerosos amigos que nos acompañaron en la presentación granadina de “Madera de deriva” (Libros del Innombrable) en la cálida ribera de la librería Picasso. Mil gracias a Jesús Ortega por su impresionante y contextualizadora introducción a estos ‘juegos de la edad tardía’, por su sagaz enfoque de esta literatura a contracorriente. Y gracias cómo no a Marina, Jesús, Dani y Chema por el abundante aparato gráfico. Os dejo con mi texto y una breve selección de imágenes:







PRESENTACIÓN DE MADERA DE DERIVA

    Este libro fue escrito en la cárcel, o al menos durante un encierro forzoso, el mismo que sufrió toda la humanidad en aquellos extraños meses de 2020. Pero incluso de una pandemia letal pueden extraerse -si se es afortunado- vivencias inefables y deliciosas; para empezar, la de tener la suerte de estar encerrado durante noventa días con una criatura milagrosa como Marina Tapia, poeta y artista de nacimiento, que no sólo hacía de contrapeso de una realidad horrorífica, que no sólo era capaz de disolverla con su ternura, sino que lograba acondicionar una atmósfera y un espacio creativos, un terreno fértil donde seguía floreciendo la vida. Marina, las casi mil páginas de los Cuadernos de Cioran y la redacción de este libro, Madera de deriva, fueron el trípode de aquel insólito tiempo de reclusión, de aquella moderna danza macabra.
    Durante cuarenta años mis relatos, más que raíces -que también- tenían alas, pues eran esencialmente obras de imaginación. Pero llegó un momento en que me volví perezoso ante la dura labor de convertir un fulgor que cruza por tu cabeza en una ficción perfectamente amueblada, en que me apetecía acercarme a la imaginación desde otros ángulos, en que quería evolucionar, probar otros modelos distintos a la narración tradicional, otros puntos de partida que conectaran con insospechados senderos, sacrificar la anécdota a las múltiples aristas de un prisma literario. Deseaba recrear la vida física y mental combinando géneros, usando todos los mimbres y formatos posibles, exponer las ideas con menos trabas; y seguir haciéndolo con la exigencia estética de siempre, con un amor incondicional por el lenguaje y su armónico rumor. Llegó un momento, como digo, en que ansiaba quitarme por fin el corsé, sentirme más libre, borrar contornos, amalgamar elementos que normalmente no deberían estar juntos, abrirme a una hibridación que me iba pareciendo cada vez más sugestiva, explorar esa tensión entre el yo y el mundo exterior, componer volúmenes de difícil clasificación; formar parte, en definitiva, de los que Manuel Rivas llama “contrabandistas de géneros”.
    De hecho, esporádicamente, ya había intentado ensanchar los límites narrativos, ya había sentido la necesidad de contar de manera diferente, ya había experimentado nuevos registros en mis relatos a lo largo de cuatro décadas. Y Devoraluces, mi literalmente último libro de relatos, es la bisagra que separa los setecientos relatos de la primera época de esta segunda, más heterogénea, fragmentaria y malabarista, donde se apuesta de manera aún más acendrada por el juego, por el cambio de tono o de estrategia. Además, y a propósito de la barbaridad de aquellos centenares de relatos escritos, y para responder a los que suelen preguntarme incrédulos por qué he dejado de escribirlos, recuerdo el chiste que contó Billy Wilder cuando al final de su vida le entregaron un premio honorífico, justificándose por no rodar más películas: <<Un anciano va a ver al médico y éste le pregunta ‘qué le pasa’. El hombre dice ‘no puedo orinar’. El médico le pregunta ‘cuántos años tiene’. ‘Noventa’, responde el hombre. Y el médico le dice ‘ya ha orinado bastante’>>.
    Quizá lo que ocurre realmente es que, con la edad, tal vez se va perdiendo el sentimiento de asombro y curiosidad y, por tanto, el vigor del misterio fundante, el poder de la narración, pero en Madera de deriva aún quedan abundantes ascuas de ambos, en forma de perplejidad intelectual, social o literaria, de teorías extravagantes, de apostillas audaces, de puntos de vista que conectan insospechadas avenidas nuevas. Un relato es como una gota de rocío que puede reflejar todo el paisaje; pero, sin duda, un texto sin género se aviene mejor a una época de incertidumbre como la nuestra, donde parece que la múltiple y dispersa realidad es fantástica y la ficción real.
    Lo cierto es que estamos en un mundo muy heterodoxo donde los géneros -literarios e incluso sexuales- son más mestizos, donde hay una fatiga de las formas literarias y la novela empieza a ser un género del siglo pasado, donde hay un magnetismo hacia lo fragmentario y lo disperso, donde hay también un hambre de realidad con la que los lectores buscan quizá saldar la complejidad de los interrogantes y dilemas que suscita el mundo actual, o simplemente verse reconocidos. Lo cierto es que estamos en plena crisis de la imaginación como recurso creativo, en pleno debate sobre la ficción como frontera narrativa entre géneros, donde la ficción convencional es una literatura sin ventanas, más asfixiante, conformista y acartonada, donde escribir con dedicación y esmero se está volviendo revolucionario. Lo cierto es que, para nuestra sensibilidad de hoy, donde la atención se fragmenta constantemente, ya no parece que haya demarcaciones entre lo que uno vive y lo que uno lee, escucha, contempla o piensa.
    Pero nada de esto (que la supervivencia de la literatura como arte pase por la hibridación de géneros) es nuevo. Ya en 1929, Ramón Gómez de la Serna hablaba de la “condición destramada y destrizada de la novela actual”. Georges Perec, por su parte, sostenía en los años sesenta que la literatura se encaminaba hacia un arte de las citas (muy presentes, por cierto, en Madera de deriva). La escritora, periodista, guionista y directora Nora Ephron no lograba “entender que alguien pueda escribir ficción cuando lo que ocurre en la vida real es tan asombroso”. Más recientemente, Juan Bonilla ha reconocido creer cada vez menos en los géneros, y no hace distingos: “Me gustan las novelas inyectadas de poesía, los poemas que cuentan historias, los ensayos que se atreven a hacer narración”.
    Madera de deriva sucede en una zona de frontera entre lo real y lo imaginario, pero también entre el cuento, el ensayo y otros géneros (epistolar, cinematográfico, filosófico, periodístico, etc.). Prosas apátridas en el sentido que le dio Ribeyro: la unidad no está en la propia naturaleza de los textos sino en la voz del autor y en los temas en torno al cual merodea, uniéndolos como en una sutil tela de araña conceptual. Es una obra miscelánea donde conviven la crónica de viajes, el ensayo literario, el apunte memorialista, la erudición, la extravagancia, cuadros que están vivos, escenas del pasado como insectos en ámbar, un solitario que crea de la nada una nueva civilización, un predicador en el Ártico que intenta inculcar a su comunidad el gusto por la vida, una gavilla de especulaciones sociales, de entradas de diccionario, de epitafios, de viñetas, de semblanzas, de elementos marginales de la cultura. Es un libro donde hay un yo de vibración discreta, una experiencia de pensamiento, una pulsión poética; un tono ni alto ni bajo sino sereno; un volumen para leer poco a poco, desentendiéndose del camino, parándose de vez en cuando a coger alguna flor extraña, a meditar sobre un proyecto inacabado, a oler el aroma acre de remotos incendios, a escuchar a lo lejos el rugido de alguna fiera. Obviamente, entre estas coordenadas informales, se va levantando una especie de autorretrato indirecto y con marcado acento literario. No porque los textos de Madera de deriva sean objetos provistos de formas y texturas distintas significa que no tengan un núcleo común, lo tiene: el lenguaje intentando apresar la magia de los libros, el placer de los pensamientos y el misterio de la existencia. He de aclarar que estos escritos no son material de derribo, ni tampoco restos de naufragio a pesar del título, sino piezas forjadas con toda premeditación, con la intención de elucubrar libremente y hasta sus últimas consecuencias.
    Porque la literatura es fondo y forma, pero sin forma no hay fondo. No siempre hay que escribir obras de género o de mero entretenimiento. Aunque la ficción continúe siendo el género más poderoso (también en oportunidades y ventas) y la novela su ariete más musculado, la hibridación y la no ficción se van convirtiendo en formas de arte en sí mismas, en campos en que los que encontrar noticias del mundo o descubrir nuevas fórmulas para verlo, como un bonus para el lector inquieto, como acicates para seguir mostrando curiosidad y mantener las mentes abiertas, para poder apreciar la complejidad de lo real.
    Bernardo Atxaga afirma que todas las cosas raras están en el corral. Madera de deriva es, creo, si no un corral sí una despensa atractiva y prometedora para los que gustan de la literatura que sabe a literatura; es una apuesta por la cultura, por cualidades adormecidas en nuestro presente como la lentitud, el recogimiento, la reflexión arriesgada, la sutileza, el amor por las pavesas del pasado y su persistencia y, sobre todo, la fascinación por las palabras. Espero que os guste un poquito este primer fruto de una nueva época creativa con menos ataduras, este golpe de timón literario, este diorama de prosas ensayísticas y apuntes algo más vivenciales, en los que el yo actúa como modesta caja de resonancia. Creo que cada cual encontrará aquí sus textos preferidos según gustos y afinidades: a algunos lectores les está pareciendo un collage, un zoco oriental, un estriptis personal, a otros una destilación la la literatura, una serie de desafíos, y a otros un jardín de flores curiosas o una silva de varia lección. Como dijo Blaise Cendrars, “la escritura es un incendio que abarca una gran revuelta de ideas y hace arder asociaciones de imágenes antes de reducirlas a brasas crepitantes y a cenizas”.

viernes, 10 de octubre de 2025

Ramón López Pazos sobre "Madera de deriva"

Muy agradecido al narrador Ramón López Pazos por sus generosísimas, hermosas y conmovedoras palabras sobre “Madera de deriva” (Libros del Innombrable):



<<Querido Ángel, hoy quiero escribir lo que me ha parecido tu última pieza literaria, ‘Madera de deriva’. Lo primero, recalcar que la he disfrutado como un desharrapado invitado a una pitanza. Como bien indicas en Espuela vana, la verdadera obra de arte no tiene prisas. Cómo se disfrutan tus textos, Ángel, ya sean relatos o, como estas que nutren ‘Madera de deriva’, iridiscencias en prosa. Dotas de tu particular color el hecho narrativo. Tu literatura es un tornasol de emociones. En Besos de fantasmas hablas de “óleos obsesivos” (en tus escritos también se atrincheran las miradas de tus lectores), tu obra alambica “textos obsesivos”; en tu caso, claro está, aplicando a esas emociones un sentido beatífico. Tus lectores somos afortunados, hemos estado allí, en la encrucijada necesaria de tus revelaciones. Hemos asistido al resplandor de lejanos incendios; somos, tus lectores, las inquietas pavesas que chisporrotean sobre el fuego de tu literatura. Somos también, un Glosario de mentes que se alimentan de la savia de tu acervo. Fantasmas peligrosos que amamos tu obra. Da igual donde nos traslades, ya sea al corazón de Chile; al Árbol candelabro, eres tú el que siempre creas un cosmos nuevo a partir de las cenizas del anterior; a La pocilga de la facilidad, donde hozamos escepticismo los escritores; a Las montañas flotantes de Plutón, donde la extrañeza de tus mundos ya nos resulta cercana y querida. 

Cuando te leemos, Ángel, gozamos de una eternidad sostenida, igual que tú cuando la coyunda de amor y sexo te unce a Marina, chispa de tu luz.  

Me conmovió tu encuentro con Bioy Casares. A buen seguro hay muchos Salieris que te envidian, que miran tu obra con la impotencia de un genio menor. Tus textos son momentos oportunos, ‘Kairós’ solapados a la fantasía íntima conque observas la vida; ahora también, pasada la edad terciada, contradiciendo al vizconde de Chateaubriand. Igual de conmovedor ha resultado leer tu quimérica propuesta, Otra modesta proposición, donde nos sitúas frente al espejo, a la humanidad en su todo indivisible, y brindas al sol reclamando fraternidad. Nos pides que jamás vuelva a ser necesario el consuelo entre compañeros de viaje a la tumba. Pides que se plisen bien las telas del alma. Nos invitas a caminar sobre el mar de Tethys. Y la hilatura de tus palabras se vuelve también un mar que exuda misterio, un mar de letras que nos arrulla con resacas de melancolía. Eres, mi querido Ángel, un Hápax sin registro en lengua alguna, una voz que no ha encontrado léxico, una jerga usada en geografías extintas. Tu prosa es una isla de bienaventurados, un texto tuyo serpea sobre mi mente como gota de rocío por el borde de una hoja. Eres capaz de enterrar al lector en una nube, nos muestras el encanto de morir y grabas epitafios sobre muertos ilustres que resucitan en tu prosa. Como resucitas a Cela en un sueño, Alcancía. En ella depositas el lenguaje del de Iria Flavia y lo triscas con el tuyo, porque tuyo es, a pesar del enredo que sueñas y soñamos contigo. 

No necesitas tomar ningún bálsamo de Fierabrás, tu talento es el propio bálsamo que alivia las dolencias del alma. Talento creativo que genera Tulpas, entes narrativos que trascienden la imaginación, donde nos ofreces la posibilidad de guardar la memoria sumida en el tiempo escenas tangibles, los hechos tal como fueron. Conservar todos los momentos es todas las épocas del mundo. Alquimia del olvido. Emotiva la semblanza que trazas de tu admirado Julio Ramón Ribeyro, ese reconocimiento fraternal en el que me parece veros a los dos exhalando humaredas de letras mientras consumís cigarrillos de nicotina y prosa. Escritores entecos de vigorosa pluma, reyes del humanismo, cuya majestad trasciende incluso cuando tomáis los hábitos del escritor pordiosero. Y después del encomio, llega el asombro de tus Gavetas de miniaturas. Miniaturas literarias que conviertes en joyas, luego de desbastar las palabras que sobran en el pliego imaginario que contienen las fábulas. De un insecto horrible alumbras formidables dinosaurios. 

Tras el asombro guardado en gavetas, se te ocurre desnudarte en Los fuegos fatuos. Te despojas de tu recia timidez y exhibes las partes pudendas del hijo del tendero, tus miedos e incertidumbres. Tu pudor se torna temerario y nos hablas de ti. Abres tu interior y sacas tus pensamientos al retortero, como prendas de una colada que precisa ser lavada y puesta a orear. Confiesas intimidades; entre otras, que aspiras a no ver nunca las cosas como son. Esto, convencido estoy, no sucederá.  

Descargas una andanada de improperios contra los Odiadores del silencio. Seres infames a los que, en su justa medida, pones en solfa. Como bien apuntas, esas bestias aulladoras atentan contra el petirrojo del silencio que solía proporcionar la mayor felicidad. Y otras tantas criaturas que habitan en el Tántalo, fauna que sufre el castigo de su soberbia. También recurres al uso epistolar en Carta a Marie De Vichy-Chamrond. Correspondencia con el reverbero de tu obra en sus líneas, tus otras creaciones asomando al texto presente como sello epistolario. En tales líneas aduces que el gusto nunca cansa, como la buena compañía. Qué mejor compañía que la de uno de tus libros. 

Con la elegancia que adorna tu voz narrativa, nos llevas a la guerra infinita en El peso específico de la barbarie; a la pereza creativa en La lentitud del meteoro, pieza metaliteraria donde defiendes la creación como la más extrema de las experiencias humanas (desdoblamiento que satisface el hambre de irrealidad). Igual que nos sientas a la mesa del Silencio en Celebración. Una filigrana de lirismo en la que tomas asiento junto a la sombra, la placidez, los deseos, la plenitud o el Tiempo, al que tu particular mirada ve como un armadillo de escamas flexibles que representan, cada una, las edades del mundo. 

Como colofón, te despides con un infortunado personaje, Suertesquiva. Un ser cuya mala suerte le volvió fatalista. Suertesquiva considera que lo mejor es apartarse del resto de los hombres porque juzgan que, quien es desdichado, es culpable de su desdicha. Sabía que toda existencia contemplada de cerca es un drama y un sainete vista de lejos. Pero tu libro, apreciado Ángel Olgoso, lo cierras con otra de tus perlas, Dóciles huestes, donde concibes un estragante pensamiento: que en realidad es nuestra sombra la que nos proyecta a nosotros. Nos piensas, al fin, con una levadura de melancolía en la mirada. Esa misma melancolía que se agazapa en un rincón del alma cuando cerramos la tapa de tus libros. Aunque, bien es verdad, tu obra no tiene lápida, porque está escrita a tumba abierta, sin miedo ya a morir ni a que la maten. Tu obra te resuelve eterno, querido Ángel, tu prosa tiene ecos de infinitud>>. 

(Ramón López Pazos)


miércoles, 8 de octubre de 2025

"Madera de deriva" por Miguel Sanfeliu

Palabras del escritor Miguel Sanfeliu acerca de "Madera de deriva" (Libros del Innombrable):




<<Ángel Olgoso es autor de más de veinte libros de relatos, ha participado en las más importantes antologías y ha recibido innumerables premios por su trayectoria literaria. Ha sido traducido al italiano, francés, inglés, alemán, griego, portugués, rumano y polaco.

El mundo de Olgoso, como el de Lovecraft, está más cerca de las pesadillas que de la realidad, con sus paisajes sombríos, oscuros y oníricos en los que sumerge al lector en historias que lo devuelven a la fragilidad de la infancia, y la fascinación por descubrir paisajes lejanos y excitantes, aunque en esta ocasión trasciende cualquier género y esquiva clasificación alguna para ofrecernos un festival literario que se resiste a ser contenido en cualquier definición.

Sus textos viajan siempre al mundo de lo fantástico, de la aventura, del misterio victoriano, y su último trabajo, MADERA DE DERIVA, trasciende todo eso, aunque se mantenga fiel a su imaginario. Con ecos de Stevenson, Poe, Blake, Cunqueiro o Borges, nos habla con su particular estilo poético y elegante de barcos y bibliotecas, de fantasmas, de tierras lejanas y épocas pasadas, de imágenes imposibles, de paisajes. Pero también hay espacio para textos autobiográficos, imágenes luminosas, recuerdos, confesiones, erudición, reflexiones literarias, definiciones caprichosas. Tramas angustiosas, deseos descabellados o cantos a la lectura y la vida. Amor y muerte, paisajes y abismos. Todo un mundo interior encerrado en un libro aparentemente breve, de menos de doscientas páginas capaces de contener un universo.

Resulta difícil destacar alguno de los cuentos. Quizá la rememoración, el canto de amor contenido en "Chile en el corazón", o la metaliteratura de "Besos de fantasmas" o "Los fuegos fatuos", o el implacable desencanto de "La pocilga de la facilidad", toda una declaración de intenciones que termina con la sentencia: "dejen de escribir cuando ya no tengan nada que ocultar", o los humorísticos y originales "Glosario" o "Gaveta de miniaturas", o inclasificables como "Bálsamo de Fierabrás" o "Enterradme en una nube", o ese emocionante encuentro con Bioy Casares que se narra en "Los secundarios", o el retrato de Julio Ramón Ribeyro. Y dentro de ellos, siempre atentos a la metáfora poética, a la greguería, al aforismo, al destello de ingenio.

Tal vez sea MADERA DE DERIVA uno de los libros más personales de Ángel Olgoso, un laboratorio de ideas o un gabinete de curiosidades; pero es sin duda una de esas lecturas que nos transportan a nuestro sillón preferido como lectores, al momento en que el mundo desaparecía y todo era posible>>.

sábado, 4 de octubre de 2025

Reseña de "Breviario negro" por Alejandro Molina

Reseña de "Breviario negro" (Menoscuarto) por Alejandro Molina.



<<“BREVIARIO NEGRO” DE ÁNGEL OLGOSO, EL PINTOR DE PALABRAS.

Me contó Ángel que este libro es fruto del más terrible de los temores de un escritor: no volver a disponer de tiempo u ocasión para escribir. Creo que esa angustia que experimentó ha quedado sin duda reflejada en los cuentos reunidos en “Breviario negro” (Menoscuarto Ediciones), solo que no a modo de aflicción o melancolía, sino de arrojo y convicción testamentaria, como si, al igual que le sucede a una madre que encuentra dentro de sí fuerzas sobrehumanas cuando debe proteger o rescatar a un hijo en una situación repentina y desesperada, hubiera hallado Ángel Olgoso una fórmula extraordinaria o una pericia casi monstruosa con la que poner las historias que rondaban tu mente a salvo en el papel (el refugio del artista), algo tan frágil y sin embargo eterno, al igual que ocurre, según decía Chesterton en Ortodoxia, con el cristal: «Recuérdese, no obstante, que frágil no es sinónimo de perecedero. Golpéese un cristal y no durará ni un minuto, pero basta con no golpearlo para que dure un millar de años».

Una vez puestos a buen recaudo en las páginas de este volumen, sus cuentos revelan una naturaleza única que, en muchos casos, creo que merecen un nombre diferente al de microrrelato o cuento. A menudo, cuando terminamos de leerlos, la historia que hemos recorrido en sus líneas deja la satisfacción de un relato corto, es decir: la impresión de toda una novela, al tiempo que condensa en un puñado de párrafos, lo que por norma general rescatamos precisamente de una novela, despojada, eso sí, de toda paja, y comprimida en oraciones más o menos cortas que, mediante una suerte de hechizo, capturan capítulos completos. Pero no acaba ahí la cosa. La capacidad de Ángel, me atrevería a decir superior a la de Flaubert de encontrar ‘le mot juste’, recubre las historias de una pátina poética que nos agota (en el buen sentido) del modo en que lo hace un poema que recorremos verso a verso: una escalada tan terrible y dura como satisfactoria una vez alcanzamos la cima y comprendemos la grandeza de lo que contemplamos ahora a vista de pájaro. Las historias olgosianas no son microrrelatos porque esa es una palabra que solo con Ángel ha tenido sentido y que sin embargo desmerece por completo lo que hace, reduciendo su trabajo a un texto narrativo extremadamente breve. Sus historias logran la síntesis que condujo a la abstracción (y hasta la única abstracción posible) sin renunciar, como sería de rigor, al detalle meticuloso y al enriquecimiento figurativo. Así pues, propongo definir tus cuentos como ‘óleos sobre página’ o ‘sinfonías filológicas’.

Si bien en obras anteriores ya logra Ángel Olgoso lo que señalo, me ha parecido que en “Breviario Negro” hay un nivel de perfección asombroso, y si propongo el término ‘óleo sobre página’ es porque considero que la pintura comparte con la poesía y con la música la maestría de desvelar lo invisible (o lo que es lo mismo: lo intuitivo en tanto que inefable). Los cuentos de Ángel Olgoso, como ocurre con los cuadros de Cézanne o de Nicolas de Staël y con los grandes poemas, van a la esencia, prescinden de lo anecdótico y lo superficial, y apuntalan justamente aquello que hay entre y detrás de las palabras, pero sin que prescindas por ello de la palabra o la deformes hasta hacerla irreconocible. El modo en el que Ángel las dispone en el texto hace que al leerlas brille sobre ellas la esencia significativa que no refulge sobre esos mismos términos en cualquier otro texto. Pero, a diferencia de Nicolás de Staël o de Cézanne, Olgoso va más allá del no rechazo a lo figurativo o de la simplificación extrema, pues abraza el barroquismo, el tenebrismo incluso. ¿Cómo es eso posible? Aislando el tema del cuadro, haciendo así de la riqueza del detalle una lupa que realza el misterio de la cotidianeidad al quedar asilado de cuanto podría desviar nuestra atención. Gracias a la abstracción del fondo, que hace suceder la obra en ninguna parte y en cualquiera posible, los enigmas de nuestra existencia pueden contemplarse pormenorizadamente.

Las historias de Ángel consiguen hacen caer la máscara de lo visible valiéndose de ese espacio en negro que hay tras el telón de las cosas, donde sitúa con su conocida precisión de cirujano las palabras exactas, en todo su orgulloso esplendor de vocablo, deformando la realidad para hacerla más realista que nunca, ya sea desde lo simbólico-onírico de Frederick Watts (como en su cuadro “Esperanza”), al paisajismo más filosófico de su amado Friedrich, pero también de autores de la escuela del Río Hudson como Frederic Edwin Church (su pintura de 1865 “Aurora Borealis”).

Y todo ello, insisto, a través de la síntesis más lograda, extrayendo el tuétano de la historia sin privarnos por ello de disfrutar también del hueso. Sus ‘óleos sobre página’, una suerte de milagro alquímico que, son la mixtura perfecta entre Nicolás de Staël y Velázquez, criaturas nacidas de tan imposible encuentro que tienen lo mejor de ambos al tiempo que resultan genuinos, lo que hace que el término olgosiano cobre todo el sentido del mundo en lugar de ser un simple gesto de deferencia académica con el que diferenciarte de otros que, aunque por válidas razones entomológicas acuñen también un distintivo a partir de sus apellidos, no disponen de un carácter único en el sentido de extraordinario y sin igual.

Dicho esto, paso a comentar qué ‘óleos’ del “Breviario negro” me han fascinado y, si encuentro las palabras adecuadas, por qué o de qué manera lo han hecho.

“Cartografía”: creo que aquí Ángel logra hacer exactamente todo lo que he expuesto anteriormente, es un poema y una novela y un relato y mucho más que eso al mismo tiempo. La sensación que deja su lectura es abrumadora, como si pudieran vivirse una y mil relaciones amorosas y se recordaran todas ellas, a la par que el autor desmenuza cada aspecto del amor y la convivencia con maestría. La imagen del mapa es sublime porque de hecho lo que uno acomete en la lectura es toda una odisea. Y qué frases, qué delicia: “a veces, espero durante días para encontrarla mientras silbo y agito los brazos en el rincón de un milímetro cuadrado”; “en sus meridiano se dibuja mi destino, en sus paralelos anida mi memoria”; “cuando llegan el tedio o las discusiones, se oscurece el color del relieve, restallan truenos por el hemisferio norte y me ladran perros en la boca de un túnel”.

“La técnica de soñar monstruos”: una exquisita aproximación a la figura del padre (podemos enlazarlo a las mil maravillas con la kafkiana “Carta al hijo”, que más allá de su evidente juego lingüístico, contiene ecos del mejor Kenzaburo Oé), y a la muerte como aquello que queda cuando alguien se va.

“Stella Splendens”: delicioso, con una frase final que quita el hipo: en este abismo acuático donde prosperan los semilleros de espectros.

“Ondina de la Sierra” y “Toque de ánimas”: encuentro en estos dos lienzos los rasgos de Proust cuando recoge las flores de su memoria y las muestra como se hace en los museos: de modo que veamos mucho más de lo que a simple vista encontramos, pues ha sido debidamente situado, iluminado y contextualizado. Una vez más, el misterio de la vida bellamente expuesto.

“Espléndida teoría física que nos explica la aurora boreal por el reflejo de los arenques”: ¿cómo lo hace Olgoso? ¿De dónde saca y cómo elige tamaña y tan divina selección de imágenes y leyendas de manera que hable de ellas y de la más rabiosa actualidad sin hacerlo?

“Ancianas tomando bizcochos en salitas sombrías”: el contraste entre el ruido mundanal y la calma prologando a modo de resignación ese fin del mundo que es también la aceptación de la vejez. Tan sabroso como los bizcochos.

“Novedades en el cortejo”: este lienzo de poderosísima imagen final contiene una meditación increíblemente compleja de los rituales humanos, pues al poner a los pies de la Virgen “como ramilletes de flores escarlata, todas nuestras lenguas cortadas” (los finales de estos cuentos son sublimes), uno no puede más que pensar en lo turbio y lo grotesco, en el apartado macabro que hay en el origen de los rituales que han sido depurados con el tiempo anteponiendo tradición sobre sacrificio, pero que solo en la desnuda brutalidad de gestos extremos cobran auténtico significado.

“Las pavesas de la gloria”: “cada movimiento se espeja en charcos de sangre”. Un caleidoscopio de batallas engarzadas con absoluta maestría que nos habla de la fugaz pero también absurda condición humana a través de la guerra.

“Nimrod”: una nueva exploración de la condición humana reivindicando la imaginación como el proceso alquímico definitivo. Es tan hermoso y tan patético (en el sentido de la sonata de Beethoven) que conmueve, pero conmueve del modo (también cercano en estilo) a como marida la reflexión existencial con los textos bíblicos.

“Crisálida”: otro lienzo redondo en el que la historia de la humanidad y del planeta se nutre de sí misma para comenzar de nuevo. Es sencillamente precioso, un texto, como muchos de los que hay aquí, sobre los que no debería escribirse porque no podemos decir nada (ni mejor) que no esté ya en él. Leer, leer y leer, eso es lo que hay que hacer con los libros de Ángel Olgoso.

“Ars Topiaria”: jamás había logrado ponerme al nivel que lo hago aquí, no ya en la piel de un árbol, sino de una persona. Es un lienzo increíblemente revolucionario, de esos capaces de cambiarle a uno la vida, de convertirlo a una fe o a una condición ética determinadas. Este texto es un prodigio, un texto de obligada lectura que es, de nuevo, poema y más que poema y que texto.

“El descanso de Sísifo”: seré breve, es una obra maestra. “Ofuscados por el ímpetu homicida, aturdidos por el vértigo y la continua torsión de un escenario sin término, desorientados por la premonición de sus actos como cuando un sueño lo sueña a uno, no necesitan mirar de dónde se viene ni hacia dónde se va”. Que alguien escriba una tesis sobre esta imagen, por favor. Vuelvo a ver la historia de la humanidad aquí contenida, en un lienzo perfectamente dibujado, detallado al milímetro pero con ese vigor abstracto de Staël que se aprecia en “Los futbolistas” y que descubre aquello que no vemos al ver. Todo, absolutamente todo es perfecto aquí.

“Lengua de madera”: aquí vuelve a superarse el autor, sobredimensiona las palabras, logra ridiculizar a Sócrates cuando reprochaba a lo escrito que siempre significase lo mismo, porque estas palabras están vivas y son una cosa y serán y podrán ser otras totalmente distintas. Siembra una calma que se mastica en una estampa plácida que resulta perfecta para amontonar una tensión que no sabíamos que nuestro autor estaba armando hasta que SUGIERE lo que podría ocurrir mientras ocurre. Olgoso hace y deshace, propone y expone, muestra y oculta. Si esto no es dominar el lenguaje, ser un maestro absoluto de la narrativa y trascender sus fronteras, yo no sé lo que escribir ni leer>>.



miércoles, 1 de octubre de 2025

Reseña de "Madera de deriva" por Alejandro Molina, en Todoliteratura.

Muy agradecido al escritor Alejandro Molina por esta excelente reseña de "Madera de deriva" (Libros del innombrable", publicada en Todoliteratura.




El lienzo con que nos topamos: "Madera de deriva", de Ángel Olgoso

Alejandro Molina


Winslow Homer realizó en 1909 el que dicen fue su último óleo: Driftwood (‘madera de deriva’) en el que vemos un mar embravecido, gris y tormentoso que se confunde con el cielo. En la base del cuadro, un hombre trata de hacerse con un enorme tronco. Pero es solo un hombre: resulta, frente a las olas, insignificante, y junto al tronco, impotente. Tres décadas después, Marsden Harley pinta una pila de troncos varados en la orilla del río Bagaduce (Maine).

En esta ocasión, el óleo se centra en la madera, un montón de leños blancos, retorcidos y combados, pulidos y lisos que forman una suerte de escultura de Henry Moore. Si el óleo de Homer representa el abanico inagotable de dificultades, en ocasiones insalvables, que la creatividad, ese enorme tronco que queremos rescatar de las aguas, nos pone por delante, la pintura de Harley nos devuelve la calma tras la tormenta, poniendo esta vez el foco en las mercedes de la paciencia, en las virtudes de la decantación, en ese torno de alfarero que es el tiempo, en esas expertas manos que son la erosión, conscientes, como todo buen autor, de que a escribir se aprende borrando. Ambas obras abarcan la esencia de los textos contenidos en “Madera de deriva”, de Ángel Olgoso: textos que llegan a la orilla de nuestras vidas a través de las mareas de los años, tras haber servido de amparo a las aves que sobrevuelan el ancho océano que tejen los cajones de su escritorio, después de haber sido el asidero del náufrago en el que más tarde o más temprano se convierte todo escritor ante la temible vastedad de los papeles que pueblan la mesa de su despacho. Microrrelatos, metaliteratura, erudición, hondas reflexiones y fragmentos de diarios constituyen el resultado del nervio y la pujanza con que la borrasca literaria embate contra la mente de su autor, al tiempo que, merced al mudo hacer de los decenios, han formado un muestrario de hermosos bustos, estatuas y monumentos naturales a los que tenemos oportunidad de adorar, pues considero que Ángel es uno de esos escritores-templo a los que uno acude para rendir tributo cuando no se acoge a sagrado entre sus páginas, perseguido por el dogmático tedio de una vida impuesta. Este es un libro que emparento con la obra de Plutarco o de Montaigne, un libro que abordamos por el llano placer de leer, no solo por lo bien armado que está su estilo, sino porque nos permite revolcarnos entre sus frases hasta acabar ahítos y empapados de conocimiento, excitados como buscadores de tesoros al excavar la tierra y escuchar el golpe seco de nuestro descubrimiento, en ese trance que solo la beatitud de un afortunadísimo hallazgo puede proporcionarnos.

Un puñado de leños

De los treinta y cinco troncos que componen “Madera de deriva”, el primero de ellos, “Papel sonoro”, es arrancado directamente de entre los robles, cerezos, majuelos y quejigos del “Bosque encantado” de Lugros, y aborda, en tono crepuscular, ese amparo que es capaz de proporcionarnos un texto. Leemos:

«Un libro cualquiera —al igual que la hoja de la Dehesa del Camarate— rescatado de la mezquindad del mundo, absuelto por ahora de la devolución, el deterioro o el olvido, salvado de una desaparición quizá inminente por este préstamo de un fugaz soplo de inmortalidad que será también (sí, como para todos nosotros) un fuego que apenas caliente».

Si bien es innegable lo efímero del fuego respecto a la partitura en la que descansa la sinfonía del universo —y aun a riesgo de contradecir al autor—, en lo que atañe a la escala humana, en base a la cual a una vida pueden sobrarle muchos años, no es en absoluto desdeñable el calor capaz de proporcionar a quien, atrapado en una existencia que no es sino un páramo helado, tiene la fortuna de toparse con la hoguera que es este libro que tenemos entre manos.

En “Espuela vana”, como en “Árbol candelabro”, Ángel aborda una cuestión que encuentro fundamental en su producción: la lucha eterna entre una realidad vana y alienante, y esa otra parte donde lo fantástico y lo extraño se encargan de establecer los códigos, las técnicas y las reglas del juego. Esta hermosa imagen servirá para ilustrarnos:

«me considero una de esas personas a las que les gustaría ser hombre que bebiera agua de lluvia de la huella de un oso y, a la vez, una de esas personas que no quiere vivir en la realidad diaria y objetiva sino en el lugar en que ocurren los prodigios».

Esta poderosa estampa del hombre que bebe agua de lluvia de la huella de un oso es, quizá, la clave del pulso que el autor mantiene con un día a día ruin e insípido. Se trata de una visión nostálgica del mundo desde el idealismo romántico, que reivindica ese tiempo en el que los prodigios eran moneda de cambio, antes de que Newton redujera el arcoíris a un truco y le arrebatara la magia. Sin embargo, a lo largo de esta recopilación de textos, el filtro ‘olgosiano’, su enfoque arqueológico, que desentierra con maestría la estratificación completa de las constelaciones más viejas, es capaz de devolver a lo aparentemente cotidiano el misterio que da forma al milagro de la existencia y sus infinitas manifestaciones y coyunturas.

Después de “La pocilga de la facilidad”, un reivindicativo análisis que mira de frente a ese espejo que es la creación literaria y que devuelve dos irreconciliables reflejos: uno que aspira a «la dulce piltrafa del reconocimiento», y otro que requiere «el coraje de ser odioso»; después de “Las montañas de Plutón”, un fascinante relato de ciencia ficción que, como los grandes exponentes del género, es capaz de llegar allí donde el realismo fracasa, desnudando la realidad misma y poniendo en jaque la visión de la Historia como ciencia natural; después de “Cruzar la estepa a lomos de un oso a medianoche”, que transforma en sábanas las páginas y hace de la pronunciación y el ritmo de sus palabras un inigualable y encendido acto de amor carnal en prosa; después de todo eso, llegamos a la que para mí es el fulcro de este volumen: “Los secundarios”.

El encuentro fortuito del autor con Bioy Casares propicia uno de los mejores ejemplos de cómo escribir un libro sobre uno mismo que no trate de uno mismo, al modo en el que por ejemplo escribe Gospodínov sobre la muerte de su padre, o a la manera en la que Kapuściński nos hace participar de una panorámica actual a través del telescopio de los tiempos en “Viajes con Heródoto”. En solo tres páginas, Ángel se agiganta en su sincera humildad hasta erigirse como estandarte de cuanto nos hace humanos. Cuando el hecho vital que escogemos narrar en primera persona cruza el umbral de nuestra rutina, florece, en manos de escritores tan dotados como Olgoso, la narración de historias en tanto que una forma de conocimiento humano, tal y como María Zambrano o Iris Murdoch defendían. Esta pieza aglutina todas las virtudes de Ángel, y condensa una fuerza que ojalá eclosione algún día y nos regale ese universo tan increíblemente propio que no obstante solo puede hablar de todos nosotros, de lo increíblemente extraño que es todo lo que creemos comprender, mientras nos cuenta, como si nada, lo que le ocurrió un día cualquiera.

Querría destacar, por último, “Caminando sobre el mar de Tethys” y “Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro”. El primero de ellos nos invita a meditar acerca de la necesidad que tiene la belleza de ser contemplada, a lo que añadiría la fundamental contribución de escritores de la talla de Ángel, capaces de redactar elocuentes párrafos ante aquello que al resto de los mortales nos deja sin palabras, poniendo de manifiesto el crucial papel que los grandes escritores desempeñan en la sociedad, dado que son los traductores de nuestra propia experiencia (en este caso, de la belleza), haciéndola completa y dotándola así de su más profundo significado. Y esto es algo que el texto sobre Ribeyro reconoce de algún modo, gracias a un sentido homenaje al escritor limeño, en el que se humaniza la tarea literaria, las manchas que deja, la factura que pasa y el espíritu que la encara, con un enfoque exquisito que nos muestra la verdadera majestuosidad de los dioses al desvestirlos, en uno de los textos más hermosos que he leído sobre un escritor (uno de los que «se niega a convertir el milagro en profesión») y su oficio:

«piensa que ni las novelitas, ni el centenar de cuentos ni otras cosas menores le permitirán durar, que serán pues curiosidad y puro anacronismo, que la obra vasta y sinfónica está fuera de sus posibilidades, que -jugador de tercera división- algunos lo vieron alguna vez hacer una jugada maestra y que otros lo olvidarán».

Al calor del fuego

Como no podía ser de otro modo, las corrientes oceánicas de Olgoso nos regalan una madera mágica, que arde sin consumirse y proporciona el combustible necesario con el que inspirar a nuevas generaciones, que ilumina la oscuridad del hastío y templa el espíritu de todo aquel que desea pertrecharse como merece para afrontar la batalla contra el hábito. Es una madera, qué duda cabe, a la agarrarnos cuando naufraguemos, pero que en ocasiones más benignas, después de uno de esos paseos como los de la Dehesa del Camarate, nos llevaremos a casa, enamorados de sus formas y de las huellas grabadas en sus fibras de celulosa.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Reseña de "Algunos días felices", de Juan Hódar



    Una verdadera delicia este librito de Juan Hódar, “Algunos días felices” (Círculo Rojo). Lástima que se trate, nada más y nada menos, que del hermoso gesto por parte de Juan de una autoedición para regalar a los amigos, porque hacía tiempo que uno no disfrutaba tanto con la lectura de cuentos eróticos; supongo que esta época de infame corrección política no ayuda precisamente a un cultivo regular del género. Juan, que ya en los años noventa creó con otros compinches Espuma, el primer fanzine erótico de Granada (en el que un servidor llegó a colaborar en varias ocasiones), y publicó relatos y artículos en las revistas Ficciones o Kiss Comix, sabe de lo que habla, conoce el paño y crea y recrea un mundo elegantemente carnal de enardecimiento, sueños lujuriosos y esperanzas enceladas, un imaginario saludablemente franco, nada empalagoso, donde los fuegos fatuos del deseo brotan de lo cotidiano.

    Situados en una reconocible ciudad sin nombre, los relatos se abren de manera inmejorable con el motivo clásico de la lectora y la persona que la contrata, que a partir del introito contiene las demás piezas hasta cerrarse el arco narrativo a la perfección, como si del mismo volumen físico se tratara. Pronto se encuentra uno con gustosos ecos que cree reconocer: André Pieyre de Mandiargues en “Tras la pared blanca” y “Arriba y abajo”, o Pierre Louÿs en “Correspondencia” y en “Aurora”, encantador ‘Bildungsroman’ desdoblado temporal y emocionalmente en el siguiente relato, “Los tiempos del confinamiento”. El libro entero podía situarse bajo la advocación de todas las apropiadísimas citas que contiene, de José Saramago, de Oscar Wilde, de Jeanette Winterson, de Roberto Cantoral, de Andrés Trapiello, de Iselín C. Hermann, de Vladimir Nabokov o de esta de Irene Vallejo : “Si alguien lee para ti, desea tu placer”. Todos los relatos resultan gratos en su sabrosa pugna con la piel -incluso con la inserción de alguna fatalidad adversa-, todos son delicados y contundentes a la vez, un atributo sólo al alcance de los buenos escritores (aunque este sea el primer libro de Juan, que ha tardado en decidirse en saltar al ruedo de la publicación, y confiemos que no el último), y ninguno destaca sobre otro: a los ya citados, se unen el original, y quizá más personal, “Teresa y los mártires”; la ironía y el humor negro de “La soledad del verdugo”; el requiebro macabro de “La escalera de agua” (premisa argumental que también se permitió uno en “Mujeres desnudas bajo impermeables mojados”); el espontáneo desparpajo de la protagonista de “Cuento de Navidad”; o el impresionante dramatismo del monólogo lésbico y su amor absoluto más allá de la muerte en “Las manos vacías”. Es imposible sustraerse a muchas de las poderosa imágenes eróticas (¡ese yogur!, la gracia de esa micción infantil compartida, la audacia final de esas cartas anónimas, esas azotainas exigidas) que salen al encuentro del lector, grabándose a fuego en su paladar como prietas golosinas y jugosos confites, o relovoteando alrededor de su cabeza como mariposas monarca del ardor. Es imposible no suscribir que todos los amantes tienen algunos días felices, que para no caerte al vacío debes abrazar a una mujer como si en ello te fuera la vida, que no hay más lugares en el mundo que los que se descubren en el cuerpo de un amante, que quizá en el futuro los libros eróticos vuelvan a la clandestinidad, sin dirección de editorial ni de imprenta.

    Juan Hódar, que no es un mero resonador verbal, despliega una eficacia cabal del lenguaje, sencillo y contenido al tiempo que vigorosamente plástico y sugerente, y una envidiable maestría a la hora de dosificar la tensión creciente del deseo. El erotismo del autor granadino no es limitado, ni falso, ni instantáneo, como lo ha sido siempre el erotismo de baratillo. Y encima Juan sabe rematar magníficamente todos los textos, un verdadero arte: “Nunca vi su rostro y nunca conocí su nombre. Sólo compartí su placer”, “El Estado ha entrado en la cama, concluí, aunque siempre lo ha hecho, si lo piensas”, “Eso dicen. Los poetas tenemos palabras y apenas nada más”, “Soy yo el que está muerto sin ti”, “Una palabra quedó suspendida en el aire, un nombre, como queda el vaho que ha salido de una boca en invierno, hasta que la nada se la llevó lentamente”.

    Por otra parte, entre las dedicatorias de las narraciones aparecen viejos y numerosos amigos de Juan (entre los que me cuento, junto con José Vicente Pascual, Juanjo, Gustavo o Ángela Vallvey), así como Hernán Migoya e, ‘in memoriam’, Rafael Azcona y otro ‘connaisseur’, Luis García-Berlanga, erotómano legendario.

    ¿Merece la pena un libro erótico que no sea incómodo y sucio?, se preguntaba Woody Allen. La respuesta también aparece en estas páginas excitantes, de una finura tangible, de una sensualidad lúbrica, rotundamente física en muchas ocasiones, de la mano de Rilke: “La experiencia artística y el sexo son manifestaciones de un mismo anhelo”. “Algunos días felices”, con su fantasía recorrida por la diafanidad del realismo, es un libro que se hace corto, y no sólo por su brevedad, tal es el goce con el que se lee y con el que uno seguiría leyendo más relatos como los que aquí comparecen. Literatura en definitiva de la buena, que puede ser leída además con una sola mano -como solía decirse- y que era el mejor piropo posible para una gavilla de cuentos eróticos.

jueves, 11 de septiembre de 2025

Reseña de "Estigia", por Marina Tapia, en Masticadores

Todo un privilegio contar con la mirada entusiasta y cómplice de Marina Tapia acerca de “Estigia” (Eolas Ediciones) en esta reseña publicada en la revista Masticadores:



UN CARONTE GRANADINO

Marina Tapia


<< “Estigia”, el tercer volumen de la compilación de los cuentos completos de Ángel Olgoso, y que con un cuidado al mínimo detalle, publicado por Eolas, dentro de su colección “Las puertas de lo posible” (2025), viene una vez más a confirmarnos que nos encontramos con un verdadero maestro de la literatura.

Aunque la muerte pueda parecer un tema sombrío o un eje vertebrador complejo y del que muchas veces nuestra sensibilidad desea huir, la manera magistral de abordarla, el abanico variado de historias y situaciones diversas (un centenar de relatos de calidad sostenida), nos ayuda a superar nuestra posible percepción estrecha de la muerte abriendo galaxias de posibilidades y nuevos ángulos de enfoque.

Qué estimulante resulta adentrarse en las páginas de un libro con buenas citas. Las seleccionadas por Ángel, son todas lúcidas y precisas, y nos ayudan a entender más profundamente algunas ideas contenidas en sus relatos. Por ejemplo, el enfoque de Jules Renard, concluyendo que lo dulce de la muerte nos libera del pensamiento de la muerte, es genial. También la de Giuseppe Mazzini apuntando que no existe la muerte, sino el olvido. Como siempre, Olgoso escogerá para nosotros interesantes frases desbrozadas de sus numerosas lecturas y las entrelazará −con el nudo de su reflexión siempre en guardia− en los encabezamientos de su obra. Él siempre tendrá sus píldoras aromáticas de pensamientos para regalárnoslas en el momento justo, cuando empieza la tos.

Los relatos que inician el conjunto abren inmejorablemente el apetito del lector. Textos como “Designaciones” o “Relámpagos” son piezas magistrales (uno se pregunta, de manera inevitable, por qué tras más de cuatro décadas de trabajo silencioso y de múltiples premios y traducciones, un autor de tan probada excelencia, todo un referente del relato en español, no brilla con la fuerza que merece en el lugar que le corresponde).

Esta colección olgosiana en Eolas es un verdadero festín para sus lectores, a los que nos gusta tener en nuestra biblioteca, bien recopilados y a nuestro alcance, toda su creación −desde los textos breves a los más extensos−. Hoy en día, disfrutar la obra completa de alguien que ha participado en numerosas antologías y cuyo material se encuentra disperso o descatalogado, es un milagro. Cuántas veces he buscado en Internet un escritor o una poeta que me interesaba, y sólo he encontrado fragmentos, paja y neblina. Son muy de celebrar este tipo de compilaciones realizadas con elegancia y rigurosidad, que ponen a nuestro alcance las versiones definitivas, escogidas y agrupadas por el propio autor. También es una suerte este tipo de volúmenes temáticos que nos ayudará a localizar más fácilmente un relato en cuestión. Gracias a este trabajo editorial, podemos hacer una inmersión en el universo olgosiano sin ninguna cortapisa.

Volveremos a llorar con “La muerte desordena” porque, aunque se haya leído y se conozca su planteamiento, es un tejido de emociones palpitantes tan bien hilado que vuelve a conmover. Impresionante asimismo “La ciénaga”, descarnada visión del hermano que vuelve de la muerte con otra percepción: una narración inquietante, lóbrega, de sorprendente final, una acertada reescritura bíblica. Sentiremos la voz desalentada de la naturaleza en “Días felices”. El mundo rural nos acogerá en su fértil territorio para lo atávico con “Las huellas de los pájaros en el aire”, “Jueces del Valle de Josefat” o “Estorninos en la higuera”. Lo poético vendrá de la mano de “Los simunes del deseo”, “El papel” o “Armonía de las esferas”. El simbolismo trascendente de “Umbrales” o “Los despeñaderos” nos deslumbrará. El mundo de los afectos familiares palpita bellamente en “Suero” o en “Vínculos”. Nos extasiaremos con la belleza de “El pigmento de la creación”, “La piel en el rompiente”, “Mujeres desnudas bajo impermeables mojados” o “Diadema en tu cabello”. La presencia del cuerpo, con sus huesos, jugos y descomposiciones, con su deseos pujando más allá de la muerte, erizarán nuestra piel: el autor nos trae aquí por ejemplo “Manos que ven”, De masticatione mortuorum” o “Un introito para arpa de tendones humanos”. Y, como es habitual, Ángel nos transportará a la cultura del Japón que tanto ama y que no puede faltar en cada libro, esta vez con “Fantasmas de las Cuatro Suertes”. Hay espacio para lo oscuro, para la ironía, para lo metafísico, para lo imaginativo, para lo mítico, para lo erudito y lo fantástico. Este verano, acompañados de “Estigia”, se nos hará mucho más fresco y más corto gozando con esta colección tan heterogénea y excelsa.

Navegad, marineros en la laguna de sus letras, llegad a horizontes velados e infinitos. Porque, como dice Ana María Shua en el prólogo, nada es tan simple cuando nuestro Virgilio se llama Ángel Olgoso, que nos hace viajar en el tiempo y en el espacio, atormentándonos dulcemente mientras leemos y nadamos, con la cabeza apenas sobresaliendo de las negras aguas.

Y, para terminar, y a modo de invitación, quiero dejaros con “El purgatorio”, relato con el que finaliza el libro:

“En la última página de su última obra, el autor escribió la palabra «Fin». Los empleados de la funeraria −que mostraban ya una cortés impaciencia− pudieron entonces asegurar la tapa del ataúd.”>>


miércoles, 10 de septiembre de 2025

Reseña de "Y tú durante", de Alejandro Molina, en Suburbano

Mi reseña de la magnífica novela de Alejandro Molina "Y tú durante" (Oblicuas Ediciones) en la revista Suburbano.


    Hay una línea directa que va desde Faulkner a Benet, pasando por Carson McCullers, Rulfo, Onetti, Martín Santos, Cormac McCarthy, Nic Pizzolatto, David Vann o Chuck Palahniuk, hasta Alejandro Molina (Granada, 1984): la inclusión de múltiples narradores o puntos de vista, los saltos en el tiempo en la narración, el flujo de conciencia, la tensión del fraseo, los recursos retóricos más propios de la poesía que de la prosa en las descripciones, el poder para descifrar ciertos rasgos de la conducta humana que, al estar tan cercanos a nosotros, no vemos con la suficiente claridad. Como sabemos, las obras de Faulkner y de Benet no explican la vida, tratan de reflejarla en su desordenado amasijo. Según María Elena Bravo, al leerlos “no actuamos como testigos de otras vivencias, sino que la novela, subrogado de la vida y vida misma, nos hace conocer mejor el enigma de nuestra naturaleza, nos enfrenta con el problema de la lengua, de la memoria, de las creencias y del conocimiento por vía artística”. Hay naturalmente cuantiosas diferencias, y la esencia malvada del ser humano no cruje tanto en la última y formidable obra de Alejandro, Y tú durante (Oblicuas Ediciones), como ocurría en el escritor sureño -no sólo por lo distinto de la premisa y de la geografía, sino porque más que el resultado de una influencia cardinal se trata quizá de una deconstrucción consciente, posmoderna, de Faulkner-, pero ambos nos arrojan con sus asombrosas aptitudes al caos que es el tiempo. Y la vivaz porosidad que los diálogos sin guiones prestan a la narración juega a favor del granadino.

A Magda, una joven ensayista amiga de la familia, el célebre poeta Anselmo Espadas le ha encargado abordar una biografía suya que no sea al uso. Pero los incoherentes y deslavazados circunloquios de este la obligan a recurrir a un investigador privado, Melquiades Castillo. Sin embargo, el pasado del detective al parecer corre paralelo al de Valeria, la mujer del poeta: la biografía y las existencias de los implicados y de sus secretos tejen entonces un enmarañado tapiz anímico y afectivo.

    Y tú durante es una novela mayúscula, un fértil territorio que manifiesta la evolución constante de Alejandro Molina desde los libros de relatos Mañana no habrá ayerEl glaciarLuces prestadas y las novelas Defunctos Ploro Elección y sacrificio. Hay ahora, si cabe, una mayor complejidad estilística y conceptual (“nada escapa a los ojos de un poeta”). La obra es medidamente torrencial, sinuosa y llena de entresijos, de consideraciones sofisticadas y sugestivas (la novela está llena de frases que invitan a subrayar, “En poesía, las palabras son fósiles y el poeta un arqueólogo que interpreta una civilización perdida”, “a veces la vida pone al arte en su lugar”, “el mundo es bello, pero tiene un defecto llamado hombre”, “sólo a través de la tristeza podemos acercarnos a lo que con tanta claridad ven los animales a través de su pureza”, “el ser humano sustituye la vastedad del mundo y la infinitud de la existencia por una jaula bajo una carpa”, etc.). Los detalles y las escenas se dilatan y se expanden orgánicamente. La dicción está soldada de manera impecable con la idea (la oralidad perfectamente remachada de Silvio). Hay diferentes niveles del lenguaje, que cristaliza en cogitaciones e introspecciones profundas. A veces el autor despliega un costumbrismo refinado, un naturalismo enriquecido con referencias culturales, con tablas periódicas de enumeraciones, con sutiles pinceladas poéticas que motean exquisitamente la página (“el atardecer tenía los colores de la canela y la piel de los leones, el oro viejo y el óxido y la arena del desierto”), todo ello alternado con fugas de la memoria y con sus siempre agilísimos diálogos. Con frecuencia parece estar leyendo uno a Faulkner. O se encuentra de pronto con esas excelsas frases que podría haber escrito Benet, “flirteando con las trazas hedentinas de agua sucia”, “decantando la savia que alimenta el revestimiento y la apariencia de lo que llamamos experiencia”, “anhelando destellos de genialidad, vibrantes escenas de adolescencia, pasadizos, vericuetos, laberintos y ordalías de los que salir airoso”.

Para los personajes de Alejandro Molina, no se puede estar solo, el amor no es más que una dioptría y la memoria una prisión: “Anselmo envidia lo que llama la capacidad más hermosa de entre todas las que algunos animales nos pueden brindar, la de recordar algo durante apenas veintisiete segundos”. Este libro, que “es un espejo en el que una vez Anselmo se miró”, arrastra al lector “por cálidas mareas y frenéticas corrientes”, y muestra al ser humano como esa libélula -con su “majestuoso y brillante abdomen lapislázuli, el delicado mosaico que formaban las venas y las celdillas de sus alas, perpendiculares a su alargado y fino cuerpo”- que abre y cierra la novela, yaciendo inerme en la acera frente a la que avanza el estruendo de una máquina barredora, con sus implacables  cepillos, que son para nosotros -tan vulnerables como ella- el paso del tiempo, el dolor, el sinsentido de la vida o la crueldad de nuestros semejantes.

    Y tú durante emerge como una obra mucho más sensorial que las anteriores (esos olores y enumeraciones de las páginas 25 y 26), esas “fragancias de cosméticos antediluvianos como el yeso y la harina de habas, los cominos y los posos del vino y el azúcar de saturno y el sudor purificado del carnero y el estiércol de cocodrilo” (¡glorioso!). Está también la ‘pasmosa belleza’ de sus poéticas descripciones del planeta y del cosmos. Y los recuerdos como animales bien vivos, aunque haya muchos animales muertos, sobre todo insectos. Y las vidas de los personajes parecen inmersas en “una corriente oceánica”, se cruzan como “colisionan las galaxias” o confluyen como engranajes: “Padecemos una ceguera de la que sólo somos conscientes cuando personas como Anselmo alumbran las tinieblas en las que sin saberlo nos movemos, con esa linterna que son sus versos”.  Qué gran idea esa de suicidarse cortándose el cuello con el canto de una hoja de un relato de la Lispector; o la invocación del espíritu de Bécquer en un molino en ruinas; o la evidencia de que hay hombres que son más árbol que persona, más río que individuo, que no esperan réplicas sino comprensión muda. Qué buenos títulos los de los poemarios de Anselmo (Las lágrimas del astronautaOpus CaementiciumOsamentas Mientras se sostenga el aire). Hubiera estado bien alguno de ellos en lugar del de un tanto melifluo Y tú durante. U otro más rotundo, más salvaje, lleno de palmeras, santuarios, agonías, ruido y furia, un título digno de esta proeza narrativa que delata el mucho conocimiento del ser humano que tiene Alejandro a pesar de su juventud, cuyo natural talento literario da aquí un salto cualitativo y cuantitativo.

    Con su obra, Alejandro Molina revela una vez más que la mejor forma de la espada -además del pensamiento, la ironía y la imaginación- es la palabra. Por no hablar de que él sabe que “de dónde venimos es mero testamento; adonde llegamos es lo que somos”.